Tres lunas llenas es la primera novela de la divulgadora literaria Irene Rodrigo. Un libro que, de forma tan directa como poética, aborda las maternidades no normativas y la relación de las mujeres con sus cuerpos
VALÈNCIA. A la tercera fue la vencida. Irene Rodrigo, comunicadora, divulgadora literaria y escritora, explica que su debut literario, Tres lunas llenas, (Versátil, 2021) transitó distintas sendas hasta que los premios que otorga la Institució Alfons el Magnànim se cruzaron en su camino. Tras dos intentos frustrados en otras editoriales, Rodrigo presentó su obra al certamen que convoca el organismo sin demasiadas expectativas. Y una llamada, un día cualquiera («ni siquiera sabía cuándo se fallaba», admite), lo cambió todo: había ganado el Premio València Nova 2021.
Con Tres lunas llenas sobre la mesa, nos reunimos con Irene Rodrigo en la librería Bartleby de Ruzafa. La novela, que apenas tiene un mes de vida, se centra en Helena, una joven periodista que se aproxima a los 30 años y cuyo deseo es ser madre en solitario. Pese a ser firme en su deseo, experimenta muchas dudas, inquietudes y contradicciones en el proceso. La relación de las mujeres con su cuerpo, la menstruación o la libertad sexual son otros de los temas que se tratan en el libro. Hablamos con su autora, Irene Rodrigo, de todo ello.
—¿Por qué explorar un tema como la maternidad en solitario?
—A mí me apetecía explorar la maternidad porque siempre he tenido claro que quiero ser madre. Cuando empecé Tres llunas llenas tenía 29 años y sentía ese instinto bastante despierto –de hecho, lo sigo notando–. Era un tema que me apetecía explorar.
Por otro lado, y desde pequeña, sentía que la posibilidad de ser madre en solitario era una de las posibilidades: no la desechaba. Sin embargo, la maternidad en solitario está más aceptada, o parece socialmente más adecuada en el caso de las mujeres un poco más mayores, justo en ese momento de su vida en el que o tienen hijos ya, o no los van a poder tener. Si a eso se suma que no tienen pareja, parece que se ven abocadas a hacerlo solas. La maternidad en solitario se contempla, por tanto, como la última posibilidad cuando no puedes hacer nada más: una especie de fracaso. Y no tiene por qué ser así.
De todas formas, a mí no me apetecía tanto explorar eso: me interesaba más hablar del deseo de ser madre en solitario de una mujer joven; especialmente cuando todavía se considera que tiene posibilidades de encontrar una pareja con la que tener a sus hijos. Me parecía desafiante, y más apetecible, acercarme a la mentalidad de alguien que tuviera eso tan claro, pero que al mismo tiempo también experimentara contradicciones, miedos, dudas e incluso reticencias a comunicarlo a la gente de su entorno, más quizá por su propio juicio que por el de los demás.
—¿Por qué crees que hay tanto tabú al respecto?
—Tengo algunas amigas que son madres, con parejas heterosexuales, que me han llegado a decir que a veces se sienten madres solteras. Yo les he compartido que el libro, aunque lo escribí como ficción, me ha dado la idea de hacer como Helena y ser madre sola –aunque no sé si lo haré–. Y recuerdo alguna respuesta como: «Pues tampoco te creas que cambiará tanto, porque yo me siento madre soltera y sí estoy con alguien».
Pienso que queda mucho por hacer –y lo digo desde fuera, porque no soy madre– en la división de tareas en la crianza, en cuanto a la casa y demás… El peso de todo eso sigue recayendo fundamentalmente en las mujeres. De todas formas, desconozco el por qué la maternidad en solitario sigue siendo un tema tabú. Ha existido siempre de mil maneras. Ha habido madres solas a lo largo de la historia por todo tipo de motivos: por accidentes, porque lo han buscado, porque sus maridos han muerto o han desaparecido… Ha habido maternidad en solitario tanto voluntaria como involuntaria, pero se sigue percibiendo como un último recurso: la mujer que lo hace lo hace porque no ha podido lograr un hombre que quiera ser padre junto a ella.
