Nada como asistir a la terrible mediocridad de los congéneres en quienes hemos depositado la facultad de gobernarnos para querer poner millas de por medio con el televisor: al ser humano puede que nos empujasen en la carrera de la evolución estos fortuitos pulgares oponibles, pero lo que sin duda nos diferencia del resto de animales con los que compartimos árbol de la vida es nuestra capacidad única para tropezar con el mismo obstáculo una, otra y otra vez, todas las veces que sean necesarias hasta acabar hechos un cristo, confundidos, enfadados y enfangados en el lodo creado con el remover de innumerables metidas de pata. Los espectáculos dantescos son todavía más difíciles de asumir en medio de un verano que recuerda a los tórridos orígenes volcánicos y meteóricos del planeta, a ese pasado en que los primeros organismos unicelulares proliferaban ufanos en un caldo primigenio cálido como el sudor en la cama de un cuarto valenciano sin el tan necesario aire acondicionado. El telediario se encarga de recordarnos por la mañana, a mediodía y por la noche -y a cada momento en el canal veinticuatro horas- que el bochorno se ha instalado en el país y en el hemiciclo, y que la única opción que queda es escapar, llegarse hasta la playa, comenzar a andar y desaparecer entre las olas, acercarse al puerto y como quien no quiere la cosa dejarse caer, agarrarse a un barco y dejar que nos lleve más allá de la bocana a cualquier destino que no sea el sofá sofocante frente al circo de la nación.
Otra opción menos dramática y con la que habitualmente se logran buenos resultados en materia de abstracción pasa por coger un libro que hable de otros lugares, de lugares lejanos, y concentrarnos todo lo posible para sentir en la piel las descripciones hasta que las irritaciones producto del bochorno vayan amainando con el vaivén de la historia de alguien que ha tenido la suerte de conocer o imaginar territorios ajenos a la perpetua campaña electoral. No cabe duda de que el contexto del escritor japonés Atsushi Nakajima tampoco era para tirar cohetes, pero tuvo la fortuna relativa de no llegar a presenciar lo que el instinto autodestructivo del ser humano tenía reservado para su país: Nakajima falleció en mil novecientos cuarenta y dos, pero antes tuvo tiempo de entregarse a la observación de los pueblos del mar del Sur que Japón gobernaba bajo el Mandato del Pacífico Sur tras haber arrebatado estas islas a la Alemania con la que más tarde se aliaría con los resultados desastrosos que todos sabemos, y que aún colean en forma de infausto recuerdo y constitución antibelicista que el primer ministro nipón Shinzo Abe pretende cambiar. La mujer pulpo. Cuentos del mar del Sur -publicado por Hermida Editores con traducción de Makiko Sese y Daniel Villa Gracia- es el testimonio de una forma de existir -de la que a estas alturas queda bien poco, aunque más de lo que cabría esperar- desde los ojos sesgados del ocupante, el relato de los paisajes cotidianos de los habitantes de Micronesia -de Palaos, de las Islas Marshall o las Islas Marianas- que el autor conoció brevemente y justo al final de su vida, pero que se grabaron hondamente en su mirada tal y como se puede apreciar en las narraciones que componen este libro: el folclore, el tacto áspero y húmedo de la madera de las embarcaciones, el salitre o la sensualidad inundan cada página de estos cuentos marinos y meridionales ideales para sobrevivir al verano.
Si Nakajima observaba Micronesia, el escritor estadounidense Alex Kerr observa Japón: El otro Kioto, escrito en colaboración con Kathy Arlyn Sokol, es la nueva entrega de su visión literaria privilegiada sobre el país del sol naciente, un título que también publica Alpha Decay con traducción de nuevo de Núria Molines y que sigue la estela de ese Japón perdido del que ya escribimos por aquí con anterioridad. En esta ocasión Kerr y Arlyn nos permiten descubrir los secretos escondidos a plena luz del día en el Kioto moderno y turistificado que solo quien ha prestado la suficiente atención durante el tiempo suficiente nos puede revelar. El viaje que nos proponen no se detiene en el mapeado de un Kioto alternativo y monumental, sino que también comparte con el lector instrucciones sugerentes para entender el arte oriental desde la perspectiva de la belleza y lo espiritual.
Algo más lejos nos lleva Mars Company, de Francisco Miguel Espinosa, cuatro relatos construidos en torno a una misma exploración que juegan con referencias melvillianas y conradianas, con el desafío intelectual que suponen las escalas incomprensibles en las que opera el universo y con la especulación fantástica acerca de en qué podría convertirse el Homo sapiens si algún día conseguimos deshacer el nudo que nos ata a la Tierra y nos convertimos en criaturas interplanetarias, interestelares, o soñando de un modo más ambicioso, intergalácticas. Agujeros negros que son pozos de sarlacc masivos o dioramas vivientes donde inesperadamente queda margen para el amor configuran este nuevo título del catálogo de Aristas Martínez.
Acabamos el recorrido alejándonos también, pero en este caso de lo convencional, con una reinterpretación del clásico entre los clásicos en clave de neolengua como es El chévere venturante mr. Quetzotl de Arisona -publicado por La máquina que hace PING!- del argentino Juan Simeran. Dice así: “En un lugar de Arisona cuyo nombre no quiero rimemberar, no ase mucho tiempo ayí laifeaba un farmer de los de rifle en bandolera, posesión antigua, pitbul flaco y galgo corredor. Una oya de algo más choriso que esteic, tortiya enchilada las más naites, fasfúd los viernes, guacamole los saturdais, alguna frutabomba de aniadidura los domingos, consumían las tres partes de su asienda”. Una pesadilla para el autocorrector que por otro lado esconde un mensaje inteligente y un atrevimiento muy poco común en un catálogo de novedades que en demasiadas ocasiones se vuelve cómodo y tiende a favorecer la reproducción de fórmulas, porque al fin y al cabo, como ya venimos comprobando, el riesgo de la repetición innecesaria es un factor inherente a la experiencia humana.