Hay una València gastronómica que ya no volverá y va siendo hora de aceptarlo
Yo recuerdo las bravas y los mejillones de la Pilarica como el mejor momento de la semana; tenía veintipocos años, no me interesaba una mierda la gastronomía y aquellas bravas me parecían el mejor manjar sobre la tierra. Quizá es que lo era.
Finales de los noventa y principios de este siglo; hablo de entonces, de aquel impasse maravilloso —era entonces València aquella ciudad todavía taciturna a puntito de creerse una Dubái festivalera, decadente y narcisista. La America's Cup fue en 2007 y quizá el punto álgido del castillo de naipes que todavía se anda cayendo a pedazos; pero antes, esta ciudad todavía era un paraíso tranquilo, a punto de ser "bombardeado con cemento y ladrillos" (Manuel Vicent).
“Uno de los mejores restaurantes de producto del mundo”, palabra de un tres Estrellas refiriéndose a Ca Sento, el templo del Cabanyal-Canyameral: qué felices fuimos en Sento. También lo fuimos con cada una de las gambas rojas que los hermanos Seguí traían hasta el Canyar cada tarde desde la lonja de Dénia o con los cuartetos de jazz en aquel Ocho y Medio de Armando Gil (luego, en Gargantúa), allí empezó Manuela Romeralo sirviendo cócteles en aquel local que tan bien definió una época.
El champán a media tarde desde la terraza de Los Girasoles de Joaquim Koerpe en Moraira, el All i Pebre en el Rincón del Faro de Vicent Ballester en Puçol y el steak tartar (ahí siguen, benditos sean) de Eladio en la calle Xiva. El paseo desde las Mantequerías Vicente Castillo —esquina Ruzafa con Gran Vía Marqués del Turia, hasta las Añadas de España de José Bacete Cardós cargados de quesos, vinos y hedonismo. Hoy hay un Mango.
Todas propuestas honestas y profundamente mediterráneas. Genuinas y sin complejos. Sin necesidad de artificios ni mestizajes ni discursos engolados: porque no hacía falta. Era su cocina quien hablaba.
Algunos todavía resisten (“quien resiste, gana” en la tumba de Cela) y es que pocas cosas más emotivas que volver a la barra de Aragón 58, el bocadillo de calamares de Erajoma o el bacalao al pil pil de Leixuri. A los arroces de Casa Salvador, la barra del Maipi o las pequeñas locuras de Bernd H. Knöller. Pero hay que ser realista, y no hace falta ser Nostradamus para intuir que las trincheras gastronómicas de esta generación de millennials y youtubers poco tienen que ver con lo de ahí arriba. El planeta Glovo (hamburguesas y kebabs), el sushi a domicilio y las tartas de colores; smoothie bowls, helados con un millón de toppings y quinoa hasta en la sopa. Mi sobrino tiene doce años y me mira raro cuando chupo la cabeza de la gamba.
¿El futuro? Que un día tendrá razón Eugenio Viñas: “subidos al balcón del Ayuntamiento, los turistas podrán ver todas las franquicias del mundo”.