Más de medio millón de personas en España se las ven diariamente con una dieta sin gluten, esa proteína presente en el trigo, pero también en otros muchos cereales. Así es vivir, comprar y cocinar con la enfermedad de la celiaquía
VALÈNCIA. No habrá tostadas en el desayuno, ni pasteles en las celebraciones. Al menos no cualquier tostada, ni tampoco cualquier pastel. Comer en los restaurantes se convertirá en una tarea complicada, al igual que repasar la carta en busca de opciones admisibles. A veces habrá que llevar la cena de casa, incluso quedar con los amigos directamente para las copas, intentando aparentar normalidad. Así es la vida de las personas celíacas, que no pueden consumir alimentos con gluten, una partícula presente en el trigo, pero también en otros cereales de secano. En España ya son más de 500.000, según los datos de Face (Federación de Asociaciones de Celíacos de España), y el 27 de mayo celebran el Día Nacional de esta enfermedad. Con motivo de la efeméride, pasamos el día junto a quienes la padecen.
No hay grados de celiaquía: uno es celíaco o no lo es. Al contrario de lo que sucede con las intolerancias, tampoco existe regresión ni cura, sino que la patología se mantiene durante toda la vida. La dieta es el único tratamiento. Ahora bien, el estómago puede estar en un punto de mayor o menor deterioro cuando se produce el diagnóstico. “Alrededor de un 75% de pacientes no son conscientes de la enfermedad porque presenta síntomas camaleónicos, desde los habituales problemas digestivos (diarrea, gases, vómitos...), a fatiga o dermatitis. Otros son asintomáticos, de modo que el gluten está dañando las vellosidades del estómago, pero ellos no perciben nada en su día a día”, explica Paula Crespo, presidenta del Colegio Oficial de Dietistas y Nutricionistas de la Comunitat, y experta en esta materia.
Aprovecha para aclarar que, aunque estamos viviendo un incremento de las enfermedades autoinmunes, no solo de la celiaquía, "no sabemos si se trata de una mayor prevalencia o de una cuestión de conciencia, porque ahora los médicos las diagnostican más. Primero se recurre a un test de anticuerpos, luego a la biopsia, y por último se examina el ADN.
Nos preguntábamos si se puede vivir sin pan, galletas o cervezas. Incluso sin muchos otros alimentos que, pese a no contener ningún cereal de secano, pueden estar contaminados por sus partículas. Nos responden personas celíacas, de diferentes edades y procedencias, que están cansandas de cargar con el estigma de raras, cuando solo quieren hacer vida corriente.
Lara tiene 6 años y fue diagnosticada de celiaquía con 2. Esta tarde parece contenta, pero ayer volvió llorando de un cumpleaños porque no pudo comer tarta ni probar las palomitas. “Hay padres que se preocupan por que tenga golosinas sin gluten como los demás niños, pero no siempre pasa. A la vuelta nos tocó parar en un McDonald’s y le compramos un menú sin gluten”, cuenta Juani, su madre, acostumbrada a lidiar con este tipo de situaciones. Dice que es raro que su hija coja rabietas. “Es muy madura para su edad, sabe bien que tiene una enfermedad y debe controlar lo que come, pero de vez en cuando se pone rebelde”, añade. Porque claro, es una niña. Y claro, se pregunta: “¿Por qué ellos sí y yo no?”.
Aunque fue diagnosticada muy pronto, Lara llegó a probar el pan. “Tuvimos la sospecha de que le pasaba algo desde que nació, porque siempre regurgitaba lo que comía. El pediatra decía que era normal, pero yo veía que perdía demasiado peso”, relata Juani. No era el miedo infundado de una madre primeriza, ya que tiene un hijo mayor sin rastro de celiaquía. “El diagnóstico fue una odisea, porque empezaron pensando que se trataba de una alergia a la proteína de la vaca, y solo se dieron cuenta de que no con la biopsia intestinal”, prosigue. Y para ello, además, tuvo que recurrir a la medicina privada, porque la Sanidad pública era muy lenta. “El especialista me dijo que mi hija de 2 años tenía el intestino de una persona de 70 y que, o seguía una dieta especial, o en cuatro años volvería con un cáncer. Muy duro".
