CENAS EN CLUB DE SWINGERS

«Siete años me he pasado dando de cenar a los del intercambio de parejas»

Natali, oriunda de Plasencia, fue cocinera en uno de los locales de swingers más burbujeantes de la provincia de València. Con la crisis del covid, le llegó primero el ERTE y después, la jubilación anticipada.

11/12/2020 - 

Hace un año, en la comida Hedonista por Navidad que tuvo lugar en Napicol —aún me acuerdo de las alcachofas con cecina, Chemo—, comenté a mis comadres y compadres que llevaba un tiempo queriendo hacer un reportaje sobre cenar en locales swingers. Un conocido y usuario de los variados y fluidos servicios de los locales de intercambio de pareja, me había contado que en un par de establecimientos de este tipo se caldeaba la noche con una cena. La mesa era la antesala de la cama redonda o las paredes con glory holes. Al final todo va de cavidades. Los datos que fueron a parar a mi libreta de anotaciones inconexas —tengo una, fechada de hace tres semanas, que dice «Campamento de Día YMCA y Maquiavelo». Puro misterio— nacieron de una conversación sobre la rutina de pareja, la rutina de las amistades, las conversaciones de marca blanca, genéricas. Charlas para salir del paso y que el fin de semana avance, como una promesa de salvación respecto a la semana. Una promesa de candidato regional de un partido minoritario que no tiene presupuesto para la campaña y compra su identidad gráfica en logomaker.com. Así, buscando soluciones contra el tedio, llegamos figuradamente a las puertas de establecimientos como el Bacanalia Club o Le Petit Paradise Club Liberal para Adultos. Con las derivas de la conversación, aterrizamos en la vida de Natali.

Natali tiene un apellido muy sonoro que no me deja mentar, porque en su ciudad son pocos «y cuando una habla de lo que hace, se le bordea to’l mundo y lo mío da pie a muchas artillejas». Natali es de Plasencia, me la presentó mi amigo el adulto liberal, y está jubilada, aunque ella no quería porque a Plasencia no se quiere volver, y aquí solo tiene su Suzuki V-Strom negra y amarilla de segunda mano. Que te ate a una ciudad algo que tiene dos ruedas y bastante cilindrada es de correa floja, de seda. Quería que Kike Taberner le hiciera una foto sobre su moto, con una camiseta que tiene donde pone “esta camiseta huele a gasolina” en letras rosas con glitter, pero es pudorosa la buena mujer y se negó entre risitas.

Natali era la cocinera de un club de swingers ubicado en una ciudad dormitorio pegadita a València. Se quedó sin trabajo por lo que pone en la entradilla. El covid y el sexo entre desconocidos son malos compañeros de cama y además, Natali se iba acercando a la jubilación, aunque está estupenda. Es de esas mujeres que se mueven entre los cuarenta y muchos y los sesenta y algo y que sabe disimular los “algo” bajo un tinte morado y zapatillas estridentes con mucha suela. «¿El color del pelo? Por mi ahijada, cariño, que cada vez que me manda un selfie tiene el pelo de un colorín, y aunque a mí me parece que va hecha una farraguas, lo del pelo que es modernísimo, me va».

Natali, más de un lustro de cenas tematizadas

«Siete años me he pasado dando de cenar a los del intercambio de parejas. ¿Tú sabes cuántos menús temáticos es eso? A uno por fin de semana, así, siete años. Hasta en Navidad abríamos y preparaba un especial con almejas, chirlas y mejillones… Me da pena este año, porque a Plasencia no me voy a ir y aquí tenía como una familia, pero sin discusiones. Nuestros clientes en Navidad estaban más alegres. Bueno, siempre son albarderos, pero más que están en navidades, que si el turrón y el champán. Venga al champán».       

Hemos quedado en su casa porque se fía más de su piso en La Fuensanta que de un bar del centro. «Yo lo mío lo tenía bien limpio, la cocina repichuesca, como los oros. Pero eso es lo raro, que la gente es muy gorrina y en cualquier sitio guisan». En su piso la cocina es de inducción «prefiero fuego, pero una ya está jartada de darle al estropajo y esto con una bayeta y un poco del producto ese especial que venden en el súper te queda que da gusto». Encima del frigorífico hay un calabacín con elefantiasis que parece la escultura fálica de la Naranja Mecánica que Alex DeLarge convierte en arma homicida. «Ah jaja, esto que no sé cómo no se pone malo, con los meses que tiene, me lo llevé de la cocina del local. Lo trajo un cliente de los buenos, de los que siempre estaba allí y dejaba buena propina a las chicas de la barra. El señor este, muy amable, tiene un huerto y le gusta cultivar verduras gigantes».

Guacamole de Mercadona y nachos gluten free

Guacamole de Mercadona, nachos sin gluten y seres humanos en toalla hasta los sobacos. Eso es lo que hay encima o a un lado de los taburetes de las barras de algunos locales de intercambio. Lo sé de buena fuente, porque la fuente soy yo, que me he leído todo lo de Hunter S. Thompson y tengo una estampita de Joan Didion en la cartera y a veces me dejo ir, por la anécdota y la curiosidad. La primera vez que vi un bote de gel hidroalcohólico fue precisamente, al costado de un bote de guacamole Hacendado y un plato de plástico con ganchitos y ruedas de patata. Todo sin gluten, hasta los dos matrimonios de origen brasileño que comían nachos y se tocaban y comían entre ellos. Eran los Adam Smith del sexo conyugal y tenían los dedos naranjas por los ganchitos.

«Sí, donde yo estaba también teníamos nachos y salsas de las ya hechas sin gluten. Wendy, que era mi mejor amiga del local, mira que la quiero, ¡cómo quiero a la muy mariputi! Me contó que al principio de abrir, hubo un susto con una cliente que era celiaca. Desde entonces, todo gluten free. Aunque mi cocina tenía gluten, que las migas son de lo que son y al menos una vez al mes, me gustaba ponerlas en el menú. Tampoco era cuestión de comer a jincha pellejo, pero algo de mi tierra sí, además de que se queman muchas calorías y hay que coger fuerza para ya sabes, para darle».

Pont Aeri, C. Tangana y chanfaina

«De estos siete años me he llevado muchas cosas buenas. Una es a la Wendy, que me ha convidado a conocer a su familia de Cuenca. Cuenca Ecuador, no la de aquí, que ya me la conozco. Otra son las motos. Uno de los socios del local era motero y me metió bien metida en el mundillo. Pero nos hartamos, yo más de él que él de mí. Ahora solo nos vemos en el club y en el taller, que vamos al mismo. Hay otra cosa más: la música. Cocinaba con música, en silencio no podía, y siempre estábamos con el Spotify. Listas especiales para limpiar, para animarnos a las seis de la mañana cuando nos habían dado machaquina y había que echar a los rezagados y los que se habían cogido una buena peba. Mezclábamos de todo, de todo. Un poco como en mis menús. Podía sonar Pont Aeri y C. Tangana y yo te podía hacer un camembert frito con mermelada o un platito de chanfaina». 

En los menús de Natali (29€, una bebida incluida y acceso a todas las zonas hasta las 2 AM, 40€ para hombres solos) por lo general abundaba más la proteína que el hidrato. «A ver, que a mí me gusta más el guiso tradicional, pero hay que saber darle al cliente lo que necesita, lo que va hacerle sentir bien, y eso es más un salmoncito ahumado en ensalada y una piña con nata de postre que un costillar. Yo les daba lo que les convenía, que fueron muchos años de saber leer a mi público».


Me dice Nati que la realidad sin la ficción es una vida desnatada, y que echa de menos cocinar para su clientela, que comía de todo.