La paella de invierno es una idea que, según a quién se le diga, qué edad tenga o dónde vivan sus padres, puede resultar tan de perogrullo como inédita. Algunos nunca habíamos oído hablar de ella, mientras que otros –sin haberla cocinado ningún domingo del pasado mes de febrero–, les resulta un concepto trasnochado. Y sin embargo, más que nunca, la modernidad exige conciencia de temporada. Cocina de mercado, que es decir, de lo que llega en temporada al mercado. Si la cocina de mercado replica a la del supermercado, los primeros acabarán cerrando. Y si la modernidad exige mercado (vuelvo), que es decir temporada, que es disfrutar del sabor incomparable de frutos y hortalizas sin valores químicos añadidos ni cámaras frigoríficas mediante, entonces resulta que con la paella hay debate. Porque queremos ser muy de mercado, pero la paella, a saber, la comemos de verano. Todo el año.
La paella de invierno es un concepto moderno, aviso. Es un disfrute asequible y, por si fuera poco, una oportunidad de negocio. Es vanguardia, porque supone apreciar el hecho de vivir en la huerta periurbana más importante de Europa. Y casi que del mundo. Y que lo que surge de aquí, de temporada, resulta que en invierno ni es bajoqueta, ni garrofón tierno, ni mucho menos tomate (sí, el tomate no es una fruta de todo el año. Cuánto lo siento). La paella de invierno, como la de verano, era de lo más natural para un plato que hasta hace apenas un siglo se distinguía por ser todo lo contrario que es hoy: una seña de diversidad, de puesta en valor de la mejor huerta de cada pueblo, de cada barrio, de cada familia. Porque las paellas eran de marjal, de mar, de huerta y hasta de campo. Pero lo global y el mercado económico, que todo lo puede, la acabaron por uniformizar.
Nada queda por escribir de la paella, salvo su futuro. Hasta el presente y desde 10.000 años antes de Cristo (primer fósil reconocido del arroz), todo está recolectado ya en El llibre daurat. La història de la paella com mai s’ha contat (Pòrtic Edicions). Este monumental y divertido ensayo está escrito por el poeta Josep Piera, quien recibió hace décadas una especie de encargo por parte del gran escritor Joan Perucho. Y en la historia cultural y social de la paella publicada, el concepto “paella de invierno” tiene una razón de ser, según Piera: “es que era inevitable. Faves, carxofes i alls tendres, eso es una paella de invierno”. ¿Pero de qué más se compone una pella de invierno y hasta cuándo se come?
Efectivamente, la alcachofa es la reina de la paella de invierno y su ingrediente más extendido. Una de las reinas de la agricultura valenciana hacía su noble acto de presencia en el plato, acompañándose, según la casa, de habas y ajos tiernos. Es curioso fijar que el garrofón es más propio de la paella de verano, pero ya entonces se usaba en la de invierno. Como toda legumbre, aunque es tierna en verano, seca puede hidratarse. Y tras la noche en remojo se usaban en la paella de invierno, recuerda Piera, porque el garrofón es apreciado de manera natural durante todo el año.
En La Safor, al garrofó le llaman fesols de peladilla y alguno se ha comido a estas alturas la pedagoga y escritora gastronómica Chelo Peiró. Autora de La cuina de la Safor y Dolços valencians, editados por Drassana, acaba de publicar El arroz y su mundo (Tivoli), algo más que un recetario. “En Oliva tenemos clara la distinción entre paella de invierno y paella de verano. La de invierno se elabora con alcachofas, habas y ajos tiernos, verduras que en verano ya no se encuentran en los mercados”.
¿Y la carne? Bueno, en este caso Piera insiste en el pollo como elemento casi central de toda paella. No obstante, hasta donde ha recogido en su obra y recuerda, “existe una influencia de la matanza del cerdo en la paella de invierno. En algunas casas, una influencia total. Lo que sí que está claro es que en la paella de invierno en la que se usa carne de cerdo, la cantidad de carne es inferior. Conscientes o no, es también una cuestión de digestión e ingesta calórica”. Más allá del arroz, dice Piera, el otro ingrediente troncal de la receta para todo el año es el “aceite de oliva, que se podía conservar”.