Por aquel entonces, Lara no pasaba de la talla 1; ahora es de las más altas de clase. Se lo debe en parte a su familia, que ha decidido seguir una dieta adaptada a sus necesidades. “Al principio hacíamos una pasta con gluten y otra sin, teníamos que cocinar con utensilios distintos y era un lío en la cocina. Ahora todos nos adaptamos a comer las mismas cosas, como arroz o verdura, y evitamos que nos vea comer bollería que le suponga una tentación”, dice Juani. De hecho, han habilitado un armario específico que la niña puede gestionar, con galletas y dulces separados del resto. “Lo que no me parece justo es que una magdalena sin gluten cueste 2 euros. Esa comida es su medicina, como la insulina para los diabéticos. La mitad de mi sueldo, 500 euros, se va en alimentación básica para mi hija”, critica.
Más: la vida social. En el colegio, una celíaca no puede compartir el almuerzo, y es algo que el resto de niños sabe. Aunque este año, por primera vez, Lara se saltó las normas y le pidió una mona de Pascua a una compañera. Luego se pasó toda la noche vomitando. No puede usar cualquiera cera o plastilina porque contienen partículas, que después pasan de las manos a la cara. En su Falla le intentan preparar comidas adaptadas, como el chocolate caliente de este año, y en la comunión de su hermano tuvieron que pagar un suplemento por llevar al banquete una tarta sin gluten. “El día a día es difícil. En casa te acostumbras, pero cuando sales a la calle, te toca cerrar los ojos. Hay restaurantes donde entienden bien el problema. Otros no son nada comprensivos, no te dan opciones sin gluten y tampoco te dejan meter comida de fuera", lamenta su madre con respecto a la hostelería.
Estamos merendando con Lara en una terraza. “Espero que cuando ella sea mayor las cosas sean más fáciles”, dice Juani. No entiende cómo hay más tolerancia con cuestiones como el veganismo que con la celiaquía, "porque esto no es una opción, sino una enfermedad". En apenas diez minutos, la niña se ha terminado la tarta que le han preparado. Colorea con sus lápices y escucha la conversación. “Ojalá no existiera el gluten”, exclama de pronto.
La prueba genética de la celiaquía permite determinar, no solo si alguien es celíaco, sino si tiene predisposición a desarrollar la patología. Jessica Rojas dio negativo. Debido a ello, encadenó muchos falsos diagnósticos, entre ellos el de la enfermedad de Crohn, para la que estuvieron medicándola durante dos años y le asignaron un grado de minusvalía del 19%. ”A día de hoy no he conseguido quitármelo de encima, aún cuando no me corresponde”, señala. Su sintomatología también era diferente, ya que tenía alergia al Sol. “Iba siempre tapada con manga larga, los veranos eran difíciles", recuerda. Entonces fue a un médico digestivo, le aconsejaron dejar de comer gluten y las manchas desaparecieron del todo. "Quizá debería repetirme las pruebas, porque está claro que algo no salió bien", reflexiona.
Cuando esto sucedió, tenía 23 años y le tocó poner patas arriba, no solo su dieta, sino su vida. “De repente tenía que mirar todas las etiquetas y el 80% de lo que compraba ya no lo podía comer. No existían tantas opciones en el supermercado como ahora”, explica. Como compartía piso, y eso conllevaba descuidos en la cocina, usaba el armario de su habitación a modo de despensa. “Me compré mi propia tostadora, mis sartenes… Guardaba las cosas en mi cuarto por seguridad”, prosigue. Y esa misma necesidad de prevenir la contaminación cruzada le impedía salir a comer con sus amigos. “A día de hoy tengo vetados la mayoría de restaurantes, a no ser que pueda gastarme más de 30 euros o vaya a franquicias de comida rápida, que tienen más controlado el tema”, advierte. Y sin embargo, no todo fue malo.
“Por extraño que pueda sonar, para mí el comer sin gluten ha significado comer más sano. Entender de nutrición y aprender a cocinar”, dice. Aclaración para navegantes: renunciar al gluten no mejora la dieta, puesto que los cereales contienen fibras positivas para el resto de mortales. “De hecho me da rabia que los famosos lo vendan así. Los celíacos no dejamos de comer gluten para no engordar, ni por moda”, critica. Es solo que a ella le llevó a alejarse de los malos hábitos, a sustituir los donuts por fruta, a desayunar tazones de kéfir con avena (un cereal que no todos los celíacos asimilan bien). Admite que echa mucho de menos los gofres. “Es algo que no he logrado recuperar, llevo ocho años sin probar uno bueno. Solo los he visto en Carrefour de la marca Délice y tampoco son para tirar cohetes. Hasta me compré una gofrera e intenté cocinarlos sin éxito”, dice. Una melancolía habitual en los celíacos.