El hecho de querer ser madre es una decisión superimportante y trascendente. Va a condicionar tanto el resto de tu vida, que no creo que se tenga que reducir a esto: a la última alternativa, o a «lo último» que te ha quedado.
—Algo de lo que se habla mucho en la novela es la menstruación. Frente a los anuncios donde la regla es de color azul, por poner solo un ejemplo, tú apuestas por un lenguaje crudo, pero al mismo tiempo poético.
—Cuando empecé la novela la maternidad en solitario era el núcleo. Pero, a medida que iba escribiendo, casi desde el principio, estaba la sangre –es más: el libro empieza así, con una escena de sangre–. La menstruación estaba presente, tenía que estarlo, no tanto por reivindicación, sino porque me parecía natural en esta historia. Durante los últimos años me he intentado reconciliar con mi cuerpo, con mi ciclicidad, con mi feminidad –sea lo que sea eso–, con mi menstruación; y en el momento en que escribí Tres lunas llenas pensaba mucho en eso. De forma orgánica, todo eso se coló, y ha colonizado un porcentaje importante de la historia.
A mí me bajó la regla cuando tenía la edad de la protagonista, 9 años. La escena no es igual que la que se describe en el libro cuando le sucede a ella, pero tiene bastantes similitudes. En general, todas hemos tenido una relación bastante negativa con la regla. Y en mi caso ha sido así hasta hace cinco años, cuando comencé a ser más consciente de los cambios que se producen en mi cuerpo, e intenté entenderlo y tratar de verlo desde una perspectiva más amable.
Se nos vende una perspectiva negativa de la menstruación, aunque no tengo claro por qué. La salud y el cuerpo de las mujeres siempre ha estado muy invisibilizado, y a nosotras mismas se nos ha negado el derecho a saber muchas cosas sobre nosotras mismas. Cualquier acercamiento que podamos hacer al tema de la menstruación o la relación con nuestros cuerpos desde el respeto… puede ayudar.
Yo era de las que decía que la regla era una mierda. Lo pensaba de verdad: «Si me duele, ¿cómo no va a ser una mierda?». Pero en realidad no estás viendo todo lo que hay detrás y todo de lo que te puedes beneficiar.
—El personaje de Natalia, la amiga de la protagonista, se ancla en el pasado más que en el presente cuando está a punto de cumplir los 30 años. ¿Crees que es algo que marca a nuestra generación, ese recurrir al pasado para no enfrentarnos a un presente o futuro que quizá no es como nos contaron?
—Sí lo he visto en mi entorno: tener la sensación de que no te da tiempo a vivir o a generar todas las experiencias que te han contado que podrías vivir. Recuerdo que mis padres, cuando me tuvieron a mí, ya tenían su carrera encaminada, una vida más o menos montada, una casa, un trabajo: después tocaba criar, tener hijos.
Nosotros vamos como pollo sin cabeza. Llega un momento en el que tenemos que elegir: o me centro en mi carrera y voy a tope con eso, o dejo mi carrera y me pongo a tener hijos. Sola, con alguien, o como sea; y además tienes que encontrar los recursos para mantener a esos hijos. Me da la sensación de que no puedes tenerlo todo: tiene que haber una renuncia.
No sé si es generacional o le pasa a todo el mundo. Desde luego, la nuestra es una de las generaciones más tocadas: crecimos en un ambiente de mucha bonanza y de repente nos hemos comido dos crisis como un piano.
—En el libro hay una crítica a la «pseudopoesía», a ese tipo de literatura que publican las editoriales que va más alineada con las ventas o el éxito comercial que con la calidad de la obra –por muy subjetivo que pueda ser esto–. ¿Cómo ves tú este debate?
—Primero, eso: qué es calidad y qué no lo es. Después, es cierto que hay excepciones, porque lo que se publica depende de la editorial, de la línea que persigue, de sus valores… pero, en general, creo que se busca vender.
No tiene mucha vuelta de hoja: si una persona tiene mucho tirón por lo que sea; porque tiene muchos seguidores, o porque lo que escribe de repente da en el clavo y hay una sensibilidad del público general de ese momento por eso… O incluso si una editorial decide crear un fenómeno: «Cojo a esta persona y que escriba un libro, o que no lo escriba él, pero ponemos su cara y a vender».
