¿Podrías comerte un pollo que has visto desplumar? ¿Estás dispuesto a cambiar los cubiertos por las manos? Marruecos es un país que te obliga a redefinir tus límites. La recompensa para los temerarios es un nuevo horizonte de sabores
VALÈNCIA. Olvida todo lo que creías saber. La cultura occidental no te servirá de mucho para desenvolverte en un país árabe hasta la médula. Con un latido frenético, casi arrítmico. El territorio marroquí ha sido pisoteado por un sinfín de colonias europeas, y se ha nutrido de ellas, pero su esencia autóctona emerge con fuerza desde lo más profundo de las dunas. Solo hay que fijarse en Marrakech, la capital turística, pero también la estampa clásica. El marrón polvoriento del desierto, salpicado por los infinitos colores de los tenderetes, conforman una ciudad siempre en efervescencia. El delirio lo completan las nubes de calor abrasador, los gritos de los comerciantes y los aromas de las especias flotando en el aire.
Si el propósito es vivir el cuento de Las mil y una noches, se pueden agotar las horas a los pies de una piscina, bajo la sombra de una palmera, o en el patio de azulejos de una riad, casa de huéspedes que constituye el alojamiento clásico marroquí. También regalarse un masaje en un hammam, conocido como baño turco. Pero si el propósito es vivir Marrakech, la auténtica, entonces habrá que salir a la arena, mancharse las manos, pringarse las zapatillas; dejarse llevar por el laberinto de tiendas del zoco, perderse por los callejones de la Medina, y no preguntarse demasiado dónde estás o dónde acabarás. Esto va de hablar con la gente y mirarla fijamente a los ojos; de evitar que te engañen, por momentos permitirlo, e incluso engañar en cierta medida; de explorar en busca del corazón urbano.
Marrakech no es una ciudad de grandes monumentos. Que los tiene, por supuesto, como la orgullosa mezquita Koutoubia o la delicada madraza el Ben Youssef. Marrakech es, ante todo, una ciudad de personas. Personas que no viven como tú, tampoco como yo, sino que lo hacen todo a su manera, con la maraña de emociones que esto suscita en el turista. Sobrecoge la llamada a la oración, agota lo apurado del regateo, intimida la mirada de los hombres. Se siente incluso el miedo al transitar callejones estrechos por los que discurren decenas de viandantes, cuatro motocicletas y algún burro de carga. También agobio, mientras la nuca gotea sudor y un niño te pide dinero por indicarte una dirección.
Estás muy lejos de casa, así que la solución siempre pasa por cerrar los ojos y dejarse llevar. Por echar los escrúpulos a un lado. En especial cuando un hombre con las manos muy negras te ofrezca su mejor hogaza de pan y la rellene de carne especiada con ingredientes que ni sabes pronunciar. O cuando te sirvan una taza de té humeante al cruzar el umbral de una casa, sin importar que la temperatura exterior supere los 30 grados. Prueba la fruta de los puestos callejeros, compra especias de todos los colores y recibe la hospitalidad de los ciudadanos. Porque comer en Marrakech, más que en ninguna parte, es una manera de vivir.
Lo más sorprendente es empezar sin ninguna sorpresa. La tradición árabe se asemeja a la española, pero especialmente a la francesa, en el ritual del desayuno. El dispendio puede ser tan sencillo o complicado como guste el comensal. Un poco de café, un poco de zumo, tal vez fruta, quizá tostadas, en ocasiones hasta pancakes y pastelería de impronta europea. De haber salado, se cuentan el jamón, las tortillas, las aceitunas. Pero ahora vienen los matices.
El zumo de naranja siempre es recién exprimido y las confituras para las tostadas se preparan con ingredientes naturales. Son habituales las macedonias. La fruta también puede aparecer en pieza completa, con el único requisito de que sea de temporada, desde exóticos higos y dátiles, a corrientes manzanas y plátanos. Luego está la miel, que aporta el brillo, ya sea servida por sí sola, o como parte esencial de la pastelería autóctona.
El peso siempre recae en el pan, muy diferente a lo esperado. Lejos de la barra tradicional, las masas marroquíes tienen forma redondeada y resultan poco esponjosas. Pueden estar elaboradas a base maíz, de cebada, de trigo duro, de sémola. Como toque particular, casi siempre llevan alguna semilla por la superficie. Pueden adquirir forma de khubz, algo más grande que una pita, o de baghrir, una suerte de creppe notoriamente agujereado.
Casi todos los riads suelen incluir el desayuno en sus tarifas, pero de no ser así, nada mejor que dejarse arrastrar por los aromas callejeros para empezar una nueva jornada. Escuchar al estómago, olvidarse de los remilgos. Marrakech es un espectáculo de colores a primera hora del día, cuando los comerciantes andan exaltados por dar salida al género. Sin dejarse engañar por el primer vistazo a la fruta, porque no hay producto más natural que el que va de la mano del agricultor a la del tendero. Eso sí, es importante vigilar que el zumo natural no lo corten con agua y regatear convenientemente, también por la comida.
El menú clásico de la cocina marroquí se compone de una ensalada ligera, un cuscús de verduras y un tajine de carne. A partir de aquí, los platos bailan. Se puede alterar el orden, cambiar los ingredientes, incluso innovar en la elaboración; pero siempre se debe especiar el resultado para obtener color y sabor. A las especias marroquíes les dedicaremos un aparte. Pero una buena manera de aproximarse a la gastronomía local es participar en alguno de los talleres de cocina que se imparten en los hoteles de la ciudad, adaptados tanto para profesionales como para principiantes. El de Le Maison Arabe se realiza desde hace más de 30 años y está dirigido por una dadá, o lo que es igual, una cocinera tradicional auténtica.