El trabajo también es un territorio inhóspito, ya que Rojas se dedica a la fotografía y el vídeo, y participa en muchos rodajes. En ellos tiene que enfrentarse al terror del catering. “Las empresas montan el chiringuito para todo el equipo, unas 60 personas, y preparan las raciones en tiempo récord. Siempre, sin excepción, me han vendido la moto de que tienen bajo control el tema. La realidad es que varias veces me han intoxicado, incluso llegando a darme rebozados”, desvela. Sus jefes no entienden que sea tan meticulosa o prefiera llevarse la comida de casa. Una realidad que también le ha tocado vivir con su familia, cuando le han dicho aquello de “por un poquito no pasada nada”. Y luego está el círculo más amplio de conocidos, “que siguen pensando que exagero o no me toman en serio, pero paso".
Se sabe tajante; lo defiende. “Me considero educada y siempre estoy dispuesta explicar lo que sea necesario. Pero pido lo mismo”, reivindica. Cuando le pregunta a un camarero por la composición del plato, en realidad está velando por no pasarse la noche vomitando. “Y aún así, si voy con amigos, a veces me toca disfrazarme”, concluye, y cierra el frigorífico.
A Guillermo la celiaquía le cambió la vida, hasta el punto de darle un oficio y convertirse en una causa. El dueño de la cafetería Celiacruz, precursora en la oferta sin gluten en València desde 2013, es también el secretario de Acecova (Asociación de Celíacos de la Comunitat). “Hice de la necesidad una oportunidad”, afirma. Le observamos trabajar en el obrador del bar, que elabora sus propias masas y distribuye a otros establecimientos de la zona, con la garantía de cumplir todos los estándares de certificación. “Vienen técnicos de laboratorio cada seis meses y toman muestras para ver si tienen los porcentajes adecuados”, garantiza. En 2011, el reglamento de Europa estableció que un producto apto para celíacos no podía sumar más de 20 partículas por millón (ppm) de gluten. La cifra proviene de Italia, que es uno de los países más implicados con la enfermedad, a cuenta de tanta pasta y pizza.
Cuando fue diagnosticado, Guillermo tenía 20 años y corrían finales de los 90. “No había ni la mitad de información”, recuerda. Tanto es así, que estuvo a punto de morir porque pesaba 54 kilos y el médico seguía creyendo que tenía anemia. Detectaron que era celíaco en Alemania. “El test más concluyente es la endoscopia, pero antes tienes que pasar por la medicina general, que te deriven al especialista digestivo y que sean conscientes del caso. Hay todo un protocolo, que lleva mucho tiempo, y no siempre terminan dando con el problema”, lamenta. Si esto sucede en las grandes las ciudades, ni qué decir del medio rural. "Mejorar el diagnóstico supondría un ahorro enorme para la Sanidad pública. No te imaginas la cantidad de reumas, abortos y gastrointeritis que vienen de ahí", asegura.
Admite que sus inicios en la enfermedad fueron muu caóticos, ya que no hacía caso a las recomendaciones sobre la dieta. “Tenía veintitantos, no sabía cocinar y solía comer bocadillos y pizzas”, reconoce. Pero pronto se dio cuenta de que, o se lo tomaba en serio, o terminaba por morir intoxicado. “Hace falta mucha fuerza de voluntad. Yo quería que me dieran una pastilla y ya está. Me tocó renunciar a sabores y aprender a cocinar”, continúa. Y así fue como montó Celiacruz, casi por egoísmo, porque estaba harto de “vivir en una burbuja”, porque sus amigos se habían cansado de cenar siempre en casa, y porque no quería que en los restaurantes le siguieran tratando “como un marciano”. “Al final te tienes que exponer. Acabas saliendo, y hay gente de la hostelería que entiende el problema y te cuida. Otra no, pero quiero creer que es por desconocimiento”, dice, conciliador.
