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Caracoles y gazpacho de matacerdo, del recetario de Teresa

Sé que voy a contrapelo: es verano y menguan los platos calientes, estamos en 2021 y ya no hay día de matanza con la familia y los amigos. Pero no importa, hay recetas que no se han de perder. Como los ríos de aguas limpias y ranas casi invisibles

| 02/07/2021 | 7 min, 40 seg

Quien va a Teresa, vuelve —y no es un eslogan turístico: es una certeza—. Dejas a mano izquierda Jérica, luego Viver y tomas el desvío de la CV-235, la carretera que te mete de lleno en la parte alta del valle del río Palancia, cuando faltan escasamente diez kilómetros para su nacimiento. Y digo que “quien va, vuelve” porque algo le ocurre a nuestro cuerpo ante esas montañas suaves y verdes, y a nuestra cabeza cuando, en ese intento de comparar lo que está contemplando con otra realidad que ya ha visto, se acuerda de zonas muy próximas a Pirineos o La Toscana.

Me cuenta Pilar Cortés que está siendo un junio agradable, que por la noche aún tiran de edredón. Pilar es hija de otra Pilar. “De la receta del gazpacho de matacerdo te pueden hablar mi madre y mis tías”, es decir, las hermanas Capilla Alcaide, es decir, las Morras. Pilar, María Rosa y Consuelo (de menor a mayor, sin poner la edad). “¿Para qué decir los años que tienes?”, le dice Pilar a Mari. Y esta: “No pasa nada. Yo tengo 15, 7 más 8”. Estamos ya en el bar, en el Hogar de los jubilados, “Los Jubis”, en la terraza, a la sombra, y envueltos todo el rato por el olor a tortilla de patata, de bacalao frito, a bocadillo del bueno, a vino con gaseosa, a cremaet.

Varios miembros de la familia Capilla tuvieron —o aún tienen— carnicería. “Comencé en la de mis tíos cuando tenía 15 o 16 años”, me cuenta María Rosa, “recuerdo que era julio, mi tía se puso enferma y fui a sustituirla. Y ahí me quedé. Entonces estaba en el hueco de la escalera, había un mostrador pequeño y teníamos una carnera, nada de cámara frigorífica”. Los tíos, las hermanas y Emilio, el hermano, pasaron por la Carnicería Capilla. Mari regentó una en Valencia, durante 30 años, en la que ahora está su hija, “la que hay entrando al Mercado municipal de Jerusalén por calle la Estrella”.


El gazpacho era un plato que se preparaba el segundo día de la matanza, en el almuerzo, de ahí lo de “matacerdo"

La que más habla es María Rosa. “La carnicería daba servicio los siete días de la semana, las 24 horas”. Pilar está atenta a cada intervención de su hermana, de vez en cuando alarga el brazo y le da un golpecito en el hombro, como diciendo qué exagerada eres, como diciendo lo cuentas todo. “Por la noche, de madrugada, llamaban a la puerta los juerguistas, nos pedían embutido para seguir la fiesta”, me cuentan. Y Pilar: “Una vez, mi novio vino a la carnicería y me distrajo para que sus amigos cogieran chorizos sin que me diese cuenta”. En todas estas historias que estoy refiriendo los hombres aparecen poco, tangencialmente. Aparecen como cuando pides un café con unas lagrimitas de coñac. Los maridos de las tres mujeres están, salen en la conversación, los hijos están, el padre, el hermano Emilio, todos están, pero las Morras forman un conjunto que se mueve como el ojo de un huracán, un huracán que baila, que es feliz, hay amor y cariño en el centro y de ahí sale hacia los lados. Las tres mujeres tienen cara de llevarse bien con todo, la vida y las personas. Portan collares, pulseras, reloj, teléfono móvil. Salen a pasear al monte a menudo. L’Oréal, no insistas, tienen un aspecto envidiable. Cuando recuerdan todo lo que han trabajado, las horas y los madrugones, el tiempo a lomos del caballo, las vacas que tuvieron, las horas en la huerta, los cuidados del ganao en los corrales, irse a Alemania, se nota que lo cuentan con el tono de voz acertado, con los ojos de la hora de la cerveza o de las tardes de horas amarillas y verdes.

