Flota en el ambiente un perfume de cambio
El público –ese elemento indispensable en la gastronomía hecha por profesionales- está mostrando sin ambages sus criterios sobre la cocina clásica y la contemporánea, sin que le mediatice la moda que nos condiciona, y se inclina en cada momento por satisfacer sus apetitos gastronómicos según las diversas circunstancias que le acontecen, en cada lugar, en cada tiempo; y de este juego surgen situaciones en las que prefiere optar por las comidas generadas en la mente imaginativa de un alquimista de sabores del futuro, y otros en los que se acoge de forma obsesiva y casi obligatoria a la tradición, ya que, aunque lo intenta, no le desaparece del paladar de la memoria aquel regusto que encontraba y sigue encontrando en las comidas caseras, monótonas en los sabores desde su infancia y perdurables por la misma razón.
Un análisis de los restaurantes instalados en los últimos tiempos nos afirma en lo antes señalado: el cliente habitual de los que hace cinco o diez años eran punteros en razón de su comida de rabiosa actualidad, ahora se traslada de forma paulatina, pero incesante, a aquellos otros en los que las comidas tienen nombres que nos instalan en el pasado.
Aunque no debemos engañarnos: los nombres del menú solo sugieren lo que podría ser el plato, no lo que encontraremos cuando aparezca ante nuestra nariz. De forma tan insensible como se está produciendo el trasvase de los públicos que señalábamos, también se han producido cambios en los criterios del comensal, que ahora pretende los platos de tradición con sabores de hoy: sustanciosos pero no agresivos, sutiles que no grasos, rotundos pero no indigestos.
Recordaremos, pues es inevitable, el momento en el que la nouvelle cuisine se instaló en la vecina Francia, y luego se deslizó hacia nuestras tierras. Fue el momento del mercado, de la huida de la mantequilla y el esplendor de los vegetales. De Paul Bocuse y de Juan Mari Arzak. Y por supuesto de todos aquellos de los nuestros que recogieron el desafío y lograron sublimar sus saberes y convertir la cocina que pudo ser vieja en clásica.
Inevitable nombrar entre aquellos pioneros al- hace nada- desaparecido Salvador Gascón, que amparándose en sus llisas con mayonesa llegó a crear una cocina en la que los productos de su huerta eran protagonistas. A Loles Salvador, que afinó materia tan sólida como los fesols i naps, hasta convertirlos en un sutil pero definitivo plato. A Alfredo Alonso, que se obligó a no tocar el intachable producto del que se surtía, procedente de su Galicia natal, con el fin de no mancillarlo. A Oscar Torrijos, plenamente inmerso en esa nueva cocina después de sus estancias en otros países. A Juan Morgado, que hizo de su restaurante un retablo de los sabores regionales. A Eladio, otro gallego protector de sus pescados. Y a muchos más cuyo nombre convendría repasar.
Sin duda la cocina que se avecina será heredera directa de estos profesionales, pero nadie debe dudar que aquellos platos ancestrales que afinamos mediante la revolución de los que fueron llamados nuevos cocineros, volverán a ser objeto del deseo y de la creación.