VALÈNCIA. El periodista valenciano Carlos Pérez de Ziriza publica en estos días Tres minutos de magia. Una historia del power pop y la new wave, un recorrido por la corriente musical que siguió al punk y que transformó la animosidad impuesta por este. Cuarenta años después de su nacimiento, llega el momento de recordar cuando a los grupos de corbatas finas y atuendos chillones.
El punk llegó a la música en 1976 para cambiar de golpe las reglas de la música pop. Su apogeo creativo, el auge de su difusión, tuvo lugar a lo largo de 1977. Después, el impacto y la intensidad fueron decreciendo. Aquellos que no se desintegraron a causa de su propia velocidad, como los Sex Pistols, evolucionaron más allá de la crudeza de la propuesta original. Mientras tanto, por la grieta que se había abierto se filtró una corriente de talento nuevo y eléctrico. Era un sonido que partía de los clásicos y que también se alineaba con el futuro. Las canciones eran breves. Eran melódicas y divertidas. La imagen de sus intérpretes sustituyó el feísmo por el colorido. Los medios de comunicación se refirieron a todos aquellos grupos como new wave. Al tener menos implicaciones existenciales, era música de efecto instantáneo. Una inyección de alegría cuyo efecto sentías antes de poder pensar.
El punk lo ponía complicado en cuanto a indumentaria porque he de recordar, una vez más, que en aquella España ese tipo de ropa era muy raramente localizable. La new wave tampoco lo ponía fácil. Aquellos pantalones de plástico y tonos chillones que lucían Tequila en una de sus portadas. Las camisetas con estampados de figuras geométricas, tecnicolores, fosforescentes. Era un despliegue de luz que, para algunos adolescentes españoles, llegó como una señal del cielo. Después de la rabia, llegaba la alegría. Escuchabas a Blondie, a B-52’s, The Cars, a Joe Jackson. La máquina de los sueños se activaba y lo único que querías era vivir.
En el momento de su aparición, el punk apenas tuvo arraigo en España, y menos aún en València. No hablo de grupos anecdóticos, sino de gente que dejara una huella. Como por ejemplo, La Morgue, que al igual que tantas otras formaciones de todo el planeta, se lanzaron a hacer música atraídos por aquel vórtice sonoro. Del punk cogieron la libertad, que aplicaron para hacer pop a su manera. Eran un grupo excéntrico, con un líder carismático y con imagen que se creía su personaje, como deber ser. De haber vivido David Dúplex (el nombre era estupendo) en Madrid o Barcelona, seguramente su impacto artístico hubiese sido otro, quién sabe. Cuando conocí a los miembros del grupo que unos meses más tarde se convertiría en Glamour, estos habían empezado ya con la transición estética posterior a la nueva ola. Fue en el otoño de 1980. Tras el colorido nuevaolero llegaron los tonos monocromáticos europeístas, característicos de algunos de los primeros grupos que introdujeron la electrónica en su libro de estilo.
La tarde en que Remi Carreres y José Luis Macías vinieron a Harmony a comprar singles de importación, poco les quedaba ya del efecto new wave. Todo iba a mucha velocidad en aquellos días. Las novedades en torno a la música surgían, eran celebradas con intensidad y, en poco más de un año, mutaban en otra cosa. Lo siniestro, los sintetizadores, el baile. Remi y Macías se las apañaban para llevar corbatas finas y negras. La Banda de Gaal, que era como se llamaba el grupo en el que estaban entonces, había tenido tan sólo un año antes una etapa muy nuevaolera. Les gustaba Split Enz y en algún momento incluso se les llegó a colar The Police.Las chapitas eran uno de los emblemas que definían a la nueva ola. La chapa sí que era fácil de encontrar y compensaba las carencias modernas en el atuendo. Una chapa de Devo. Una de B-52’s. Bowie y Reed, por supuesto. Por sus chapitas los conoceréis pensábamos sin decirlo los que estábamos en el ajo en aquellos días.
Carlos Pérez de Ziriza dedica en su libro un capítulo a las mujeres de la nueva ola. En Madrid hubo unas cuantas –Alaska, Tesa Arranz, Curra, Rubi, Las Chinas…-, en València fueron bastante menos. Pero ni siquiera eso puede cambiar el hecho liberador que comenzó con el punk y que ya nunca dio marcha atrás para que las mujeres adquirieran visibilidad y voz propia en una música dominada por los hombres y por su discurso. En Valencia la nueva ola iluminó los primeros pasos de Betty Troupe, liderados por una mujer, Flora Illueca, desde el primer día, cuando se hacían llamar Betty Boop Troupe. Lo que vendría después fueron variaciones sobre esa posibilidad y adaptaciones más o menos afortunadas alrededor del grupo de pop moderno, con toques tecnopop y canciones pop.
En su libro, Carlos habla también del power pop, que iba de la mano con la new wave, aunque el primero acabó siendo una especie de género imperecedero. A mí me gustaban mucho Dirty Looks y su frenético ‘Don’t Go’. La nueva ola era eso. Tres minutos de ordenado frenesí, un chispazo que venía de fuera y provocaba otro en tu interior. El power pop tuvo mucho más predicamento en Madrid (demasiado sencillo para nosotros, los valencianos amantes de lo artificioso) pero no olvidemos que no muy lejos de aquí, en Castellón, estuvieron Los Auténticos, que eran un auténtico milagro. Y que Julio Bustamante transfirió ese espíritu saltarín al ámbito de su querida Malvarrosa con In Fraganti. La nueva ola lo tiñó todo de un color al que, al menos en este país, no estábamos acostumbrados. Para mí, la nueva ola son las inflexiones a lo Yoko Ono de Lene Lovich actuando en Aplauso con sus largas trenzas. La portada del Candy-O de The Cars y todas y cada una de las canciones que hacían de él un álbum perfecto. El primer álbum de B-52’s. Los farfisas que barrían las canciones de Elvis Costello. Y por encima de todas las cosas, Blondie. Blondie con aquel concepto inmaculado, canciones pop que no renunciaban a ser arte, y una lideresa, Debbie Harry, que reescribió las leyes del sexo en la música pop, desde su óptica y sus deseos, sin permitir que ningún hombre le dictara cómo debía vestirse, moverse o cantar.