Nueve días en el jardín de Kiev (Plaza & Janés, 2022) es el último libro de la escritora Susana Vallejo. Una fábula sobre la naturaleza, el poder de las historias y el tiempo
VALÈNCIA. Un sueño muy vívido fue el germen de Nueve días en el jardín de Kiev (Plaza & Janés, 2022), el último libro de la escritora de fantasía y ciencia ficción, Susana Vallejo. La también autora de literatura infantil y juvenil confiesa que una noche se despertó con la idea en la cabeza y volcó todos sus pensamientos en las páginas de una libreta Moleskine. Corría el año 2011 y Kiev era, sencillamente, la capital de Ucrania, y no un enclave determinante en un conflicto que ha tambaleado el tablero geopolítico mundial.
Más de una década después, esta fábula sobre la naturaleza, el poder de las historias y el tiempo ha llegado a las librerías. Susana Vallejo y los personajes que protagonizan Nueve días en el jardín de Kiev (un niño, un guarda y una niña) nos dan la bienvenida a este particular paraje, donde se entrelazan los relatos y las alegorías crecen salvajes. Y desde Culturplaza (claro está) no dudamos un momento en adentrarnos en este peculiar jardín para conocerlo más a fondo.
-Es toda una casualidad que sea Kiev (y no otra ciudad) el escenario del libro. Antes de entrar en materia, ¿cómo te has tomado todo lo que ha pasado en Ucrania?
-Me fastidia mucho, porque no sé si favorece o no al libro. Yo misma, si lo viera en una librería, podría llegar a pensar: «Mira esta autora, intentando aprovecharse de lo que está pasando en la actualidad…». En el momento en que soñé con esta historia, Kiev era como San Petersburgo: una ciudad con connotaciones exóticas, eslavas… así lo teníamos en nuestras cabezas hace apenas un año. Cuando lo empecé a presentar a editoriales no había pasado nada. Y a los quince o veinte días de que Plaza & Janés diera el sí a la publicación, estalló la guerra. De ahí la nota de la autora para explicar que el libro no tiene nada que ver con lo que está pasando. Si te digo la verdad, me da algo de rabia.
-«Quizá haya tantas historias como personas, o puede que cada uno de nosotros escuche una historia distinta», le dice un personaje a otro en el libro, ¿lo compartes?
-Totalmente. Cuando leemos un libro, vemos una película o estamos consumiendo ficción, a cada uno nos toca el corazón o nos impactan cosas diferentes. Un héroe que mata a un dragón, por ejemplo. Un lector puede leer esta historia y pensar que es muy entretenida, sin más, pero para otra persona que quizá lo está pasando mal (en su casa, en el colegio) el destruir a un monstruo puede tener un significado alegórico diferente (el mal puede ser derrotado).
La magia de la literatura reside en que las mismas palabras evocan o provocan sensaciones distintas. Eso es lo que pasa también con Nueve días en el jardín de Kiev. Hay tantas historias alegóricas de este tipo que estoy segura de que, si yo no fuera la persona que ha escrito el libro, lloraría con alguna de ellas. Otras personas, sin embargo, no. O les haría llorar o emocionarse otras historias distintas.
Por tanto, es una frase totalmente cierta. Hay otra muy parecida en el libro que habla de las historias que cuentan los árboles. En el fondo comparten el mismo significado. La frase viene a decir que nosotros escuchamos a los árboles, y pensamos que las historias que cuentan entre ellos hablan de nosotros, cuando en realidad solo hablan de ellos mismos, de si han pasado un año de sequía o ha habido demasiado viento y se les ha caído una rama. Pero nosotros creemos que hablan de nosotros, porque cada lector es único y con su mochila vital interpreta las historias de una forma.
-También se puede leer Nueve días en el jardín de Kiev como una oda o canto a la naturaleza, ¿por qué? ¿Crees que podemos ser optimistas de cara al futuro en este sentido?
-No sé si es amor a la naturaleza, o sencillamente abrir los sentidos a la naturaleza, pero sí, es importante. Me fascina pensar que los árboles son seres sintientes, como nosotros, pero con unos sentidos tan distintos a los nuestros que la comunicación con ellos es prácticamente imposible. Los árboles, las plantas, los seres humanos, hemos evolucionado a lo largo de siglos y siglos de formas diferentes: nosotros buscamos alimento moviéndonos; ellos están quietos. Y las dos posibilidades son correctas, adecuadas. Creo que su inteligencia es tan buena como la nuestra, por mucho que nos creamos superiores. No podríamos vivir sin ellos, pero ellos sí sin nosotros.
Aunque el libro es una alegoría, una fábula, investigué y leí mucho sobre los sentidos de las plantas y su capacidad de comunicación. Por ejemplo, cuando un árbol se está quemando, otro árbol, aunque esté a veinte kilómetros empieza a exudar una sustancia que lo protege del fuego; o cuando un insecto se come un árbol, otro árbol que esté a cierta distancia puede exudar una sustancia dulce que atrae a las hormigas para que estas se coman a los insectos. Hay una red neuronal, se mandan señales. Es un tipo de lenguaje que somos incapaces de entender. Y es uno de los temas presentes en el libro: apreciar la naturaleza.
