Suele decir el pensador urbano Josep Sorribes (legendario jefe de gabinete del alcalde Ricard Pérez Casado) que València, con pertinaz frecuencia, mira demasiado al campanario.
Un ombliguismo de corto alcance que le impide abastar su función metropolitana. Política de campanario, información de campanario, pensamiento de campanario.
Durante las últimas semanas el principal acto de debate urbano han sido los maceteros de la Plaza del Ayuntamiento. Desde mi madre hasta nuestros diseñadores de cabecera, todos nos hemos visto interpelados por la cuestión. Imagino que tiene que ver con que la representación de la plaza, su proyección estética, lanza un mensaje poderoso de las intenciones de la ciudad; dirime con síntesis la pregunta sobre ‘de qué va València’.
Pero en este saludable intercambio de opiniones sobre el futuro del ágora, unos grandes ausentes. Profesionales del comer, comerciantes muy locales. ¿Qué ha sido de ellos? ¿Pero aquí dónde y cómo se come?, ¿dónde y qué se compra?
Me temo que los maceteros nos impiden ver el bosque de la Plaça de l’Ajuntament y su entorno. Existe una distorsión. La fuerza de la discusión se ha quedado en la propia revolución del sentido de la plaza. Pero el
momento cambió. La ciudad digiere con normalidad la reordenación urbana, se da por descontada. La aceptación de esa etapa -un cambio sensible tras varios quinquenios de rancio asfalto- supone el inicio de otra fase más exigente: sofisticar los mismos cambios. No es la misma ciudad que en 2015.
La plaza caminada es un fin en sí mismo. ¿Pero qué le rodea? Es como abrir un balcón cuyas vistas han sido reemplazadas por un muro de hormigón. Dar vueltas a un circuito de franquicias de escaso valor particular.
El director del Museo del Diseño de Londres, Deyan Sudjic, resume letal este fenómeno global en El lenguaje de las ciudades: “El sistema Starbucks es un diseño bueno, en el sentido en que un fusil Kalashnikov es también un buen diseño. Es barato, fiable y a prueba de tontos. En términos de inversión en la ciudad, funciona… al menos inicialmente. Cuando se invierte en él, los rendimientos se dan en revalorización del capital, así como en arriendos para el que puso los fondos. Pero el dinero aplicado de esa manera hace que las ciudades funcionen un poco peor. Pierden parte de su diversidad, pierden autenticidad, y también parte de su extraordinaria capacidad para renovarse, reinventarse y regenerarse a sí mismas, como los atolones de coral moribundos en el océano Índico. Y a largo plazo, dejan en riesgo también al capital que se ha invertido en ellos”.
Ahora podemos sumergirnos por fin en unas aguas libres… pero los atolones de coral que soñamos con ver se han mustiado.
¿Dónde queda la expresión de una ciudad que se arroga un gran momento gastronómico?
¿Dónde está la promesa de productores locales pululando por la almena central de la urbe?, ¿dónde la influencia de la tupida red de mercados?, ¿dónde queda la expresión de una ciudad que se arroga un gran momento gastronómico?, ¿dónde queda su participación en este debate?, ¿dónde sus reclamaciones más allá de pillar un metro más de terraza? Y no, no es que no dé gusto envainarnos de vez en cuando una buena franquicia, es la diversidad quebrada.
El último sábado por la mañana, Rafa Valls, de UNO, uno de esos forzudos del comercio con raíz, me mandaba una foto del nuevo uso de la pastelería Santa Catalina, cerrada hace pocos meses. Con Rafa habíamos fantaseado sobre qué sustituiría al horno. ‘Esto no lo viste venir’, me escribe a las 8.54. Una tienda de Hard Rock Cafe, han puesto una tienda de Hard Rock Cafe. Qué 2002.
“¿Qué diferencia hay ahora mismo en caminar por València y por el Centro Comercial Bonaire?”, reaccionaba Joan Quirós, cuidador de ciudad a través del lettering.
"What the fuck is happening to this neighborhood?" (Patsy Parisi, The Sopranos, Season 6; Episode 8), gritaba el periodista Vicent Chilet.
“Lamentablemente, también lo vemos en otras ciudades. Si estas quieren mantener su esencia, tendrán que protegerla: comercios históricos, trabajos tradicionales…”, razonaba Ricardo Pabón, experto en tecnología y ciudad.
Podemos sacudirnos el problema bajo el mantra mayor de que esto sucede en todos lados. O podemos tirar por el camino fácil de limitarnos a hacer campañas a favor de lo local. Pero me temo que no es suficiente, ya no es suficiente. Para garantizar un centro mínimamente hedonista urge un plan de choque imaginativo. De lo contrario, la mayor atracción en nuestros paseos por la Plaça será mirar maceteros.