La nueva entrega de la saga de Lucas evidencia la fertilidad del proyecto y sus abundantes posibilidades; el oficio de Gareth Edwards logra salvar la ausencia de originalidad con un producto a la altura del mito
VALENCIA. El pasado 8 de diciembre, el actor Mark Hamill publicó un irónico tuit sobre el inminente estreno de Rogue One: Una historia de Star Wars. En él se preguntaba si estaba o no en la nueva película de la saga. La ironía, empero, no significaba un desprecio hacia el producto que se ha estrenado este jueves, sino que venía incidir en el exceso que rodea a la saga galáctica creada por George Lucas, que con esta nueva película agranda su leyenda de culebrón y el número de largometrajes que lo componen. Si tenemos en cuenta los siete largometrajes oficiales de la saga, más los dos telefilmes vinculados a los Ewoks, Rogue One es la décima producción con actores reales. No está mal para una película que su director pensaba que iba a ser un fracaso.
Curiosamente, siendo como es este largometraje el convidado de última hora, no deja de ser irónico que sea una de las películas más completas de toda la epopeya galáctica, la única de la nueva hornada que está a la altura de las dos originales, La guerra de las galaxias (George Lucas, 1977) y El imperio contraataca (Irvin Kershner, 1980). Con un presupuesto generoso de más de 200 millones de dólares, Rogue One no cae en ninguno de los excesos de su predecesora El despertar de la Fuerza (JJ Abrams, 2015). Unas virtudes, las de Rogue One, que sorprenden aún más si se tiene en cuenta los problemas que han rodeado a la producción, con filmaciones de última hora y cambios en el guión hasta el último día.
Con un reparto repleto de pequeñas intervenciones de actores tan relevantes como Forest Whitaker o Mads Mikkelsen, el peso de la producción recae sobre Felicity Jones y Diego Luna, quienes realizan interpretaciones más que verosímiles y patentizan también con su trabajo el mediocre desempeño de los actores que les precedieron (no hace falta decir nombres). Jones demuestra un empaque considerable y Luna sabe estar a su altura, respondiendo al despliegue de carisma de la joven actriz. Junto a ellos, un nutrido grupo de secundarios como Ben Mendelsohn, encarnando con altibajos al villano de la función y, sobre todo, la pareja formada por Donnie Yen o Jiang Wen, quienes aprovechan la ocasión para lucirse con soltura. El primero, uno de los actores de Hong Kong más famosos de los últimos años, se divierte con un personaje que remite a Zatōichi (2003), una de las grandes creaciones del genial Takeshi Kitano.
La clave de toda la producción reside en un guión modélico, que firman al alimón el sorprendente Chris Weitz (sí, el de American Pie) y el veterano Tony Gilroy, dos veces nominado al Oscar, guionista de la saga Bourne y director de la más que encomiable Michael Clayton (2007). Especialmente importante ha sido la colaboración de Gilroy, quien reescribió secuencias para la parte final, mejorando el resultado a tenor de lo visto. Ambos dan forma a la historia de John Knoll y Gary Whitta. La presencia de Knoll resulta cuanto menos inesperada ya que es uno de los más reputados especialista en efectos visuales, con un Oscar en el zurrón y cuatro nominaciones más, pero al que no se le conocía por esta faceta de escritor; así es el mejor Hollywood, siempre abierto a dar oportunidades. Por su parte, Whitta es un guionista con un largo historial televisivo que incluye series tan oscuras como Walking Dead y películas poco familiares como El libro de Eli (The Hughes Brothers, 2010).
Esa disparidad de manos se percibe en un libreto que sabe oscilar entre las distintas querencias de sus autores en un equilibrio digno de funámbulos. Hay humor, con réplicas brillantes. “Confundes la paz con el terror”, dice al principio el personaje de Mikelsen. “Por algo se empieza”, responde irónico el malvado encarnado por Mendelsohn. Hay oscuridad, hay dolor, hay un hábil e inteligente uso de los efectos especiales, y sobre todo hay constantes y oportunas referencias a las historias precedentes, con planos que son imitaciones puras y duras de las diferentes entregas de la saga, y también de películas tan dispares como Blade Runner (Ridley Scott, 1982), Pequeño gran hombre (Arthur Penn, 1971) y, sobre todo, Apocalypse Now (Francis Ford Coppola, 1979), una asimilación que ha despertado las iras de la crítica más purista pero que constituye, posiblemente, uno de los grandes hallazgos de la película y que recuerda a los guiños intelectuales que anidaban en la primera entrega.
Pastiche en el mejor sentido de la palabra, echarle en cara a esta producción esa asunción de iconografías ajenas es gratuito. La cruda honestidad de este film es que no le importa hacer gala de su falta de originalidad porque no es ésa su guerra. El mérito principal de Rogue One es ver cómo encajan las piezas, asistir a la conjunción del desordenado puzzle de Star Wars y maravillarse ante la manera tan rápida, concreta y directa con la que se engarza este largometraje bisagra en el conjunto de la saga. No sólo se corresponde con la historia original, sino que además da respuestas a muchas de las dudas que han rodeado siempre a la saga. Una de ellas, el porqué la Estrella de la Muerte tiene un punto débil, es explicado con lógica y sentido común.
Con un tono realmente épico y un desenlace maduro, inusual en este tipo de largometrajes, Rogue One se dirige a los fans de Star Wars ofreciéndoles pequeñas píldoras que evocan a los personajes de las primeras entregas, con unas apariciones casi fantasmales vía ordenador de Peter Cushing y una rejuvenecida princesa Leia encarnada por la noruega Ingvild Deila, retocada también con imágenes CGI para ser idéntica a Carrie Fisher. La breve aparición de los personajes de C3PO y R2D2 se compensa con la alusión cómplice que anida en el personaje de un robot, K-2SO, que une las características de ambos androides, siendo tan timorato como irónico y resolutivo. Por allí se dejan caer también Jimmy Smits y algunos de los secundarios más célebres de la primera entrega, como ese reo buscado en 12 sistemas.
Buena parte de los méritos cabe atribuírselos a su director, Gareth Edwards, quien se revela como un artesano modélico, a la altura de Kershner. Con una más que eficaz y sencilla puesta en escena, Edwards conduce toda la historia con soltura. Y aunque tuvo que acudir a última hora a Gilroy, quien además dirigió algunas de las escenas de la segunda unidad, la conclusión y todo el desarrollo de la parte final hablan de una profesionalidad encomiable. Sin ser una obra maestra, Rogue One es una película que se ha hecho con un mimo que recuerda a las mejores épocas del mainstream. No es de extrañar pues que, aunque sólo estaba previsto un estreno a medianoche este jueves, desde Disney hayan decidido aumentar los pases de preestreno hasta el punto de que el largometraje ha tenido este jueves las mismas sesiones que cualquier película ya estrenada. Sabían que tenían entre manos un buen producto y convenía sacarlo cuanto antes al mercado. Ojalá las próximas entregas de la saga que han de venir estén a su altura, aunque quizás eso sea mucho pedir.