Por eso en realidad estoy algo desencantada con todo esto. Como lectora voraz desde pequeña veía el mundo de los libros como algo sagrado. Pensaba: «Aquí está la verdad, aquí no pasan cosas malas y todo es justo» [ríe]. Luego te das cuenta de que la justicia no existe en el mundo de los libros.
—También impartes talleres sobre el fomento de la lectura, ¿qué crees que nos hace falta para acabar de enganchar a las nuevas generaciones a los libros?
—Tradicionalmente, todo ha girado en torno al argumento y la figura del autor: la novela va de esto, el autor y la novela se relacionan de esta forma… eso puede ser interesante, pero, para mí, lo verdaderamente interesante a la hora de atraer a nuevos lectores o de abrir el mundo de los libros a gente que no es muy o nada lectora, es generar conexiones entre los libros y sus vidas. Ver en qué punto se pueden identificar con esta historia, o que puedan sentir que lo que hay en un libro «x» les va a dar alguna clave de sus propias vidas o del mundo que les rodea.
—Supongo que algo que ha frenado eso hasta ahora han sido las lecturas obligatorias en los institutos. Quizá a los y las jóvenes les cuesta sentir esa identificación con según qué libros. ¿Quizá se debería cambiar la forma en la que se enseña literatura?
—Los profesores que se están incorporando ahora, o al menos los que yo conozco, creo que sí están tratando de hacer las cosas de otra forma. No hablarte solo del Quijote desde el argumento, desde la figura de Miguel de Cervantes o desde las características de la época, sino tratar de comunicarlo para que una persona de 15 años pueda sentirse identificada con algún personaje, o las cosas que le pasan; o hablar de qué paralelismos puede haber entre la obra y la vida de esa persona… sí que hay gente que está intentando hacerlo así.
Por ejemplo, en YouTube muchos de los canales que hablan de libros lo hacen desde ese punto de vista, que es el realmente puede despertar la sed por la lectura en la gente joven. Yo no soy profesora –es una espinita que tengo, porque me gustaría–, pero me da la sensación de que muchas veces en la educación se da mucha importancia a que los adolescentes o los niños lean un libro en concreto –«estás en cuarto de la ESO y sí o sí te tienes que leer La Celestina»– en vez de simplemente plantar la semilla del amor por la lectura.
Puedes cumplir 20 años y no haberte leído La Celestina; quiero decir, que puedes sobrevivir sin ello. Yo me la leí el año pasado, con 30 años. Y El Quijote no me lo he leído todavía. Mal por mí. O no [ríe]. Otra reflexión es esta: hay algunas cosas que parece que, como lectora, tienes que hacer, pero ¿quién lo ha dicho en realidad?
—Tu caso es el ejemplo de que se puede vivir de los libros, desde la divulgación, la comunicación, o ahora desde la escritura de ficción, pese a lo precario que puede ser. ¿Cómo lo compaginas todo?
—Lo primero es que espero que dure mucho tiempo, porque siempre estoy pensando hasta cuándo va a durar este privilegio. Al final, me dedico a leer y escribir, que es lo que quería desde pequeña. Vivir de escribir libros, literatura, es una cosa muy complicada, pero sí escribo guiones de radio sobre libros; cuando he hecho tele, he escrito también sobre libros; y, ahora, también escribo libros.
Pero ya te digo que me veo a mí misma en la cuerda floja continua. Soy autónoma, tengo que estar constantemente en marcha. Tengo varios trabajos fijos relacionados con la literatura todos los meses, pero luego el resto de cosas van viniendo y se van yendo. Es muy inestable. Pese a ello, llevo cinco años así, por lo que ¿por qué no puede haber otros cinco más?
Lo que sí me gustaría progresivamente es que la escritura, el escribir ficción –que era algo que siempre había hecho, pero no veía como una posibilidad profesional, sino como algo que hacía para mí misma–, pudiera ir pesando más, y ocupando más tiempo en mis días. Pero no pienso, como el personaje de Natalia, que me estoy haciendo mayor y se me acaban las oportunidades. Para algunas cosas quizá sí, pero para escribir tengo toda la vida.
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