¿Optimismo hacia el futuro? No lo sé, es complicado. Las nuevas generaciones quizá sí se preocupan más por la naturaleza, los animales y las plantas. Espero que sea así, porque la mía y las anteriores nos hemos cargado todo en uno o dos siglos desde la revolución industrial… Es muy triste. Pero las nuevas generaciones son más sensibles. Creo que ayudarán a recuperarlo.
-En el libro también hay muchas escenas contemplativas, algo que choca frontalmente con la época de inmediatez absoluta en la que vivimos, ¿hay una reivindicación detrás?
-Sí que la hay. El libro nació en la época de la pandemia, donde, en general, había más tiempo para reflexionar y leer.
Como escritora, tengo claro cómo captar la atención del lector y enganchar. No es fácil. Se pueden hacer capitulitos cortos, con mucha acción e intriga, para atrapar al lector desde el principio. Pero en este caso no quería eso, no quería hacer lo típico, sino que fuera un libro que se degustara poco a poco. Leer un trocito, quedarte pensando. Y que cuando empezara la historia de Olga Ivana Borisova y el artista ya estuvieras enganchado, aunque en realidad no hubiera pasado nada.
Al final, son un niño, un guarda y una niña contando historias y paseando por un jardín. Me apetecía crear esta historia de forma lenta, como una planta que crece poco a poco. Y, cuando te quieres dar cuenta, te han crecido las raíces y no te puedes mover.
-¿Qué tiene la literatura fantástica o de ciencia ficción para que hayas decidido especializarte en este género?
-Lo es todo. El resto de géneros: realistas, por ejemplo, o la novela negra… cualquiera puede ser emocionante. Coges el libro, te preguntas quién ha matado a quién, qué va a pasar con este o con aquel personaje. Pero ya está. En la literatura realista estamos coaccionados por la realidad.
En cambio, en la ciencia ficción o la fantasía, si no te pone detrás de qué va, puede pasar cualquier cosa (otro tema es que sea verosímil). Podemos viajar en el tiempo, por ejemplo. Las aventuras que puedes correr no tienen nada que ver con las realistas: pueden darles mil vueltas. Si es fantasía, puedes estar en un mundo que no tiene nada que ver con el nuestro, con criaturas que no tienen nada que ver con nosotros. Esa libertad de que pueda pasar cualquier cosa.
Eso, por un lado. Y, por otro, lo que decíamos al principio de un sentido alegórico. Ese significado que puede entrañar matar al dragón. A mí me fascina. Me empecé a enganchar a estos géneros cuando era adolescente. Y me das un thriller y me lo paso genial, que conste… pero echo de menos algo más.
-¿Crees que es un género que se ve como «menor» todavía a estas alturas, incluso tras los grandes éxitos editoriales de literatura fantástica que hemos visto estos últimos años?
-Creo que ha cambiado. Las generaciones actuales se enfrentan a todo esto sin etiquetas. Cuando hay una historia de amor a través de viajes en el tiempo, no piensan que sea ciencia ficción, sino que se lo están pasando bien: es una aventura. Antes a eso se le tildaba de «marcianada». Antes había una película de ciencia ficción. Una. Ahora hay mogollón de películas, series… Creo que las nuevas generaciones no tienen esas etiquetas ni esa idea de «inferior». Las cosas están cambiando.
-Cocapitaneas la escuela online de escritura fantástica, de ciencia ficción y de terror, Phantastica. ¿Se puede enseñar realmente a escribir?
-Es curioso. ¿Puedo llegar yo a bailar ballet? No tengo absolutamente ningún sentido del ritmo, pero si me pusiera a ensayar ocho horas al día durante un tiempo, probablemente lo conseguiría. Y si hubiera empezado de joven, tendría una cierta gracia. Quizá nunca sería buenísima, pero podría hacer cosas de manera correcta.
Si te gusta escribir, existen unas herramientas que puedes adquirir para hacer cosas muy correctas. Y si tienes chispa, si sirves para ello, puede resultar absolutamente genial. Todo el mundo, hasta gente que no sabe redactar una simple frase, puede aprender si le enseñas. Hablamos de educación. Por tanto: sí, se puede aprender. Eso sí, ese destello o genialidad que te hace destacar sobre el resto es más complicado de encontrar.
-¿Y con hacer cosas meramente correctas también se puede llegar a publicar teniendo en cuenta el panorama actual?
-Sí, claro. Hay cientos, miles, de novedades cada año, pero ¿cuántas de esas son genialidades? ¿Tres? ¿Cuatro? La mayoría son correctas, cientos, miles, y también nos lo pasamos muy bien con ellas.