VALÈNCIA. Tengo que volver para disfrutarla con más sosiego porque únicamente la he podido visitar a un paso más que ágil, gracias a la hospitalidad de Pablo González, director del Museo de Bellas Artes, que nos improvisó un pase a “vuelapluma”-aunque excelentemente explicada- antes de su inauguración. Les recomiendo que ustedes también lo hagan; la visita sosegada me refiero. En primer lugar, nos alegramos de que, aunque sea a cuentagotas, la programación de la Capitalidad Mundial del Diseño de este año 2022, incluya eventos que miren al diseño del pasado que hubo mucho y excelente, y en casos concretos, como el que nos ocupa, el diseño actual de, la indumentaria valenciana, es consecuencia directa de aquel que se pergeñó intelectualmente en el siglo XVIII. Vayamos al asunto: el Museo de Bellas Artes de València ha echado mano de su excelente fondo de armario, para invitarnos a viajar por el arte del diseño de flores aplicado a las telas y por ende a los trajes. La exposición, comisariada por el propio director del museo, tiene por título Diseño, Seda y Flores, y estará ocupando una de las salas temporales hasta el 11 de septiembre presentándose una selección de los más de cuatrocientos dibujos de esta temática con los que cuenta la institución. También se muestran óleos, telas y trajes. Así cerramos el círculo.
La traslación a los tejidos del tema floral y vegetal ancla sus orígenes en la baja Edad Media, aunque bien es cierto que la eclosión se produce al trasladar el arte de los bodegones que tanto se cultivaron en el ámbito de la pintura privada a lo largo y ancho del siglo XVII, siendo muchos de estos composiciones de temática exclusivamente floral, aunque también aparecieron como parte integrante de todo un conjunto de elementos o incluso en una escena a modo de bodegón “anecdótico” dentro de una composición narrativa, con personajes, mucho más compleja. Las flores, por tanto, como tema pictórico tiene sus orígenes en la consolidación del bodegón o naturaleza muerta como género diferenciado durante el citado siglo XVII. Los mejores ejemplos hay que hallarlos en la pintura holandesa y flamenca, y también en la napolitana algo después. España sin ser inicialmente mascarón de proa cobra paulatinamente importancia con autores como Van der Hamen, Tomás Hiepes, Pedro de Camprobín, y Juan Arellano.
Es indudable que el tema floral es uno de los motivos decorativos por antonomasia desde la Edad Media y hasta nuestros días por tratarse del exponente más colorista, en su gran variedad, que la naturaleza puede regalar a la vista. València, como es sabido, desarrolla durante el siglo XVIII una importante tradición textil a nivel europeo promovida desde la corte con la Real Fábrica de Seda, Oro y Plata en 1753. Una tradición que ya venía de atrás si tenemos en cuenta la existencia de la Lonja de la Seda desde hacía más de dos siglos. Es en el Siglo de las Luces cuando explota el desarrollo de toda una industria con la llegada incluso de maestros franceses y con la implantación de cientos de telares en el barrio de Velluters, intramuros de la ciudad. La potencia e institucionalización de toda esta “industria” y el empleo de la temática floral de forma casi exclusiva creando intelectualmente modelos decorativos “valencianos”, al margen de las creaciones genuinamente francesas, provocó que creara en el siglo XVIII, concretamente en 1778, la Escuela de Flores y Ornatos, para unir el arte creativo con la ejecución artesanal. La Escuela recibió el espaldarazo nada menos que de la Real Academia de Bellas Artes de San Carlos de València, creándose en primera instancia, si hablamos con propiedad, la llamada Sala de Flores y Ornatos con el fin de promover una especialización en los estudios y formar un tipo de pintor especializado en estos diseños. Un modelo en que arte y empresa se daban la mano al elaborar un arte con finalidad eminentemente práctica y lucrativa, ya que con sus dibujos surtirían de diseños autóctonos y “contemporáneos” a los sederos que a partir de estos patrones elaborarían las lujosas sedas valencianas.
Algo debió suceder para que de una Sala se pasara, superando algunas resistencias, al poco, a toda una Escuela igualándose jerárquicamente al resto de secciones de la Academia. Ese algo se llama éxito comercial, que convirtió en el siglo XVIII a Val`ncia en el principal centro de elaboración y comercialización de España. La razón de este éxito hay que hallarla en las modas decorativas que, con el cambio de dinastía y la llegada de los Borbones, provienen de Francia y de Italia De este incremento en el peso específico de la Escuela de Flores en la academia valenciana provocó que surgieran los primeros grandes pintores cuyas obras iban más allá del “utilitarismo” del diseño destinado a a los tejidos, lo que muy a buen seguro les aseguraba una necesaria estabilidad económica. Entre estos Benito Espinós, quien fuera director de la escuela, toda una personalidad intelectualmente hablando, es posiblemente, hoy en día, el pintor de flores valenciano más reconocido y cotizado incluso fuera de nuestras fronteras, José Romá, formado con el primero y por Vicente López, José Antonio Zapata, Vicente Castelló y Amat o Felipe Parra. En muchos casos estos artistas consagrados en la pintura de caballete trasladaron al cartón esta representación naturalista para ser reproducida en los telares, a los tejidos que lucirían hombres y mujeres en ambientes apropiados para la ocasión. Hoy prácticamente desaparecida toda aquella “industria artesana” únicamente la empresa Garín, fundada en 1820, elabora en telares no mecánicos situados en Moncada, y con modelos del siglo XVIII, sedas, tal como se hacían hace 200 años. Mi reconocimiento y que siga por mucho tiempo.