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‘Nightflyers’, cuando George RR Martin escribía sobre naves espaciales y no sobre tronos

Hubo un tiempo en que el escritor mundialmente conocido por su invernal saga de fantasía épica no se dedicaba a las intrigas palaciegas, sino a la exploración tenebrosa de los confines del universo

4/02/2019 - 

VALÈNCIA. Parece que el invierno, tras tantos años de espera, por fin va a llegar. Dicen que va a ser un gran acontecimiento, que el frío va a calarnos hasta el tuétano, que los que no tienen tuétano y son solo huesos y jirones de tejidos van a traer el invierno al hemisferio norte en pleno mes primaveral de abril, que por fin sabremos qué ocurre con esa historia que dio comienzo en mil novecientos noventa y seis en papel y cuyas últimas entregas se han ido demorando más de lo previsto para desgracia de los fans originales, los de los libros, los que tuvieron que esperar cinco años del tercero al cuarto y seis del cuarto al quinto en lugar de los dos años a los que estaban acostumbrados, todo para que luego el artífice de todas esas casas aristocráticas, clanes y tribus amigas de la traición, la decapitación, la violación, la mutilación, la sangría, el desollamiento, el descalabramiento, el hundimiento de ojos, el aplastamiento de cráneos, la crucifixión o las llamas de unos leños, de un combustible volátil o de las amígdalas de un dragón decidiera que de momento tranquilidad, que lo vamos viendo, que seguimos pero en formato serie, que ya escribirá lo que falta si eso, o que mejor no, que con esto que hemos hecho para la tele ya va bien, aunque la historia, a la deriva sin la base de los libros, se haya reducido como un Pedro Ximénez literario cualquiera hasta haber pasado de una gran concentración de emoción y salvajadas per capítulo a poder verle las costuras al invento por un exceso de relleno.

Para traición, la de George RR Martin. Lo que fue una saga tan repleta de detalles, personajes y relaciones que había que leerla con una libreta cerca para ir esbozando un árbol genealógico a medida que avanzaban los capítulos y así no perder el hilo, ha sido podada hasta su mínima expresión con la promesa de que el final va a ser apoteósico y que va a merecer la pena la poda -ya sabemos qué pasa con esos finales que han generado demasiadas expectativas-: en un guion no cabe tanto como en un volumen de una novela río -roman-fleuve- de cientos de páginas, y además, aunque cupiese, el cansancio ha hecho mella en Martin, y guste o no la historia es suya y la concluye cuando quiere y como quiere. Y si quiere ventilarse por el camino unas cuantas subtramas y ahogar en el río televisivo a un personaje o dos, pues oye, para algo compuso él y no otro la Canción de Hielo y Fuego -porque así se llama la saga, Juego de Tronos es solo un libro, el primer libro-. Si quieres conocer a fondo la historia no queda otra que acudir al estupendo catálogo de Gigamesh -y si podéis a la librería, mejor que mejor- para probar el verdadero sabor del acero con tinta, y luego ya pagar la suscripción correspondiente y acabar en la pantalla, un poco en la misma dinámica que esos trabajos que uno comenzaba a redactar con gran motivación y concluía de forma apresurada y obviando lo que ya le parecía que no era tan relevante mencionar por puro agotamiento. Algo así le ha pasado a Martin, que tiene dos entregas prometidas y tituladas en el horizonte -Vientos de Invierno y Sueño de Primavera-, que con los siete años que ya se demoran y con la conclusión audiovisual adelantando a la que merecen sus lectores, no tiene pinta de ir a cumplir con su propio legado.

¿Le ha superado la fantasía? ¿Ha muerto de éxito? ¿Los showrunners lo han llevado al lado verde oscuro del dólar? Es posible. Pero también es posible, puestos a especular, que a Martin lo que siempre le haya ido es lo que nos ofreció en sus orígenes como escritor, como este particular Nightflyers que edita Gigamesh, traducido por Cristina Macía, ilustrado por David Palumbo y con portada de Enrique Corominas. Sí, al George RR Martin de los huargos y los cuervos de tres ojos lo que le motivaba hace ya algunas décadas, pongamos desde finales de los setenta hasta finales del milenio, eran los planetas ajenos, los viajes estelares y la terrorífica inmensidad inabarcable del espacio, esto último a la manera del maestro de Providence cuyos mitos van camino de ser los próximos zombies, y si no, al tiempo -lo cual tampoco está mal, ni mucho menos-. Por aquel nebuloso entonces, a principios de la década de los ochenta, el autor publicaba esta novela que ahora vuelve a nuestras manos con un diseño impecable que ha tenido muy en cuenta los códigos del género, en la que una tripulación posthumana viaja a través de las estrellas en busca de unas criaturas míticas, los volcryn, seres inconmensurables hallados entre las leyendas más arcaicas de numerosas civilizaciones alienígenas, que desde los albores del tiempo se desplazan por el espacio, siempre fuera del radar, en dirección a la última frontera de la galaxia, y más allá. La tripulación, integrada por telépatas, émpatas, ciberneticistas, lingüistas, xenobiólogos, xenotécnicos o humanos perfeccionados genéticamente, viaja a bordo de la Nómada Nocturno, la nave del fantasmal capitán Royd Eris, un enigmático anfitrión del que no saben apenas nada, solo que la ropa que porta el holograma mediante el que se manifiesta está anticuada, que los vigila y que no desea dejarse ver.

Leer al Martin espacial y al fantástico permite entender de dónde viene mucho de lo que ahora conocemos, por ejemplo, cómo se gestó ese sexeo característico al que nos tienen habituados sus personajes aspirantes al trono, o bien darnos cuenta de que Martin es muy dado a proyectarse al futuro de sus historias a medida que las va escribiendo, abriendo puertas -o vórtices- que no sabe si algún día cerrará. Nightflyers es una lectura con aroma a 1984, Cimoc, Creepy o Totem, que disfrutarán sobre todo aquellas y aquellos fans del autor que a estas alturas, a punto de conspiración, están exigiéndole que se deje de series -hay serie Netflix de Nightflyers-, que sea un poco Lannister, y que por fin pague sus deudas.

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