En dos o tres décadas, nuestra cocina se ha modernizado tanto que a veces olvidamos lo que tenemos, eso que nos suena a “lo de siempre”. En este tiempo hemos reescrito innumerables recetas, de aquí y del mundo. Pero que levante la mano quien, en el último año, haya cocinado en casa una paletilla al horno; que la levante quien la haya pedido últimamente en el restaurante para comer
Donde mejor se conocen las vidas es alrededor de una mesa, la distancia es corta y resulta muy difícil no mirar a los ojos. Las mesas del Pascualín son idóneas para ello, cuadradas, pocas veces les hace falta una cuña bajo la pata. Me siento con Pascual Herrero Faus y Teresa Peiró Llopis. El bar está lleno, es sábado por la mañana, a la hora final de los almuerzos. Pascual saluda a todo el mundo y todo el mundo le saluda a él, se para en cada mesa, como alguien que tiene el cometido de asegurarse de que todo va bien. Sus piernas parecen agradecer esas pequeñas treguas, pues al andar se ve que han tenido mucho trote y mucho trasiego. Teresa también se para con unos y otros, pero menos, el tiempo justo para que uno se pueda fijar enseguida en lo bien que le sienta la elegancia, la elegancia de quienes han sido humildes y han roto el techo de cristal. Se nota que ha sido peluquera porque siempre va con, como decimos por aquí, “el monyo arreglat”, y también que fue más moderna que ninguna de sus amigas. “Yo, de joven, ya llevaba los pantalones cortos como las chicas de ahora y me criticaban porque iba con traje de baño al río Turia”. Pascual y Tere se casaron y tuvieron dos hijos. Pascual y José son ahora quienes hacen todo (o casi) en el Pascualín, el primero en la cocina y el segundo en barra.
Teresa y Pascual montaron el bar cuando aún se decía “montar el bar”, en 1970. Entonces, era la mitad de lo que es ahora, “había una plancha, barra, tres mesas redondas dentro y terraza, donde más movimiento había era en la terraza”. Los primeros años, como la barra era pequeña, Teresa se encargaba de preparar los almuerzos en casa, hasta que ampliaron el local en el 77. Abrían por la mañana, temprano —para los cafés antes del almuerzo— y cerraban por la tarde, diez o doce horas después, o por la noche, catorce o quince horas después, ¿ya estaba bien, no? Pascual y Tere son de esas personas de ochenta y ochenta y tantos que creyeron en el trabajo, en que cuanto más trabajo, mejor. Trabajo y honradez.
Los Pedralvinos era uno de los mejores restaurantes de València en aquella época
Pascual entró de camarero en Los Pedralvinos a los 18 años. “Fregábamos, servíamos, hacíamos más horas que un reloj”. Era capaz de llevar siete u ocho platos con paletillas a la mesa en cada viaje, y no es exageración, hay fotos que lo atestiguan. Los Pedralvinos era uno de los mejores restaurantes de València en aquella época. Cuando los extranjeros (con cartera) llegaban al aeropuerto y se subían al taxi y preguntaban por un sitio para comer, los taxistas lo tenían claro: Pedralvinos o el Palace Fesol. Por ahí pasaron famosos, jugadores de fútbol, artistas. “El menú costaba 21 pesetas, eso es algo que no se me ha olvidado nunca. Llevaba menestra de verduras, filete de ternera, un quinto de cerveza, flan y café”. Teresa era peluquera en Villamarxant y un día la llamaron para cubrir un hueco en el mostrador de servicio de camareros y en la caja. Cinco años en los que ahora sí y ahora no. En el amor tuvo más estabilidad y como la historia entre ella y Pascual venía de antes, cuando el otro idilio, el que había entre Pascual y Los Pedralvinos, se rompió en mil pedazos, comenzó a fraguarse la idea del Pascualín. Un bar de almuerzos, café y cervezas. Hasta que aparecieron los clientes y les pidieron de comer a mediodía, de cenar los fines de semana, hasta que vinieron más clientes, cuando salían del bingo y querían llenar un poco el estómago. Y como los clientes —los buenos clientes— siempre tienen la razón, el matrimonio dijo otra vez que sí. En poco tiempo, el all i pebre de Pascual y la paletilla de cordero al horno se hicieron famosos. Parece sencillo, pero hay que hacerlo y que salga bien. Como la receta del cordero.
Quizá esta sea la receta más corta sobre la que he escrito en más de un año, pero esto no es más que un aviso sobre su facilidad engañosa.
Inicio: encima de la paletilla partida por la mitad (pero sin cortes) se pone el laurel, el tomillo y un chorrito de AOVE; ya en la cazuela para el horneado añadimos ajos, tomate (natural, a trozos), cebolla (a rodajas), pimentón dulce, vino tinto y más aceite. “El horno que esté fuerte al principio y luego se baja y se le va dando la vuelta”. Final.
El Pascualín era la casa, el sitio en el que Pascual y Tere recibían los sábados por la noche a los amigos y amigas de Villamarxant, el entorno donde crecía la familia —José y Pascual, los hijos, se pasaron cientos y cientos de horas en el bar, celebraron sus comuniones, los cumpleaños—, el lugar donde se querían. El nombre, Pascualín, tiene que ver con ese amor. El hijo mayor, Pascual, nació con siete meses, pesó 1,3 kilos y salió adelante. Su nombre en el rótulo fue como el cartel de esa avioneta que pasó por encima de mi cabeza un verano en Cullera y con el que alguien le declaraba su amor a María. Salir adelante es una expresión que suena como a antigua. Que no decimos mucho porque quizá nos parece que estamos pidiendo una paletilla de cordero al horno (que también es un plato que nos suena a pasado). Pero como hoy vengo reivindicativo, voy a utilizarla por segunda vez, y ya concluyo: Pascual y Teresa han dedicado la vida entera a salir adelante.