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crítica de concierto

Maria João Pires: parece que, por suerte, aún no se retira

Son frecuentes las visitas de Maria João Pires al Palau de la Música de València, donde han ido creciendo sus incondicionales. Quizá porque siempre ha buscado más la musicalidad profunda que una espectacularidad de corte circense

17/05/2018 - 

VALÈNCIA. Se le ha reprochado muchas veces a la pianista portuguesa el carecer de la potencia que requiere cierto tipo de repertorio, algo que viene determinado, en buena medida (aunque no de manera automática), por su complexión física, el tamaño pequeño de las manos y, lógicamente, la edad. Pires, que debe ser más consciente que nadie de sus limitaciones, ha optado, casi siempre, por obras donde ese tipo de exigencias no constituye el elemento prioritario, aunque presenten otras, de carácter diferente, pero igualmente temibles.

De ahí que sorprendiera el anuncio de su interpretación del Concierto núm. 5 para piano y orquesta de Beethoven, que recibió el sobrenombre de “Emperador” precisamente por la brillante presencia del piano en su confrontación con la orquesta. Así constaba en los trípticos de la temporada, e incluso en los referidos a esta primavera. También en los programas de otras ciudades, como Oviedo, que está visitando en la misma gira. Luego ha resultado que no era el núm. 5, sino el núm. 3, más acorde con las condiciones de Pires. El cambio se produjo a instancias de los promotores, o, quizá, de la misma pianista.

En cualquier caso, deben considerarse falsos los rumores que anunciaban la cancelación de todas sus actuaciones a partir de enero de 2018. Damos fe de que actuó en València el pasado día 15, por suerte para todos los que estábamos allí, con un Palau de la Música a rebosar. Pueden encontrarse en internet, asimismo, reseñas de sus conciertos en Oviedo (el sábado 12) y en Barcelona (lunes 14). En ambos sitios, al igual que en València, con la Orquesta de París dirigida por Daniel Harding, e idéntico programa. Varió únicamente el regalo ofrecido por la pianista: segundo movimiento de la Sonata núm. 8 de Beethoven (Oviedo y Barcelona), en lugar del que dio en València: una versión de la Canción de Solveig (Peer Gynt, de Edvard Grieg) para piano a cuatro manos (con Harding en los graves), y que, según Pires, precedió a la conocida partitura orquestal. Se sabe que ya tiene comprometidas actuaciones para la siguiente temporada, en concreto -al menos- un recital con Nocturnos de Chopin el 30 de febrero de 2019, en el Palau de la Música de Barcelona. Así que olvídense: no parece que vaya a retirarse, aunque sería probable que, a sus 73 años, se centrara en el mundo más íntimo de la actuación en solitario, abandonando el papel de solista en los conciertos con orquesta.

Lo que vimos el día 15, sin embargo, fue esto último, y nada menos que con el Tercero de Beethoven, menos refulgente si se quiere que el núm. 5, pero no menos hermoso. Y tuvo la energía suficiente no sólo para hacerse oír con el piano, sino para emocionarnos con él. Pires logra convertir una simple escala o un arpegio en una verdadera obra de arte, por la multitud de gradaciones –en potencia, acentos, fraseo y colores- que introduce en ellos. Consigue asimismo un diálogo fluido con la orquesta, a la que transmite rápidamente, lo mismo que al público, su concepción más personal de la música que toca, gestándose así una traducción unitaria por parte de todos los intérpretes, que se transmite persuasivamente al público. Su fraseo es libre, pero nunca caprichoso, pues todo parece brotar, incluso lo más sorprendente, con una gran naturalidad desde las entrañas mismas de la obra. Es cierto que Pires necesita a veces una atención adicional de la batuta para que los músicos contengan, en cierta medida, las dinámicas extremas, pero, a cambio, va proponiendo, a lo largo de la actuación, un catálogo de sutilezas que las agrupaciones con olfato artístico no dejan pasar sin aprovecharlas en su propia ejecución. Así sucedió con Harding y la Orquesta de París, consiguiendo entre todos una delicada –pero al tiempo vigorosa- lectura del op. 37 de Beethoven.

Foto: Eva Ripoll

La Orquesta de París posee un empaste envidiable, en el que son parte esencial las extraordinarias trompas y la sección de viento-madera. En las dos partituras del pasado martes tuvieron, además, un especial protagonismo que fue premiado por el público con calurosos aplausos. A destacar, especialmente, los pentagramas encomendados al fagot y a la flauta, vertidos con un color irisado que parecía nacer de la propuesta que Pires planteaba desde el piano y que, al tiempo, tuvieron la capacidad  de fundirse –que no desdibujarse- en el conjunto de la orquesta.

Fue también así con Brahms, cuyo amor por la trompa ha proporcionado tantos momentos sublimes, y que también figuran en su Tercera Sinfonía. Harding, tras acoplarse como un guante a la idea de Pires respecto a Beethoven, leyó a Brahms con una dinámica más amplia, excesiva incluso en el primer movimiento, donde parecía no querer bajar del mezzoforte. Con todo, la pasión con que fraseó los temas principales fue muy importante, en éste y los demás movimientos, subrayando así el carácter inolvidable de unas melodías que no se dejan atrapar en ningún corsé. A partir del Andante, además, Harding amplió la gama dinámica hacia el piano, y, con ello, enriqueció notablemente el discurso de la orquesta.

Los maravillosos temas que se enuncian en el Poco allegretto se dijeron con la ternura que merecen, y enmarcaron una más que soberbia intervención solista de la trompa, sucedida por otra, encomiable asimismo, del oboe.

En el último movimiento de esta Tercera de Brahms, los bronces, todos, tuvieron ocasiones de lucimiento, que aprovecharon con fuego. Y, como en el resto, la cuerda estuvo dúctil y flexible. En definitiva: Harding tocó a Brahms más expansivamente que a Beethoven, aumentando vigor y potencia, aunque supo dar cabida a los –casi ansiosos- arrebatos melódicos del compositor de Hamburgo. Pero abandonó esa “atmósfera soñada” que parecía envolver a Maria João Pires y a quien la rodeaba en su interpretación de Beethoven. Quizá, porque, sin ella, no tenía tanto sentido mantenerla.

Fue también muy aplaudido. Y dio, como regalo, Nimrod de las Variaciones Enigma de Elgar, preciosamente interpretado.


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