Antes de describir la paella de verano hegemónica, Piera aporta una paella no menos conocida antaño hasta hace algunas décadas: “bastante popular era la que, podríamos llamar, paella de Semana Santa. Coliflor y bacalao. ¡Buenísima!”. Alguno pensaría que esta receta es poco menos que un atrevimiento, pero para eso están los incontables recetarios que Piera adjunta en su libro. Y la de Semana Santa es una de las recetas más interesantes y de temporada de las que se adjuntan.
¿Entonces, la paella que comemos, es la de verano?. “Bien avanzada la primavera y en verano, hay plena producción en las huertas de proximidad de garrofó, tavella, roget, o judía plana, además de buenos tomates. Ferraura (una variedad de judía) es difícil de encontrar en La Safor, pero sería lo propio en València. Y con estas verduras, pollo, conejo, opcionalmente caracoles, un buen aceite de oliva y arroz se hace nuestra preciada paella de verano, que en realidad cumple los ‘requisitos’ de la que conocemos como paella valenciana”, responde Chelo Peiró.
“La que hoy comemos, es la paella de verano de huerta. Una paella que se hacía como algo extraordinario, si alguien venía a casa. ¡No todos los días se mataba un pollo! Así que pollo y conejo, efectivamente, de Sant Jaume a Sant Miquel. Ese es el periodo más vacacional de València, en el que las familias salen al campo, al río, a la barraca o a la caseta. Están los primeros fesols, más tiernos, y la mejor bajoqueta”, añade Piera.
Hablando con dos ilustres de la escritura gastronómica desde La Safor, está bien remarcar alguna característica propia de la paella de verano. “En verano, en nuestro mercado de proximidad, encontramos un ingrediente que apreciamos mucho: el fesol morú. Además, no solo en nuestra comarca, la paella de verano se adorna con unas finas tiras de pimiento rojo que se doran muy ligeramente antes de sofreír la carne. Así, aromatizan el aceite y se reservan para adornar el plato tal y como en otras zonas usan el romero”. Y a estas apreciaciones locales del recetario, Peiró añade una singularidad concreta: “en Oliva y algunos pueblos se le añade, a veces, unas pequeñas albóndigas de carne”. ¿Reminiscencias de la de invierno?
Piera insiste en la importancia de re-estacionalizar la paella por muchos motivos, entre otros porque “es sano ser conscientes de lo extraordinaria que es nuestra huerta. Hoy es difícil hacernos una idea de la importancia que suponía vivir junto a unas tierras de regadío y un microclima tan especial”. El poeta y amigo de Perucho acude al refranero: “si antes hablábamos de ‘la alegría de la huerta’, era, precisamente porque visitar un mercado era un espectáculo. ¡Yo reivindico que lo sigue siendo! ¿Dónde podemos encontrar tantos colores, olores y sabores? Pero claro, para alcanzar esos placeres, debemos ser conscientes desde el paladar de lo que es una hortaliza fresca al lado de una de cámara”.
No hace falta acudir a la ciencia para comprender que las hortalizas frescas son bastante más sabrosas. Es difícil de calcular el mal que ha hecho el 'arreglo de verduras para paella', como es evidente que se lo ha hecho al cocido. Las hortalizas frescas de temporada, además de sabor, aportan puntos de textura atractivos gastronómicamente hablando.
Piera advierte que, “generacionalmente, es cierto que una buena parte de la sociedad nunca se ha comido un tomate recién cogido. Una alcachofa, unes faves, recién recolectadas. Hay que visitar mercados, preocuparse por la procedencia y redescubrir esa excelencia. Es un cambio de concepto cultural, que la alta gastronomía, como Ricard Camarena, va asumiendo. Pero también deben hacerlo los consumidores”
La vuelta a la paella de invierno no es un anacronismo. Es, si cabe, de lo más estimulante. “Los valencianos ya deberíamos estar hartos de una sola receta. Si conocemos la historia del plato, tendremos inquietud por redescubrir sus múltiples soluciones”, concluye Piera.