La comida y el amor se convierte en el centro del confinamiento en este desierto de los tártaros
Estos días, nos salva el hedonismo casero, el más básico. Nos entregamos a los caprichos de la piel y de la gastronomía, como los niños a los charcos.
Que España es sinónimo de bar, ya lo sospechábamos. ¿Os acordáis de aquellas barras atestadas de gente, un aliento en la nuca, un codo en las costillas, tu manga manchada de cerveza y escabeche? Ay, qué tiempos aquellos.
Que tal vez no somos bebedores sociales también lo sospechábamos, estamos teniendo la oportunidad de comprobarlo: esa desazón al caer la tarde, esa alegría cuando la cerveza o el vino con sus miles de patas felices recorren tu garganta.
Que existía otra vida, la microscópica, más allá de los ácaros en el colchón, también lo sospechábamos. Una vida secreta que transcurre por manos, bocas, orificios de humedad, de pronto en primer plano. La ruta invisible del contagio, del contacto humano, que es pura vida, para nosotros y para los virus.
Sospechábamos así mismo que tal vez no exageraban tanto con eso del carácter mediterráneo, gritos, afición a la hipérbole, al besuqueo y al abrazo. ¿No todo el mundo es así? No, no todo el mundo era así, descubrimos los días previos a la cuarentena, mientras tratábamos de contener a duras penas los brazos ante los nuestros, como oficiales nazis escondidos en algún lugar de la selva argentina.
Pero lo que ha demostrado este confinamiento por encima de cualquier cosa -obviando el misterioso caso del papel de váter, no entro en oscuras parafilias- es que la comida está en el centro mismo de nuestras vidas, y no solo por cuestiones obvias de supervivencia, sino porque de ella se deriva el hedonismo más básico, el que, junto con el sexo -cómanse a sus parejas al menos una vez al día- nos salvará la cuarentena.
Y es que casi todo en este encierro acaba orbitando en torno a la comida: las salidas, la subsistencia, el ocio, el disfrute.
En casa, en estos días, hemos hecho crêpes con los niños, un masterchef de pollo, Kike nos ha enseñado a preparar un puchero tan completo que casi llamamos a Noé para que preservara los ingredientes en su arca. El vinito o la cerveza de las ocho con algo de picar no han faltado cada tarde, como un maravilloso pico en esta curva de desidia.
No hemos perdonado gintonics, chocolates y caprichos, como si no hubiera un mañana. Hemos llegado a pensar que no se vive tan mal así, sin un mañana, sin la culpa en definitiva.
La comida está en el centro mismo de nuestras vidas, y no solo por cuestiones obvias de supervivencia
Es lo que tiene el estado de alarma, la guerra o el enamoramiento, que el mundo, sin pasado ni futuro, parece recién inventado, y lo observemos con cierto extrañamiento, como un alienígena acabado de aterrizar, algo profundamente literario por otra parte.
Como Cortázar, seríamos capaces de escribir unas instrucciones para llorar, o para subir una escalera, o para aplaudir en el balcón.
Estos días huérfanos, la realidad se nos vuelve más clara y a la vez más profunda, como las aguas de Venecia. Las emociones se extreman. Yo lloro cada día a las 8 cuando salimos al balcón con los vecinos, un poco por emoción, un poco por vergüenza. Como cuando veo uno de esos programas de testimonios en la televisión.
Y paso del lloro y la hermandad- esto lo superamos unidos-, a un descreimiento cínico tan de nuestro siglo -y los autónomos, qué, ja-. Y de ahí a la risa, a mandar mensajes desopilantes, un poco como Joker ahora que caigo. Por fin vi Joker -ya advertí que hasta a un after llego tarde- y entendí perfectamente que al final del pasillo del sufrimiento hay un plató de un late night.
Posee cierta verdad esta vida de espera, somos algo mejores mientras esperamos. Los pájaros cada vez cantan más fuerte, los vecinos pían cada día más, a la palabra rutina le han crecido brotes nostálgicos.
Me acuerdo del capitán Drogo de El desierto de los tártaros, recién salido de la escuela militar, destinado a una fortaleza situada en una zona fronteriza del desierto con la misión de sofocar cualquier ataque de los tártaros. Pero la fortaleza es una ruina que se mantiene casi por inercia, por un improbable porsiacaso y Drogo se pasa la vida entera esperando una amenaza que no llega, soñando con un ataque que lo convierta en héroe.
Envejece. Lo único que llega es el tiempo, puntual -a él no le afectan huelgas, virus ni cuarentenas-, un tiempo que parece detenido pero que corre a un ritmo endiablado, como una nube en un día sin viento.
Hay en ese drama una belleza indescriptible, y un resumen universal, la existencia como el contraste entre esa épica imaginada y un apacible aburrimiento.
La vida no se compone en tres cuartas partes de agua sino de espera.
Los tártaros al final no trajeron más que salsa, pero Drogo mantuvo la esperanza, y esa fue su mayor heroicidad.
Estos son días de espera, es decir, de mantener la esperanza. Saldremos de esta, puede que directos al endocrino o a Alcohólicos Anónimos, puede que ya sin corona, o sin trabajo, pero saldremos.