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Inmaduros gastronómicos

No entiendo a la gente que no come de todo, aquellos que antes morirían que meterse en la boca una aceituna, un piñón o un trozo de hígado. Adultos que escupen si les dices que eso lleva pimiento. Me desconciertan.

| 16/09/2016 | 4 min, 48 seg

¿Acaso atacan algunos alimentos? ¿Contienen microbombas de racimo que estallan dentro?

He llegado a la conclusión de que es una cuestión de inmadurez gastronómica, de no superación de alguna fase anal, o bucal, o algo. Convencida como estoy de que la madurez atempera el gusto, que la edad quita esperanza y desesperación a partes iguales, nos provee de un registro más amplio de tolerancia aunque por dentro nuestras preferencias se reafirmen, cuando me topo con un adulto inmaduro gastronómicamente hablando, me dan ganas de mandarlo a la cama sin cenar. Y ojo que no le quite la Play.

¿No vivimos ya rodeados de suficientes  limitaciones, algunas insoslayables como las de salud -que si, diabéticos, celiacos, alérgicos-  otras las culturales, casi tan difíciles de superar, por estar escritas apretando fuerte en nuestro adn?

Porque no es algo bonito comerse un perro aquí, no lo es. En China, que está tan lejos en todos los sentidos, puede, pero no aquí, aquí no.  Y sin embargo, en una entrevista de 2006, Enrique de Dinamarca se declaraba amante de los perros, y de su carne, que comparaba con la de pollo. Y parece ser que Suiza, ese país tan cuco, donde el voto femenino llegó en 1971, no es tabú de comer carne de perro. Y en Alemania hace apenas un siglo, en ciudades como Dresde o Chemnitz, aún existían mataderos de perros.

La gamba roja de Denia, una delicia para nosotros, y un signo de garrula ostentación para el potentado valensianot es algo realmente asqueroso para los árabes. Nosotros sentimos algo parecido ante las larvas de avispa que comen en Japón, las orugas y escarabajos en África, los chapulines en México, las hormigas culonas en Colombia o el queso casumarzu en Cerdeña que se sirve con larvas vivas de insecto. Pero comemos alegremente ranas y caracoles.

Mucho más poético es el tabú de algunas culturas de no comerse las aves cantoras, sólo las cantoras.

Y la cosa no acaba aquí. Además de las culturales, están las limitaciones religiosas, alimentos que te llevan directamente al infierno desde la sobremesa.

En general hay que decir que la iglesia y la carne nunca se han llevado bien, metafórica y literalmente hablando. Entre otras cosas, la Biblia dice: “No mezclarás la leche con la carne”, en clara alusión a eso de lo que siempre está hablando la iglesia pero que no se puede nombrar en ningún caso ni tampoco pensar en ello.

¿De dónde viene esa obsesión de la iglesia por considerar pecaminosa la carne?

De lejos, sin duda. El emperador Constantino, el primer emperador cristiano, ya prohibió en el siglo IV la fabricación de salchichas por decreto ley. Y es que las salchichas eran alimentos ensalzados por los antiguos romanos. En las fiestas en honor a Lupercus, dios de los pastores, los adolescentes eran introducidos en la vida adulta mediante un rito en el que la salchicha jugaba un papel muy importante que nada tenía que ver con el culinario, o al menos solo con una parte de la palabra.

La iglesia católica ha ido aflojando su exigencia de abstinencia de carne que ha pasado de los más de 180 días al año, a los miércoles y viernes de Cuaresma, y la Semana Santa. Eso sí, el resto de los viernes se exime de comer carne siempre que se sustituya por un rosario o una misa.

La prohibición de las religiones semitas a la carne de cerdo continúa sin embargo plenamente vigente. La frontera entre culturas tiene, hoy como entonces, la forma de una pata de jamón. Tras la reconquista y la expulsión de moriscos y judíos, ya Cervantes escribía: “exhibir un trozo de jamón o añejo de tocino en el zurrón era el mejor salvoconducto para viajar por las Españas”. El refranero popular lo corroboraba: “Más judíos hizo cristianos el tocino y el jamón que la Santa Inquisición”.

Algunos autores  apuntan a que la prohibición de comer cerdo responde a razones muchos más pragmáticas, ya que la cría de cerdo constituía una amenaza para los ecosistemas de Oriente Medio. El cerdo no da leche y tampoco es capaz de andar largas distancias. Además, por ser omnívoro entra en competencia con la propia alimentación humana. Los rumiantes por tanto eran mucho más apropiados para los desiertos, oasis y tierras de secano.

La lista de alimentos prohibidos por las religiones es larga: en el judaísmo, el marisco y los peces que no poseen  escamas y aletas, así como las aves impuras como el avestruz y el faisán, en el islam, todo animal que haya muerto de muerte natural, o la gelatina de cerdo, algo que contienen casi todos los conservantes que empiezan por E y que lleva a excluir una gran cantidad de alimentos.

Así que, ¿no es ya lo suficientemente complicado este mundo como para añadirle nuestros particulares tabúes, nuestras pequeñas miserias, nuestras supersticiones alrededor de ese monstruo llamado gusto?

Maduremos. Madurar empieza por tragar todo tipo de cosas, sí, las placenteras y las no tan placenteras. Ser capaz de comer sin disfrutar porque solo así será posible reconocer el verdadero placer cuando llega.

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