A un restaurante se viene a comer bien, a disfrutar de su oferta gastronómica, a dejarse llevar por ese vaivén de cocineros que van de mesa en mesa anotando la comanda y manejado con más o menos arte la bandeja
Especialmente si el restaurante parece un salón de banquetes. Y el Boga, con capacidad para más de 300 comensales y una amplia terraza lo parece. Pero, como decía, a un restaurante se viene a disfrutar y aquí su fideuà de Gandia tiene gran fama —ganó el 42 Concurso de Fideuà de Gandia en 2016—. También se viene a dejar los prejuicios a un lado.
Sí, los prejuicios. Más allá de esa fideuà—y arroces—, el Boga es un restaurante diferente. No se percibe al ver esas mesas preparadas con esmero, con blancos manteles y una cubertería alineada a la perfección. Tampoco a través de su cocina, con platos bien ejecutados y presentados. Se intuye cuando el camarero, con una sonrisa de oreja a oreja, te entrega la carta y te pregunta “¿qué desea para beber?”. Tiene discapacidad intelectual, al igual que el resto de sus compañeros —a excepción del jefe de cocina y el de sala—, pero ello no les impide atenderte con profesionalidad y diligencia. Todo lo contrario, asombra su profesionalidad. Y es que, el restaurante Boga es un proyecto puesto en marcha por la Fundación Espurna (Gandia) para lograr la integración social de las personas con discapacidad intelectual mediante el empleo. Puede resultar una idea descabellada pero, con paciencia y buenos ingredientes, todo es posible.
La plantilla, formada por un 80% de trabajadores con discapacidad y el 20% sin ella, trabaja principalmente los fines de semana y en verano. El resto de días están al frente —con una pequeña ayuda— los alumnos del curso de formación en hostelería organizado por la propia entidad. Entre ellos se encuentra Susi, de 20 años, que poco a poco va entendiendo mejor el mundo de la cocina y superando sus propias barreras: “Estoy mejorando mucho, ahora hablo más pausada —la joven lo hace muy deprisa y atropelladamente—y ayer aprendimos a hacer albóndigas”, comenta sin esconder que en sus primeros días se le escapó un “no puedo”. La coordinadora de las actividades de ocio y tiempo libre de personas con discapacidades psíquicas de la Fundación Espurna, Amparo Sanfelix, explica que esa actitud es muy habitual.“La tendencia es siempre acogerse al no soy capaz, me canso, me aburro… pero cuando les das la oportunidad de que confíen en ellos mismos cambian ese “no puedo” por “soy capaz”.
Se ve enseguida. Al abrir la puerta que conduce a la cocina, los jóvenes están concentrados en sus quehaceres: pelan las verduras, emplatan los entrantes, preparan la carne, ayudan con el fondo dela paella… Lo mismo ocurre en el almacén, donde vemos a cuatro jóvenes planchando la mantelería en parejas y a otros tantos llevando el recuento de lalmacén. La complicidad entre unos y otros es absoluta y de vez en cuando se les escapan unas risitas y se hacen bromas. Mientras tanto, un profesor les supervisa y les guía en su quehacer. Su cariño hacia ellos se desvela en cada gesto y ponen énfasis en esas labores porque, más allá de facilitar su inserción laboral, les ayudarán en su día a día.
Por su parte, Empar —17 años— tiene claro que prefiere trabajar en sala. Ahora se maneja bien pero al principio rompió algún que otro plato y en alguna ocasión se puso tan nerviosa que al acercarse a los comensales se bloqueó y se quedó inmóvil. La timidez, explica, a veces la supera. Se pone roja al recordarlo pero con orgullo cuenta cómo le felicitaron en su último servicio, donde atendió a sesenta personas. Lo hizo acompañada por un compañero de tercer curso y bajo las órdenes de Kiko Armiñana —jefe de sala— pero en un futuro no muy lejano tendrá que hacerlo sola y mostrar su valía para ese puesto de trabajo. De ahí la importancia de la formación específica en hostelería que imparten en el restaurante. “Trabajan en parejas donde los compañeros de tercer año guían a los de primero”, explica Sanfelix. El objetivo no es otro que formarse como un profesional, ya sea en el mundo de la hostelería o en otro sector pues “lo importante de esta formación es que les da un bagaje general que es aplicable a otros sectores y trabajos”, explica Ana Fuentes, responsable del Boga, reconociendo que “lamentablemente en el restaurante no hay hueco para todos”.
Precisamente fue la necesidad de buscar una salida profesional a los jóvenes de la fundación Espurna lo que les motivó a iniciar el proyecto del restaurante. Y más teniendo en cuenta que la crisis mostraba su peor cara. “Muchos se quedaron sin trabajo y desde la fundación éramos incapaces de ayudarles porque no habían puestos para ellos”, explican desde la Fundación recordando que antes del restaurante pensaron en abrir un atintorería o un servicio de lavado de coches.
Pero la casualidad hizo que dieran con un local en venta que requería tanto de cocina como de limpieza y mantenimiento: El mítico restaurante Gamba, situado en la playa de Gandia. “Al verlo vimos todo el potencial que tenía y no lo dudamos ni un momento”, recuerdan con la emoción del primer día.
Así, en mayo de 2015, adquirieron el local y en junio dieron la bienvenida a los primeros comensales del restaurante Boga—su nombre se debe a una planta que crece justo detrás—. “Los inicios fueron algo complicados pero poco a poco fuimos aprendiendo a gestionar un restaurante de estas características”. Aprendieron a base de prueba-error y sin perder su objetivo: “mantener un negocio cuyo fin es dar trabajo a jóvenes con discapacidad intelectual pero sin olvidar la alta calidad”.
Una labor que está detrás de cada uno de esos platos que elaboran, que se revela en la sonrisa de los trabajadores y se cristaliza al abandonar el restaurante sabiendo que se va a volver. Porque en el restaurante Boga, la experiencia gastronómica va más allá de la culinaria, aunque ésta sea la primera razón para reservar una mesa.