Un acercamiento a la visión que la ciudad asume cuando mira hacia arriba, en pleno lanzamiento del rascacielos Bofill o la Torre Eólica
VALÈNCIA. El miedo de la ciudad a las alturas. El titular podría, siguiendo el reguero, evolucionar en otras expresiones desafortunadas como una ciudad a la altura, una ciudad que mira a las alturas o, vamos allá, una ciudad con mal de altura. Pero se trata de algo más prosaico. De discernir la relación -complicada, claro- entre València y los edificios de mucha altura. Una concepción psicológica de la urbe por la cual la construcción hacia arriba supondría desvirtuar la linealidad de las cosas, pervertir el techo del pasado o, en una lectura todavía más social, plantear todo un enfrentamiento a los límites, esto es, buscar una expansión ilimitada. En el nuevo ciclo de València, todo ello encarnaría valores diabólicos. Vivimos en fase de soñar que sí tenemos techo.
Ante la asunción de proyectos como el del rascacielos de Bofill o la Torre Eólica, un acercamiento a la visión que la ciutat asume cuando mira hacia arriba.
Señalaba el arquitecto Ramón Esteve su interés “por la ciudad histórica porque es el concepto de tejido continuo en el que los elementos singulares se van fundiendo en esa misma malla, no como una serie de chillidos. Si todos vamos hinchando el pecho con nuestros edificios, esto es un desastre”, “la mejor solución es la de los cascos históricos, el tejido que da continuidad, no heterogeneidad que buscando identidad se la termina cargando”.
Quizá con ese punto de partida el trayecto hasta los ‘pirulos’ y las grandes alturas resulta una alteración de cierto orden cósmico de reminiscencia medieval que nos hemos dado en el imaginario colectivo. Pero hagamos preguntas.
El arquitecto Pablo Camarasa, introduce: “la densidad de población de València está muy por debajo de la de Madrid o Barcelona, pero también de la de otras ciudades como Vizcaya o Alicante, por lo que realmente no hay un problema en cuanto a ocupación del suelo. Sí es cierto que el hecho de construir en altura permite ser más respetuosos con el entorno de la ciudad, caracterizado históricamente por ser huerta y además un distintivo de nuestro territorio. Generar un skyline en altura en zonas de más reciente creación podría mantener estos límites durante más tiempo”.
El arquitecto y estratega urbano Chema Segovia plantea la necesidad de atender a la clave de sus mensajes: “Cuando se discute sobre la conveniencia o no de los edificios en altura, el debate suele enfocarse desde un punto de vista formal. Por ejemplo, la recurrente discusión sobre sus impactos sobre el paisaje urbano se desarrolla como si la ciudad fuese únicamente un medio físico, una mera cuestión de proporciones, geometrías y composición estética. La arquitectura y la ciudad no son únicamente objetos, sino que también contienen valores, significados y formas de entender el mundo. Desde esa perspectiva, la construcción en altura ha estado históricamente ligada al poder económico. Cuando ves una torre recia, esbelta, revestida de materiales insensibles al paso del tiempo como son el cristal y el aluminio, que se levanta por encima del horizonte y parece relacionarse más con el cielo que con el suelo, ese edificio nos está lanzando el mensaje de que quien lo levantó -que en casi todos los casos es el privado y casi nunca poderes públicos democráticos- está por encima de nosotros. La venta de oficinas y viviendas en la Torre de Francia se promocionó con el eslogan “Venga a vivir por encima de los demás”, creo que explicita bastante bien lo que quiero decir”.
Sigue Pablo Camarasa considerando que “el límite de altura viene delimitado o condicionado por la proximidad del aeropuerto de Manises, por lo que en gran parte de la ciudad hay un límite establecido que no se puede sobrepasar. Por otro, criterios como la proximidad a los barrios históricos o zonas de baja densidad se deben tener en cuenta”. Proyectos como la Torre Eólica se han proyectado con 170 metros porque quedan fuera del espacio aéreo circunscrito.
Chema Segovia prolonga su argumento inicial: “Aunque me contradiga un poco, pienso que no podemos concluir que el rascacielos es la encarnación del capitalismo y desestimarlo frontalmente. La arquitectura en altura está un poco sobrevalorada, eso sí que me atrevo a afirmarlo. Minoru Yamasaki, el arquitecto que diseñó las Torres Gemelas, que en su momento fueron los edificios más altos del mundo, reconocía que estar en el interior de un rascacielos le provocaba inseguridad, angustia y malestar; que no podía acercarse a una fachada por miedo a perder el equilibrio, dar con la cabeza contra el vidrio y caer al suelo en picado. No deja de ser una anécdota, pero creo que expresa cómicamente lo irracional que es muchas veces la ambición ciega cuando la placidez y la belleza suelen encontrarse más bien en lo llano y en lo poco altisonante”.
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