Otra entrega de imposibles: comer cerca del cementerio municipal de València. En ritos mortuorios de al menos la religión mayoritaria imperante en nuestro país, o sea, el catolicismo, despedir a los difuntos da hambre.
La gula no sólo entra con la religión católica —donde por cierto, es pecado—. Los antiguos hebreos practicaban la ceremonia fúnebre de ‘la comida de difunto’. Consistía en preparar una comida sobre la tumba del que se acababa de inhumar o en su casa, después de los funerales. Dicen los textos sagrados que Tobías exhortaba a su hijo para que pusiera su pan en la sepultura del justo y a que no comiera con los pecadores. Algo así como el apartheid moral sobre el mantel. O la mesa de los niños, ahí arrinconada y surtida de ganchitos y nuggets, y papas y macarrones con tomate y carne, y lo que sea que ahora sustituya a los san jacobos.
Los judíos distinguían entre dos clases de comida de difunto: la primera, tras los funerales. Encuentro que se realizaba aún con el cuerpo caliente y en el que se obligaba a los comensales a a purificarse, aunque no hubieran tocado el cadáver. La segunda celebración se realizaba cuando finalizaba el duelo. Esta cita la repetían año tras año porque cualquier excusa es buena para comer en vida. (Cualquier excusa es buena para brindar por los muertos).
A casi un mes del Día de Todos los Santos, vaticino que la cafetería del cementerio general de València abrirá y hará su agosto en noviembre (no como el último miércoles de septiembre, en el que Kike Taberner se encontró la cafetería cerrada. La zona estaba mortecina, me dijo). Las exequias bien pasan por almorzar en el camposanto o comer uno de los publicitados arroces al horno en paella del bar del cementerio.
En su día, el maestro de almorzar Esmorzaret (Joan Ruíz) fue a probar la santa oferta de este local armado con vitrina, carta de bocadillos, platos combinados y menú diario y dice que se le abrieron las puertas del paraíso con un bocadillo especial que le hicieron después de llorar un poco: el chivita, un chivito pero en el que en lugar de lomo lleva pechuga a la brasa.
Al igual que la terraza de esta cafetería, el barrio de San Marcelino, donde se encuentra el cementerio, es TRANQUILO. San Marcelino forma parte de la España del toldo verde. De San Marcelino (, porque por alguna razón me resulta más congruente decir el nombre del barrio en valenciano, aunque la mayoría de sus habitantes son castellanoparlantes) hace un par de años dije que “Da la sensación de que el urbanismo se ha detenido aquí. En la calle hay más persianas bajadas que comercios con clientes. Cemento y ladrillo visto —ese amarillento que surca España de comunidad autónoma en comunidad autónoma, siempre en barrios obreros nacidos de la explosión demográfica— en lugar de vegetación y zonas de encuentro vecinal. Amabilidad no es el sustantivo que se desprende de este barrio”. Sant Marcel·lí forma parte de la España del toldo verde, concepto sobre lo español acuñado por el investigador en la Universidad Carlos III Pablo Arboleda. Esta España nuestra está formada por barrios que podrían estar en cualquier ciudad, son los hijos feuchos del tardofranquismo que en su momento brillaban con la luz de quien consigue una beca Fullbright habiendo nacido bajo techos bajos de materiales baratos, que es algo así como el techo de cristal, pero con la placa del Instituto Nacional de la Vivienda.
La innovación no es otra cosa que la destrucción creativa del capitalismo. No en vano, Joseph Alois Schumpeter fue el señor que difundió ambas ideas. Si innovar es introducir novedades y modificar elementos ya existentes con el fin de mejorarlos, el bar de la esquina de bravas, ensaladilla rusa y cubo de quintos, puede buscar su pervivencia convirtiéndose en “PokeMoon, poke para llevar y a domicilio”. Hazte con todas las tendencias gastronómicas de hace un par de años dónde y siempre que quieras. Esto es más bueno que malo, porque tras el sepelio, el cuerpo se queda frío y antes sashimi que cocido, aunque en Galicia la tradición manda comer callos con garbanzos, y los vecinos se pasean hasta la casa de la persona difunta cargando ollas que pesan como un muerto (perdón, los chistes son inevitables, es la reacción catártica en momentos de tensión).
No todo son duelos y quebrantos (plato tradicional que aparece en Don Quijote de la Mancha, cuenta la historia que iban mal de tiempo los asistentes a un velatorio e hicieron una espardenyà: mezclaron sobras de lo que había por la casa para que todos pudieran cenar. Huevo revuelto, chorizo y tocino de cerdo entreverado. Todo a la sartén y unas líneas de Calderón de la Barca en su obra El pésame de la viuda: "Unos huevos y torreznos / haz que para una cuitada, / triste, mísera viuda, / huevos y torreznos bastan, / que son duelos y quebrantos".
Quebrantos rima con Barbados, que no es que esté en Sant Marcel·lí, pero pilla cerca. Y las penas, con cañaillas y merluza rellena de centollo, se olvidan.