“Una panda de vagos y niñatos malcriados”; he ahí el público que os viene, mis queridos lectores hosteleros
No lo digo yo (que también) sino la periodista del Wall Street Journal Leslie Kwoh en relación a esa generación de zagales impacientes y malcriados que hemos catalogado tan alegremente como Millennials. Lo pensaba el otro día cuando veía a un amigo de mi sobrino (no diré nombres y menos el tuyo, Santi) cagarse en los muertos de no recuerdo qué restaurante y volcar toda su bilis de post-adolescente sobreprotegido en Tripadvisor, Google Maps y algún storie de Instagram: ¡Que se jodan! gritaba descompuesto y enfadadísimo, con una bolsa de Doritos en una mano y el móvil en la otra.
Yo pensé que el camarero de turno (con razón) le había estampado una silla en la cabeza o peor, había colado un buen puñado de Aflorex en el tartar de aguacate, pero no. Qué va. Que no le habían soplado la clave del Wi-Fi (el subnormal lo pronuncia ‘guaifai’, así con boquita piñón) y que, cómo se atreve esa gentuza de la hostelería, habían tardado un huevo entre plato y plato —que él no se perdía un programa de Masterchef y un tal Joan Roca había comentado un montón de cosas bonitas sobre la importancia el servicio y los tiempos. Casi le estampo una silla en la cabeza.
“Educación es lo que queda después de olvidar lo que se ha aprendido en la escuela”, la frase es de Albert Einstein pero creo que no es muy aplicable a este hoy donde estamos tan rematadamente mal acostumbrados a quejarnos por cada cosa que nos molesta que hemos perdido (estamos perdiendo) la sanísima costumbre de reflexionar sobre los porqués —y es que si no entendemos los porqués caeremos en el peor de los errores: pensar que la culpa siempre es del otro.
Tiro yo la primera piedra más allá de la broma (que no lo es) de la generación que viene; me sucedió este verano en uno de mis restaurantes favoritos en Mallorca: el Sea Club que cobija el majestuoso Hotel Cap Rocat, fortaleza militar cavada en piedra y restaurada por Antonio Obrador en el suroeste de la isla. Comimos dos días seguidos, el primero fue más bien regular —todo era correcto, pero sin pizca de emoción— y el segundo fue para el recuerdo, una de las comidas del año. ¿Cómo podía ser?
Mismo género (pescado salvaje desde la Cofradía de Pescadores de Sant Pere), misma plantilla en sala y prácticamente el mismo sol radiante, ¿qué había cambiado? Pues está bastante claro: yo. El primer día pedí como el culo (una comanda sin sentido) y el segundo con criterio. Olvidé, por un momento, que también tiene responsabilidad el que pide; que parte de la culpa es del cocinero pero también es nuestra —que Quique, Ricard o Begoña tienen los mimbres para hacerte feliz pero eres tú quien ha de completar la historia con empatía, sensibilidad y el corazón abierto de par en par.