La palabra caliquenyo suena a fiesta, a clandestinidad y a cultura popular.
En el siglo XIX, las mujeres fabricaban a mano estos puros con hojas de tabaco que se cultivaban en parcelas agrícolas de algunas comarcas como el Canal de Navarrés y se secaban al sol posteriormente. Después se distribuían de contrabando por los bares y establecimientos de los pueblos circundantes. “Puro, valenciano e ilegal… era el nombre perfecto para Benimaclet, ¿no?”, comenta con guasa Arturo Ruíz, el propietario del bar de tortillas, cocas y cervezas que lleva un año agitando las tardes y las noches de este barrio joven e insular.
Estamos en la calle de Utiel, a dos minutos andando del pub Tulsa, el centro social-bar Terra, el veterano Pata Negra y el nuevo restaurante NoNom del que tanto oímos hablar últimamente. En otras palabras, estamos en el meollo de Benimaclet, el bar en el que de hecho confluyen muchos trabajadores de hostelería cuando acaban su jornada. Arturo, que anteriormente había tomado parte en otros negocios del barrio, llevaba un tiempo detrás de este local achaflanado que antes albergaba una verdulería. Conoce muy bien esta zona de la ciudad porque se crió en la antigua Avenida de Catalunya, “cuando todo era huerto” y jugaba por aquí pertrechando “maldades”.
Tras la reforma, que diseñó él mismo hasta el último detalle, lo que nos encontramos es una enorme cristalera que deja ver desde la calle los ya conocidos jolgorios del Caliquenyo. Aquí la cosa va de fluir y mezclarse. Vemos mucha socialización entre la barra, la contrabarra y las mesas bajas. Ayuda, sin duda, la música, que se pincha o se toca en directo con buen nivel de volumen. Aquí no se le hace ascos a nada: rumba, reggae, flamenco. Los viernes siempre actúa algún músico local, y los miércoles toca jam. Arturo guarda detrás de la barra un cajón flamenco y una guitarra por si algún cliente se viene arriba repentinamente.
Las paredes del local también tienen su punto: una de ellas está tapizada con ventanas rescatadas de derribos que después han sido pintadas de blanco; en otros muros se ha construido una especie de jardín vertical con los libros de anatomía y literatura de la biblioteca del padre de Arturo, que era médico; también hay un espacio consagrado a la gran afición del propietario por los cómics: vemos portadas enmarcadas de Robert Crumb y los Freaks Brothers, que son las mascotas oficiosas del Caliquenyo.
Además de la cerveza (por cierto, venden botellines de Antiga, la marca artesanal de Catarroja), la principal atracción del bar es la vitrina de cristal donde se expone cada día un amplio surtido de tortillas y cocas “estilo Jávea”. Se elaboran cada día en un obrador cercano que en su día formaba parte de la cadena de panaderías Paniacos que fundó Arturo hace años, y que tuvo que cerrar poco antes de la pandemia. “Se fue al garete, me arruiné. La gente prefiere comer pan de Mercadona. Son cosas que pasan en los negocios”, resume tajante, pero sin asomo de drama. Ahora tiene motivos para estar contento, porque su modelo de bar con tapeo sencillo, pero rico, funciona. “Cada vez vienen a vernos más gente del otro lado del charco, que es como llamamos por aquí a todo lo que pasa más allá de Primado Reig”.
El funcionamiento de Caliquenyo es deliberadamente sencillo y relajado. Cada día se elaboran quince tortillas de distintos sabores -boniato y queso de cabra (una de las más populares); sobrasada; habas y ajos tiernos (un clásico valenciano); morcilla con queso de cabra; chistorra; puerros; con trufa…). Se sirven a temperatura ambiente (aunque si te pones pesado, le pueden dar un golpe de calor en el microondas), a tres euros el pincho, y cuando se acaban, se acaban. No hay más. Si sobran, se las come el hambriento equipo de empleados. Son de tamaño mediano, jugosas y vienen bien rellenas de chicha. Se comen solas, vamos.
Las tortillas comparten estrellato con las cocas, que se moldean a mano y tienen una masa muy suave y esponjosa. Base de trocitos de tomate natural con embutido, o de aguacate y con sardina ahumada; o de queso con salmón ahumado. Como complemento, las gildas. Se las sirve un proveedor externo, tienen mucha calidad y cuestan a dos euros la unidad. Con anchoa o con boquerón; con queso, pulpo o gamba; con piparra dulce o picante… ¡Vivan las gildas!
Este es un bar de tapas sin cocina, pero honesto. Arturo no tiene ningún tipo de problema en explicar de dónde procede cada propuesta de la carta. Confía en sus proveedores, porque los ha escogido con criterio. A este apartado pertenecen los chorizos al vino, la titaina (que se elabora en Castellón), el hummus o el baba ganush. También el pastel ruso (que viene de Huesca), aunque no los otros dos postres: la tarta casera de queso de horno y la tarta de cerveza Guiness se elaboran a diario en su obrador.
El perfil de la clientela, eso sí, es algo diferente al de muchas de las cervecerías de Benimaclet. Aparentemente, hay menos estudiantes y la edad media es de unos 35 años. “Este es un barrio complicado para poner cervezas a tres euros -admite Arturo-. Pero había un tipo de público que buscaba un lugar diferente, con un puntito más de calidad, aunque sin perder la esencia de Benimaclet”. En realidad, son precios más que razonables en Ruzafa, aunque con la ventaja añadida de no sufrir la masificación del centro.
Resumiendo, Caliquenyo es un sitio muy “benimacletero” -no cierra ningún día de la semana, tiene mucha jarana y es cien por cien dog friendly-, pero con un punto diferencial. Por el momento abren por las tardes hasta la una y media de la madrugada, pero dentro de unas semanas inaugurarán la terraza y, con ella, el horario de apertura comenzará a mediodía para dar servicio de vermú y aperitivo. Definitivamente, vale la pena “cruzar el charco”.