El otro día estaba con un amigo holandés en la barra del Saxo, comiendo tomate del Perelló con ventresca, jamoncito de Guijuelo y un poco de morteruelo (muerteduelo en holandés), y detrás de nosotros, un grupo español de cuatro o cinco personas, alegre, dicharachero, con voces manifiestamente españolas, de barítono tras hacer gárgaras.
El caso es que no había nadie más en el local y a medida que avanzaba la noche, el murmullo iba espesándose y las voces liberándose de sus velos cual odaliscas desenfrenadas. En un momento dado- era martes o miércoles y había llovido- , dije algo así como:
- La soledad es solo un pensamiento, pero un pensamiento tan doloroso a veces.
Jajaja. Sonaron risas enlatadas de fondo. Risas estruendosas.
- Tal vez la poligamia mitigue ese pensamiento- respondió él.
Jajajaja. Más risas enlatadas. De un público absolutamente entregado a esa sitcom americana que parecía firmada por Beckett, siendo nosotros los actores, y el público la vida misma riéndose sin compasión a nuestra espalda. Le dieron un toque tragicómico al discurso, desviándolo de su sentido original, lo cual, no me negarás, resulta siempre literario.
Por supuesto, a nadie le importaba un comino lo que decíamos.
Y sin embargo, los españoles somos seres sociables por naturaleza, nos gusta compartir, compartir nuestra música en los semáforos, nuestro dinero público en los antros, con los amiguetes, nuestra voz en los bares. ¿Pero debe necesariamente formar eso parte de nuestra cultura, es obligado ir a los locales a gritar, convertirlos en salas blancas acolchadas donde desfogarnos hasta que las cuerdas vocales se nos queden como zarajos tras tres días en el mostrador?
En este caso, no había mucha gente, eran solo unas ráfagas de humanidad golpeando los oídos de forma intermitente. Pero en espacios más concurridos, eso que llaman “efecto café” acaba atrapándote, el crecimiento exponencial del ruido te va engullendo hasta que te encuentras de pronto en una película de acción, en ese momento en el que hay que saltar del portaviones, en medio de un ruido ensordecedor que te vuela la cabeza, y miras a tu acompañante y le gritas: ¿pero cómo he llegado yo aquí si solo quería unas bravas?
Y saltas al vacío.
Hacemos ruido, mucho ruido, cantidades ingentes de ruido. Somos ruido y algo de furia, ruido y alguna nuez. Sobre todo ruido. Según la OMS (que es esa interjección que te obliga a taparte la boca con una mano) España es el segundo país más ruidoso del mundo, tras Japón, lo cual me sorprende bastante porque siempre he tenido a los japoneses por tímidos, por no saber decir no, y por agachar la cabeza, igual que yo.
El caso es que un país como el nuestro, que cuida extraordinariamente su gastronomía, descuida la calidad acústica de sus bares y restaurantes, ahora que caigo igual que Japón, por lo que se me ocurre que alguna prestigiosa universidad debería ponerse ya a hacer un sesudo estudio que relacione de forma impepinable las capacidades de chillar y cocinar.
Hay esperanza no obstante. Lo demuestran aplicaciones como iHearu (léase Aijeryu, te oigo) que permiten saber qué clase de ambiente vas a encontrarte en un restaurante, si has de llevar tapones o altavoz de bolsillo para comunicarte con tu acompañante, o si podrás disfrutar de una velada tranquila. La aplicación crea una base de datos de decibelios que se alimenta con las grabaciones que envían los usuarios a través de su móvil. No es infalible pero al menos da medida de que la acústica empieza a ser importante a la hora de escoger restaurante
La web española comer sin ruido también ofrece una guía de locales sonoramente saludables.
Pero la correcta insonorización del espacio no es el único aspecto que entra en juego en la acústica gastronómica. Algunos locales optan por el hilo musical, y cuando digo optan, dejo fuera a Pedro Piqueras a toda virolla fundido con el ruido de la tragaperras, un, dos, tres, avance o a Cadena Dial. Música jazz, recreación suave de clásicos modernos, o música lounge que no sé exactamente qué es pero suena exactamente a eso.
Música o silencio, el criterio no es claro: los puristas se decantan por lo segundo, que si no se come en los conciertos, ¿por qué hay que escuchar música en los restaurantes? Otros que según: si es un bar de tapas sí, si es un gastronómico, no.
Otros defienden que la música puede estimular el apetito y además amortigua ruidos indeseables como el choque de cubiertos o los comentarios de cocina.
Lo que conviene, parece, es huir de los extremos: de ese discjokey plantado en medio del restaurante para reforzar esa idea de juventud y desenfado que tanto triunfa ahora. No importa que vayas con tu tía abuela de 97 años, el camarero te saludará: ¿qué tal chicas? y te ofrecerá: ¿unas tapitas, unas cositas al centro?, le faltará ponerte el babero y hacerte el avioncito. Por supuesto, te colocaré cerca del dj porque total los tímpanos de tu tía abuela son inmunes.
En el otro extremo: el silencio total, los restaurantes-monasterio de retiro espiritual, donde hablas en susurros, temiendo cometer algún error de sintaxis que quede flotando en el aire, donde se te cae un tenedor y esperas la regla de la monja superiora cayendo sin piedad sobre tu mano.
No todo el mundo soporta el silencio. En Minessota, los laboratorios Orfield, han construido una cámara anecoica que absorbe el 99,99 % de los sonidos. Una habitación donde no se oye absolutamente nada.
Ningún ser humano ha logrado permanecer en ella más de 45 minutos sin volverse loco.
Al parecer, ante la ausencia total de ruido, el oído hace todo lo posible por localizar una fuente de sonido y empieza a escuchar su propio cuerpo, a mirarse compulsivamente hacia dentro, lo que resulta insoportable y altamente perjudicial para la salud, sobre todo en hombres, por la falta de costumbre.
Es el clásico: yo la primera noche en el campo no pego ojo pero elevado a la enésima potencia.
En fin que ni tanto ni tan calvo. Seamos un poco españoles en decibelios pero reneguemos también de serlo, que en el fondo, si lo piensas, es lo más español que se puede ser.