El mundo se ha inundado de restaurantes orientales. Aquí y allá florecen y se reproducen, de tal suerte que están colonizando de forma sutil pero inflexible la cultura del comer.
Chinos, japoneses, hindúes o coreanos; tailandeses, vietnamitas, birmanos y pakistaníes se distribuyen por ciudades y barrios de Nueva York, Londres, París, Madrid, Copenhague o Valencia, lugares donde el curioso e impenitente comensal nativo intenta descubrir exóticos sabores y milenarias técnicas de aliño.
Para empezar, ya domina los nombres de sus favoritos: no ya solo los irrenunciables sushi y sashimi, o los muy populares y picantes daikon y wasabi, sino los más complejos y recónditos sukiyaki, edamame, maguro y wakame, para decir como versado oriental: deme un caldo de verduras que yo me cocinaré en él las carnes y los pescados, o un aperitivo de granos de soja hervidos, un corte de atún de calidad o una sopita de miso adornada con el alga de referencia.
Y para continuar aprecia en los japoneses la calidad de los cortes, tanto de carnes como de pescados, la exactitud del tamaño de la ración que se lleva a la boca, la limpieza de impurezas o estorbos que le permiten degustar cada especialidad en sí misma o con acompañantes neutros; en los chinos las salsas que envuelven los productos –no siempre de la mejor calidad- y los diversos ingredientes que son capaces de invocar para llenar el estómago por un precio módico; los múltiples curries indios, con no ya múltiples sino multiplicados picantes; el arroz –más allá de nuestros cereales- recubierto de un sabroso kimchi coreano o simplemente cocido, glutinoso, para formar parte indispensable de la cocina de todas aquellas tierras.
Se ha impuesto en todo el orbe esa cocina al unísono de la expansión de sus nativos, ahora trasladados de geografía, que ocupan los territorios que los acogen y de forma casi obligatoria trasladan a cada país sus costumbres alimenticias. Y como hemos visto sus nombres y expresiones, que ya todos apreciamos.
Lástima que en una cultura como la nuestra, que se mueve de forma irremisible alrededor del hecho gastronómico, no hayamos podido convencer a nuestros compatriotas de que esos saberes también se encuentran ente nosotros, y que no sería tan difícil poder responder con la misma celeridad con que asumimos que ahora el toro es un muy cotizado corte del atún en vez de ese animal con cuernos que recordamos, que hacer una gallina en pepitoria es guisarla aderezándola con yemas de huevo y almendras, o que tenemos nuestras tradicionales formas de conservar los alimentos guisándolos con un escabeche en vez de someterlos a la gélida intemperie del congelador.