La actualización del drama se superpuso a la historia sin lograr integrarse en ella
VALENCIA. Los montajes operísticos de La Fura dels Baus tienen buena prensa en Valencia, debido, sobre todo, a la Tetralogía wagneriana que presentaron en Les Arts, tan renovadora en el concepto escénico como fiel al espíritu de la obra. Así, por ejemplo, el semidios Loge, señor del fuego, iba en patinete para escándalo de los puristas, pero sus trayectos, su velocidad y el parpadeo de las luces emulaban perfectamente el centelleo de las llamas y la volubilidad del personaje, tal como lo retratan música y libreto. Otro ejemplo podían ser los dioses y walkirias volando por los aires (literalmente: por encima del foso de la orquesta), subidos a grúas de diseño parecido a las que concibió Wagner para elevarlos. Con la diferencia de que este procuró disimularlas entre los decorados, mientras que en Les Arts quedaron a la vista, y el efecto incluso se multiplicó. Son sólo dos detalles de una producción donde lo importante fue la aproximación sin trampas a las grandes cuestiones planteadas en el Ring. Cabría referirse también a otro trabajo de los fureros en Valencia que pasó mucho más desapercibido: El Martirio de San Sebastián, de Debussy, en una versión escénica que programó el Palau de la Música en 1997. Significó entonces una bocanada de aire fresco y de modernidad sobre una ciudad anclada en el cartón-piedra y la dramaturgia rancia cuando de música se trataba.
El Samson et Dalila que La Fura estrenó en Les Arts este martes, en una producción de la Ópera de Roma del año 2013, resultó, sin embargo, mucho menos redondo. Hubo algunos momentos notables, pero más en el terreno de la intención que en el de los resultados. Carlus Padrissa, como director de escena, ha manifestado recientemente que esta ópera se adentra en los “conflictos religiosos y étnicos” y da la “bienvenida a las obras que nos hacen reflexionar sobre eso”. No parece tan claro, con todo, que la leyenda de Sansón y Dalila, especialmente en la edulcorada versión del libreto, de Ferdinand Lemaire, utilizado por Saint-Saëns, permita trascender el relato bíblico e iluminar, por más que queramos, ni las guerras actuales ni los conflictos interiores. Presentar un vestuario estampado con códigos QR, utilizar proyecciones de personas golpeadas, eliminar una bacanal y un baile sustituyéndolos por una escena de vejación y tortura (mientras la música, claro, sigue sonando a danza oriental), proyectar el primer plano de un cinturón bomba portado por el viejo hebreo, y poner más énfasis en el lío con los truños de Sansón que en el corte radical de los mismos, no aportan peso teatral ni proyectan la violencia más allá de una historia concreta. Entre otras cosas, porque ni el libreto de Lemaire ni la música de Saint-Saëns pretenden tal cosa, y sólo adaptan la narración bíblica –mucho más dramática en el fondo- a la sensibilidad burguesa del siglo XIX. El Anillo de Wagner, por el contrario, contiene la ambición de intemporalidad desde sus inicios, y por eso da tanto juego escénico. En este Samson et Dalila, sin embargo, proyecciones y elementos añadidos se superponen a lo expresado por música y libreto sin conseguir integrarse en ellos ni redimensionarlos, por lo cual funcionan más bien como factores de distracción. De ahí la escasa coherencia de la puesta en escena, con un batiburrillo de intenciones donde se adivinaba, además, la necesidad de plasmarlas con poco dinero.
Los cantantes tuvieron que enfrentarse a la muy densa orquestación de Saint-Saëns, que puede tapar a voces de contrastada potencia. La pareja protagonista, servida por Gregory Kunde y Varduhi Abrahamyan lidiaron con ella lo mejor que pudieron, aunque no siempre con éxito. El tenor americano tuvo que moverse, además, sobre una plataforma deslizante, ya que sufrió un accidente durante un ensayo y tiene lastimada su pierna derecha. También eso pudo influir en una prestación por debajo de lo habitual en él. Estuvo muy bien, sin embargo, en las trágicas intervenciones del tercer acto. La mezzosoprano lució el bonito timbre oscuro que la caracteriza, aunque sus registros expresivos continúan siendo escasos. Las notas graves, por otra parte, se hicieron muy abiertas. Matizó más en la conocida aria “Mon coeur s’ouvre a ta voix”. Este número parece haber inspirado las alegóricas mandalas que, como elemento escénico preponderante, Padrissa abre y cierra con reiteración, y también las espigas que aparecen en las proyecciones: “Ainsi qu’on voit des blés les épis onduler sous la brise légère...”. André Hayboer cumplió como Sumo sacerdote, aunque resintió asimismo la densidad de la partitura. Jihoom Kim, como viejo hebreo, lució una potencia prometedora, y Alejandro López (Abimélech) se desenvolvió bien. El coro se lució tanto en lo vocal, donde demostró haber comprendido los requerimientos de la obra, como en la faceta de actores, cada vez más elaborada. La orquesta, con Roberto Abbado en su primera ópera como titular de la misma, pareció poco segura al principio, pero pronto se mostró expresiva y dúctil al cálido y colorido enfoque de la batuta, recibiendo en ambos casos los mayores aplausos de la noche. El día 20 el director milanés será sustituido en el podio por Plácido Domingo, que celebra así su 75 cumpleaños. Para la dirección escénica hubo tímidos abucheos de un sector del público, algo que rara vez ocurre en el coliseo valenciano.