El gazpacho era un plato que se preparaba el segundo día de la matanza, en el almuerzo, de ahí lo de “matacerdo”. Se cortan a trocitos pequeños el magro, la panceta y el hígado. Se echan en un sartén honda de dos asas, grande, cuando ya está dorada la carne, se añade la cebolla, el ajo y tomate. Se sofríe todo. Al rato, se le suman las especias que se suelen utilizar para el embutido de la matanza (canela, pimienta blanca y negra, pimentón dulce y picante…). Cuando el sofrito brilla, echaremos el agua. Medidas o cantidades no me dan, porque Mari no es de pesar sino de “a ojo”. Me explican las hermanas que una vez conseguida la cocción sacaban el pan, “una torta gazpachera que decíamos, no como las que venden por ahí para el gazpacho, sino gorda, era pan pan, pan sobao, se cortaba por lo menos unos 4 o 5 días antes, y lo echábamos a trocitos”. El gazpacho de matacerdo es una comida muy sabrosa con una pinta tirando a fea. Según Pilar y según María Rosa y según Consuelo mucha gente ve el plato y dice que no se atreve a comerlo; queda como una tortilla; se volteaba en la sartén antes de servirlo (en esto era especialista la tía Amparo, la Barrilas). Pero la prueba definitiva, según Pilar y según María Rosa y según Consuelo es que quien lo prueba, repite.


Y ya, para redondear la jornada, los caracoles. Después de engañarlos, limpiarlos bien y escurrirlos, se reservan. En una cazuela de barro se pone mucho aceite (“dos dedos de aceite de oliva de aquí, de Teresa”), cuando ya está caliente, metemos una guindilla y la dejamos que se fría un rato. Seguido, se echan los caracoles y se fríen con el aceite, hasta que brillan. En la misma cazuela, sin necesidad de sacar los caracoles, se incorporan la cebolla, los ajos y el tomate rallado (bastante cantidad), y se va removiendo hasta que se ha deshecho el sofrito, momento en el que vertemos un poquito de agua. Se cocina a fuego lento, una hora y media. A punto de salir los caracoles, haremos un picadillo en el mortero con bastantes ajos, hierbabuena seca y sal, y lo añadiremos al centro. Unas cuantas vueltas con la cuchara de madera para que sofría el picadillo y será hora de vaciar un vasito de vino blanco, que dejamos mezclar durante 7-8 minutos. Hay que probarlo de picante.

Como se puede uno imaginar, las tres hermanas Capilla Alcaide no aprendieron estas dos recetas porque las tuvieran a su alcance por escrito ni porque alguien se las explicase, simplemente vieron cómo otras mujeres las hacían.


En “Los Jubis” se nos pasa la mañana bien. Me cuentan las Morras que en la carnicería preparaban unos chorizos con magro y tocino de cerdo y carne de choto. Que se les ponía la boca morada de tanto comer zanahorias forrajeras. Que tuvieron un caballo que iba solo a los sitios, sin necesidad de decirle, venga, que hoy vamos a buscar a padre a las Lomillas. Que el cerdo de la matanza lo criaban durante casi año y medio. Que fueron felices. Pilar, la hija de Pilar, me dice que ese tipo de sociedad, con esa vida tranquila, la ha visto recientemente en pocos sitios, “cuando viajé a Vietnam”. Las tres hermanas, de pequeñas, creían que el mundo era nada más que el pueblo y el valle y el río Palancia. Pero el mundo era más y se casaron y salieron a conocerlo. Hay personas que saben hacer eso, ir y volver mientras no dejan de ver las cosas por el lado bueno.


Ahora imaginemos. Compras un cerdo. Lo cuidas, lo crías, engorda. Sales al monte, encuentras caracoles. Llueve cae una nevada monumental y anotas en una hoja el año para que no se te olvide. Llega otra tía Amparo. Alguien agarra con firmeza el cuchillo de matarife. Resplandece el sol en una mañana que retiene aún algo de fresco. Las personas también brillan pero están cálidas por dentro. La sangre caliente gotea en un barreño. Hacéis chorizo, morcillas, longanizas. El embutido es el foie de los humildes. Arrancas de la mata los últimos tomates. Los tomates buenos son la maruca de los plebeyos. Dices que te vas a meter en el río pero al final solo te mojas los pies. A la una está puesta la mesa. Esto parece un día de fiesta. Hemos imaginado bien.

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