Y por último, ¿cómo es hacer la compra, Guillermo? “Difícil”, reconoce. “Mercadona fue uno de los primeros establecimientos en etiquetar sin gluten. Antes tenía sentido, pero ahora me parece casi una una estrategia de marketing. Se lo ponen a todo y eso desinforma a la gente", critica. Hace referencia a la chorrada del champú sin gluten de Herbal Essences y, en general, critica la industria alrededor de estos productos que para ellos son de primera necesidad. “De repente se han puesto de moda y las marcas tienen sus líneas especiales. Eso sí, tributan al 10%, como los dietéticos, en vez de al 4% . Deberíamos aprender de Italia, que da subvenciones a personas con celiaquía”, reivindica. Y mientras, dispone en la barra un surtido de repostería made in home, que suele ser la última frontera para los celíacos.
Se conocieron trabajando en una agencia de publicidad hace cerca de cinco años. Kalte es diseñadora de producto digital y Marina, product manager. "Me sorprendió que, pese a ser celíaca y llevar una dieta muy pautada, Marina se la saltaba pagando las consecuencias. En aquel entonces no entendía muy bien por qué se autocastigaba así", cuenta su ahora amiga. "Todas las semanas, yo me preparaba una pasta al pesto con unas hierbas italianas y ella siempre quería probar un poco. Así que fui al Corte Inglés, compré pasta sin gluten y le llevé un tupper; ahí empezó nuestra amistad", rememora. Una relación que se hizo más estrecha si cabe cuando, en marzo de 2018, con 28 años, a Kalte le diagnosticaron celiaquía. Ahora ambas comparten consejos de alimentación y establecimientos donde salir a cenar.
En lo referente al diagnóstico, Kalte considera que en València todo son trabas, ya que en Madrid se recurre con más rapidez a la biopsia y a la colonoscopia. “A mí la doctora solo me dijo que probara a comer sin gluten y fue maravilloso comprobar como me desaparecía un eczema de la mano que había tenido dos años. Pero como dice @disfrutando_sin_gluten, soy una celíaca sin papeles, porque no han querido o no han podido hacerme las pruebas acordes”, critica. Marina también tiene 29 años, pero detectaron su enfermedad hace seis. “Hasta que dieron con ella, el proceso fue bastante traumático. Me realizaron muchísimas pruebas que no daban ningún resultado y yo seguía encontrándome mal”, relata. Una vez que entendieron que su organismo no toleraba el gluten, empezó la auténtica batalla.
¿De qué manera determina la celiaquía el día a día de estas amigas? “Lo que más vergüenza me da es sentarme a la mesa y parecer un policía. Vigilar como alguien come pan y que no caigan migas en mi comida, porque si no a la hora estoy metida en el baño con cólicos”, dice Kalte. Suele quedar con Marina en Maco Healthy Bar, donde se hacen estas fotos, porque les inspira la tranquilidad que no encuentran en otros establecimientos. “Me tocó vivir una situación muy incómoda, no en un restaurante, sino en un salón de bodas, cuando le pedí al camarero pan sin gluten y me respondió que solamente tenían pan para celíacos. Eso genera muchísima desconfianza”, recuerda Marina. Ambas echan en falta mayor formación del personal de hostelería y lamentan la escasa elaboración de la comida para celíacos en los restaurantes. "Muchos sitios gluten free no cumplen con los requisitos, especialmente los vegetarianos. No todo es tener pan sin gluten, hay mucha contaminación cruzada", precisa.
Kalte y Marina han renunciado al pan, incluso a esa pasta que tanto les gustaba. También se han acostumbrado a los productos sustitutivos, por suerte, cada vez más frecuentes en las grandes superficies. Lamentan, eso sí, que la mayoría sean procesados. “Tienen más grasas y azúcares que sus equivalentes con gluten para lograr la misma textura y esponjosidad”, dicen, y es una queja común entre el colectivo. Con respecto a los precios, consideran que podrían bajarse usando harinas más económicas (la de maíz, por ejemplo, es muy cara) o simplemente dando visibilidad a las enfermedades alimentarias para que la sociedad tome conciencia. “Todavía tienes que ir explicando en qué consiste la celiaquía”, dice Marina. "Me llegaron a preguntar si signifcaba que no podía comer patatas", respalda Kalte. Y al unísono: “València cree ser una ciudad gluten free, pero hay mucho trabajo pendiente".