VALÈNCIA. De Mendelssohn se programan incansablemente las sinfonías 'Escocesa” e 'Italiana', algunos números del 'Sueño de una noche de verano', el Concierto para violín op. 64, el Octeto... y poco más. Durante la época hitleriana, a causa de su origen judío y a pesar de su conversión al luteranismo, se eliminó la interpretación de su obra, e incluso se destruyó una escultura que le habían dedicado los ciudadanos de Leipzig. En la actualidad, sin embargo, el olvido de ciertas partituras suyas se debe, sobre todo, a las rutinas de la programación, que no sólo evitan la música contemporánea, sino también las obras menos conocidas de compositores que lo son mucho.
De ahí que se aplauda sin rodeos la inclusión de la Sinfonía número 2 de este compositor –una de las menos frecuentadas- en la temporada de abono del Palau de la Música. No sólo porque una obra de ese calibre merece brindarse al público una y mil veces, sino porque hacía 17 años que no se escuchaba en València. En concreto, desde marzo de 2001. También fueron entonces la Orquesta de València y el Coro Nacional de España las agrupaciones que la montaron. Llevó la batuta, en 2001, Manuel Galduf, valenciano como el de ahora, Ramón Tebar. Los solistas vocales variaron, actuando esta vez las sopranos Maria Bengtsson y Ofelia Sala, junto al tenor Robert Dean Smith.
La obra tiene una disposición extraña: tres movimientos plenamente sinfónicos y una segunda parte (que comprende diez números más) con estructura de cantata u oratorio. Sin embargo, no se percibe –o no debería percibirse si la interpretación se ocupa en reflejar los nexos que las unen- ninguna discontinuidad entre ellas, sino, por el contrario, una gran cohesión. De la misma forma que en la Novena de Beethoven, la aparición de la voz no sólo completa el recorrido instrumental, sino que la da una proyección mayor y una dimensión nueva. De hecho, parece muy probable que Mendelssohn tuviera el op. 125 de Beethoven in mente cuando escribió esta partitura.
Partitura que, conviene decirlo, no es, en realidad la segunda sinfonía que escribió ‘para gran orquesta’ (pues antes había compuesto otras diez para orquesta de cuerdas), sino la cuarta, concluida en 1840. La que llamamos 'cuarta' (o 'Italiana') se escribió, de hecho, en tercer lugar. Su sobrenombre es 'Lobgesang' (Canto de alabanza). Un canto de alabanza a Dios, para el que, además de pentagramas, se dispusieron textos bíblicos a partir del cuarto movimiento. Seduce en ella, especialmente, la extraordinaria capacidad de Mendelssohn para configurar atmósferas adecuadas con materiales de muy diversa procedencia.
Se da en ella una perfecta simbiosis de formas que caracterizaron a la música luterana, como los corales, con procedimientos tan caros a la tradición culta germana como las fugas, dispuesto todo ello sobre un cañamazo de literatura sagrada. Traduce también ese amor a la Naturaleza y al bosque que corría, tanto por las venas de Bach como por las suyas propias, y que fue una de las características del Romanticismo alemán. No le basta: integra asimismo lo que fue modernidad en su tiempo: el uso cíclico y unificador de un tema (presentado por los trombones al principio, y que va apareciendo a lo largo de la obra, tanto en la orquesta como en las voces). Pese a la enjundia y la complejidad del conglomerado, la dimensión temporal está controlada: poco más de una hora para una obra que se quiere sinfonía y cantata al tiempo. Pensemos que la Heroica de Beethoven se presenta, en 1803, ya con una hora de duración.
Y es que el clasicismo de Mendelssohn sólo se revela falso cuando se presenta como sinónimo de orden y racionalidad excesivos. Pero lo sentimos verdadero en cuanto a la adecuación de forma y fondo, a la destilación expresiva y al certero instinto para las proporciones. Por otra parte, el perfume de su obra es inequívocamente romántico, aunque a veces la estructura no lo sea. Y, por si faltaran pruebas, conviene recordar su defensa de la música frente a la palabra, en una actitud estética muy propia del siglo XIX. Cuando André Souchay le sugirió dar un título a cada una de las piezas para piano solo que el compositor había denominado “Canciones sin palabras”, Mendelssohn le dio, en una carta de 1842, una poética respuesta, que reproducimos parcialmente:
”(...) La gente habitualmente se queja de que la música es ambigua, que tienen dudas sobre lo que deben pensar cuando escuchan algo, mientras que todos ellos comprenden el significado de las palabras. Para mí es exactamente a la inversa; no solamente en la consideración de frases enteras, sino también de términos aislados. Éstos me parecen tan ambiguos, tan indefinidos, tan difíciles de comprender en comparación con la música genuina, la cual llena el alma de miles de cosas mejores que las palabras.
