Después de un día siempre viene el siguiente, y esto es una obviedad que a nadie sorprende pero lo cierto también es que a veces nos damos de bruces con lo que importa o no y nos estancamos, nos quedamos atorados en un intervalo, y el intervalo, que puede ser el que acontece entre una decisión y su consecuencia, entre un amor y su fracaso, entre el acudir y la cita, se dilata, se ralentiza, se detiene y de pronto ese lapso de tiempo se convierte en una eternidad viscosa que nos atrapa y nos deja ahí, stuck in the middle, prisioneros del instante sin indulto posible: los segundos tienen la capacidad de aminorar su marcha, el reloj se convierte en una estatua desagradable y nos ahogamos en su parsimonia, en su inmovilidad, en su nada robusta. La asfixia por pausa es una de las peores situaciones que nos puede tocar vivir, la calma ecuatorial de los que no navegamos con brío, un frenazo repentino que nos deja a la deriva entre puertos seguros. El motivo por el que el esto sucede no es uno, son muchos, pero ninguno tiene que ver con ese lugar común del saber popular pseudocientífico que se esfuerza en justificar que es que el tiempo es relativo. Esa relatividad en realidad tiene poco que ver con lo que creemos, pero ese es otro tema que ahora no vamos a discutir porque nos llevaría mucho más espacio del que nos hemos propuesto y además ya lo hemos mencionado en otras ocasiones por estos pagos literarios, hablando del italiano Rovelli sin ir más lejos, así que no le vamos a dedicar más palabras de las necesarias, solo las justas para recordar que si el tiempo se elonga y nos reduce a moscas en una tela de araña es solo porque nosotros ponemos mucho de nuestra parte para que se cumpla la condena.
Pongamos que hemos dado un paso adelante y nos hemos metido hasta el cuello en una situación de la que no deseábamos ser protagonistas, que el qué dirán o incluso una pulsión interna insegura y oscura nos ha arrastrado hasta un escenario en el que ya solo nos queda seguir remando y confiar en que todo salga bien, pero al final las cosas no salen como pensábamos y de pronto estamos, digamos, haciendo el ridículo, desmereciéndonos, dando menos de lo que deberíamos dar, metiendo la pata, saliendo de nuestro yo hasta un plano astral en el que se ve con absoluta nitidez todo lo malo que estamos haciendo y el lugar en que eso nos está poniendo, y ya verás mañana cuando despertemos y recordemos que fingimos ser lo que no éramos y quisimos llegar más allá de la última frontera y entonces todo se volvió confuso y también, por qué no, un poco excitante, pero no éramos nosotros, éramos lo que queríamos que viesen, y a medida que las horas iban cayendo ya solo podíamos pensar en esos errores que seguro estábamos apuntándonos en la memoria ajena, errores que nos van a definir a partir de ese momento, que van a hablar de lo que cargamos dentro y nos van a complicar un poco más la vida, que precisamente fácil, sencilla, no es, así que lo que nos faltaba oye, pero será al despertar cuando podremos juzgarnos como dioses del juicio final inmisericordes, muy rigurosos, y que sea lo que tenga que ser en el desayuno, no ahora, que somos inmortales.
Pero llega ese trance en el que salimos de la cama y somos un poco como ese personaje cuyo nombre solo revela al final de la novela el fantástico Ray Loriga; la novela se llama Sábado, domingo -Alfaguara, 2019- y es exactamente esto de lo que ahora estamos hablando, una secuencia trepidante, tensa, incómoda, en la que nos precipitamos hacia unos hechos que son como la crónica de un desastre anunciado, y a medida que nos acercamos a ellos por obra de su forma de narrar -que es algo así como sublimar la ingenuidad primero y después sublimarla todavía más- nos vamos temiendo lo peor, lo más nefasto, y nos convencemos de que será al pasar la página cuando el crimen estalle y nos hunda en un estado de ánimo que no parece que vaya a poder cuadrar con lo que estamos sintiendo: no queremos pasarlo tan mal como todo apunta a que lo vamos a pasar; qué es lo que le va a hacer Chino a esa camarera que se llama Fernanda y es la perfecta víctima, la presa ideal para unos jóvenes de barrio residencial de primera, esos jóvenes, por ejemplo, a los que nos podemos imaginar sin demasiadas dificultades quemando a un mendigo, esos jóvenes que lo tienen todo, todo, a excepción de escrúpulos.
Lo dice el telediario, no te puedes fiar de nadie, Chino y su amigo se dirigen sin frenos a una desgracia de la que vamos a ser partícipes, un sábado fatídico que va dando pistas: un bar demasiado masculino, unos parroquianos nocturnos demasiado atentos, dos chicos, una chica que da un paso y el siguiente desde el umbral de la boca del lobo. Entonces una detonación y no sabemos cómo pero estamos en el futuro, veinticinco años después, pero a la vez seguimos en ese tiempo-chicle que es un limbo para los culpables de la incertidumbre. Qué hemos hecho, qué hemos hecho y qué hemos olvidado. El cerebro tiene muchos recursos, sabe protegerse, sabe respirar en el vacío si es necesario; solo de esa forma uno puede creer que vive toda una vida de un cuarto de siglo y al mismo tiempo mantenerse en ese lapso que pinta Loriga y que tiene el color del purgatorio sin obligaciones y sin objetivo: nuestro protagonista pasa de muchacho a hombre pero se deja por el camino la amnesia que regalan los años, que es de lo mejor que tienen los años, qué duda cabe. Así, el sábado da paso al domingo, pero nadie lo diría: como afirma el autor de este homenaje a la intrascendencia de nuestros miedos, “la ausencia abusa de un lugar que la presencia nunca ocupó del todo”.