El cuscús es para los marroquíes lo que el arroz para los japoneses: la sémola de trigo constituye un pilar fundamental de la alimentación local. Y aunque en casi todos los hogares se prepara de manera diaria como guarnición, la receta más elaborada se reserva para los viernes, que es el día sagrado de la religión musulmana y el momento clave de la reunión familiar. Es entonces cuando se invierten cerca de cuatro horas en su preparación. Hay que hervir las verduras, guisar la carne, dejar que el estofado tome cuerpo y esperar a que los sabores se transmitan entre los platos. Muy lejos de la tradición francesa, donde el cuscús se aproxima al guiso, aquí se busca la pasta seca y aromática. Es recomendable probarlo en Tiznit (en la plaza Jemâa el-Fna) o Amal (algo más retirado).
El otro imprescindible es el tajine, que debe su nombre al recipiente en el que se prepara, hecho de barro cocido y con una característica forma cónica. Esto le permite concentrar los sabores sin resecar los ingredientes; inestimable muestra de sabiduría bereber. Por lo general, la receta suele ser de carne de pollo, cordero o ternera; pero también hay de pescado, con atún o sardina; e incluso preparados íntegramente vegetarianos y con aceite de Argán. Habituales son las pasas, las ciruelas, las aceitunas o el membrillo. En un rango de precios más elevados, merece la pena la degustación en Maison MK o Naranj.
El postre suele ser a base de fruta y de té, pero (Y ESTO ES CLAVE) hay lugar para el dulce en Marruecos. La Patisserie des Princes, en pleno pasaje Prince Moulay Rachid, ofrece un buen muestrario de todas las variedades que pasan por los obradores africanos, donde los ingredientes son bien diferentes. Di adiós al chocolate y a las cremas. Aquí los protagonistas son los hojaldres, las almendras y la miel; también los frutos dulces, como los dátiles y los higos. Así es como se va enredando el laberinto de variedades secas, pero tan dispares como las baklavas, las ghoriba, los briwat o los mamowl. No te preocupes por los nombres, te bastará con señalar. Tampoco por las abejas, están por todo el escaparate y son inofensivas.
Cae la noche sobre la Medina, suena la penúltima llamada a la oración y los comerciantes comienzan a desmontar los tenderetes. A las ocho de la tarde, el discurrir de motos, toldos y burros es frenético. Ha llegado la hora de cenar, porque de esperar un poco más, todos los establecimientos estarán cerrados. Cualquiera de las terrazas con vista a la plaza Jemaa El Fna es una buena idea, no solo por la comida (cuyo precio es asequible), sino sobre todo por el crepúsculo. Alrededor de este epicentro palpita la ciudad, especialmente bonita cuando se encienden las luces. Otros entornos agradables son el pato interior de Dar Mimoun, con música en directo, o el salón de Libzar, de vocación notablemente más moderna.
Para despedir el día es posible repetir la combinación de cuscús y tajine, o al menos una de sus partes, pero conviene dosificar los homenajes para dar tregua a las digestiones. Si hace frío, que a veces lo hace en Marrakech, es tradicional la sopa Harira. Se elabora a base de legumbres, verdura y huevo; pero siempre con comino, jengibre y mucho azafrán. Resulta altamente calórica. Otra opción habitual son las brochetas. Es recomendable la variedad de kefta, una suerte de carne picada que puede encontrarse también en formato de bocadillo, al más puro estilo low cost. Las variedades son múltiples y, sobre todo, sabrosas.
Los intrépidos deberían pasearse por los puestos callejeros de Jemaa El Fna, esos que en lugar de nombre están identificados por el número (el 14, el 24...) . Si los turistas consiguen sobrevivir a los vendedores que les reclaman, y no espantarse por las condiciones en las que se prepara la comida, tal vez alcancen la gloria. La hay en forma de carne o pescado a la brasa, con fuerte especias combinadas. También se sirven cazuelas gigantes de caracoles.
Hablar de té, y además verde, es hablar de Marruecos. El país africano es uno de los mayores importadores del mundo, especialmente de té de menta, que se prepara con una rama natural introducida en el recipiente. Más allá de su efecto digestivo, incluso de su potencial gastronómico, la importancia reside en la simbología cultural. Se puede servir en el desayuno, la comida o la cena; incluso entre comidas, simplemente como tentempié o a medianoche. Constituye liturgia, ritual, arte. Un vestigio británico que la sociedad marroquí ha interiorizado hasta convertirlo en parte esencial de su personalidad hospitalaria.
Todo anfitrión lo dispensa a sus invitados en el salón de casa, durante una ceremonia coreografiada con absoluto mimo, que suele dirigir el cabeza de familia y puede implicar hasta una hora de duración. Negarse a participar supone una afrenta. Para cuando se reparte la vajilla, habitualmente plateada y ornamentada con motivos árabes, también se sirven las pastas almendradas, que son duras y caseras.
No equivoques lo pasos. El primer vaso nunca se bebe porque está amargo. El segundo se devuelve a la tetera para potenciar los sabores. A continuación, se sirve al resto de invitados por orden de importancia. Se bebe despacio, saboreando cada uno de los tragos. Nada queda al azar en el país del caos, al menos cuando se trata de servir el té.