Lo que me expresa la música que amo no es un pensamiento demasiado indefinido para ser puesto en palabras, sino, al contrario, demasiado definido. Considero que los esfuerzos orientados en expresar tales pensamientos -en palabras- son loables, pero aun así me parece algo totalmente insatisfactorio (...)”
Fue precisamente esta síntesis entre Clasicismo y Romanticismo lo que indujo a Ramón Tebar a incluir obras de Mendelssohn en varios programas esta temporada. Según declaraciones suyas, se trata de un repertorio ideal para una orquesta como la de València, muy centrada en el siglo XIX pero con necesidad de profundizar en los parámetros del XVIII. No le faltaba razón.
Para ello, no obstante, sería preciso interpretar a Mendelssohn con la misma delicadeza, sonoridad transparente y perfecto ajuste que se requieren en Haydn o en Mozart. No fue eso, sin embargo, lo que escuchamos este viernes, especialmente en los tres movimientos iniciales, donde no interviene la voz humana. Se percibió en la orquesta un sonido turbio y poco atractivo, un ajuste cogido por los pelos al principio de la obra, y una dinámica de muy corto recorrido. El director valenciano no logró transmitir a los músicos –y, desde ellos, al público- ese cúmulo de riquezas que contiene la sinfonía 'Lobgesang', brindando a la abarrotada sala una interpretación bastante apática.
Luego, cuando empezaron a intervenir las voces, se caldeó algo el ambiente, y hubo momentos bonitos: la primera intervención del tenor (Robert Dean Smith), quien, a pesar de las limitaciones de su voz en la franja aguda, fraseaba con intención y exhibiendo una dinámica más variada. El “contagio” no tardó en aparecer: la Orquesta de València, que suele ser muy sensible a las aportaciones de los solistas vocales, pareció unirse a la calidez del canto, y tocó con más expresión. También la respuesta que, en el número siguiente, dio el Coro Nacional de España al tenor, superó con mucho las prestaciones que había dado antes junto a la soprano María Bengtsson. Esta, en su primera aparición, mostró una voz bastante insegura que, afortunadamente, mejoró después en fraseo, intencionalidad y calidad sonora.
La valenciana Ofelia Sala se encargaba de la línea grave en el dúo de sopranos, y ello le restó visibilidad, aunque sí se pudo apreciar la redondez y el hermoso terciopelo de su instrumento. El coro les dio réplica con espíritu y refinamiento, y fue este uno de los momentos en que nos asomamos verdaderamente a la música de Mendelssohn.
Mucho menos convincentes fueron los números de explosión y triunfo, donde el coro se desenvolvió con una estética de bombo y platillo que le sienta mal a esta música: así, el número 7 “Die nacht ist vergangen” (La noche ha pasado) resultó muy chillón. Y en el último, “Ihr Volker, bringet her dem Herm / Ehrre und Macht!” (¡Pueblos, ofreced al Señor honor y gloria!), la fuga lució ajuste en el coro y con la orquesta, pero que se interpretó sin ningún tipo de finura, y, sobre todo, sin que se hiciera presente la sombra de Bach que planea sobre esta sinfonía. Debe recordarse que la “Lobgesang” fue estrenada en la iglesia de Sto. Tomás de Leipzig, de la que Bach fue Kantor durante 27 años, y para la que escribió dos ciclos enteros de cantatas, además de las Pasiones. Y recordemos también que fue Mendelssohn, precisamente, quien promovió la recuperación de su legado.
Por todo ello se hubiera agradecido una interpretación más acorde con el estilo de Mendelssohn, y que, al tiempo, iluminara su admiración hacia Bach. No fue así. El público, no obstante, aplaudió a rabiar, especialmente al coro, que despertó una verdadera oleada de entusiasmo.