Valencia es una ciudad artísticamente 'disfrutable' pero el entorno urbano soporta una gran contaminación visual, en ocasiones insoportable
VALENCIA. Me contaba el otro día Tono Giménez, excelente retratista de la ciudad a través de sus decenas de miles de fotografías, de aquello que nos hace presumir de nuestra urbe y también de lo que nos hace sentir un tanto de vergüenza, las tribulaciones de la escultura en bronce homenaje por la Comisión de Artistas al pintor Ribera, realizada por Mariano Benlliure en 1886, que donó a la ciudad una vez resultó ganadora del concurso convocado al efecto. La condición que dio el insigne escultor a caballo entre dos siglos, fue que estuviera situada en un lugar digno y rodeada de un pequeño parterre para su mejor contemplación.
Inicialmente se situó frente a la fachada principal del palacio del Temple, seguidamente fue trasladada (por cierto, es curioso y un tanto lamentable la cantidad de traslados que sufre el patrimonio mueble de nuestra ciudad. Qué pocas esculturas permanecen en el emplazamiento inicial para el que se concibieron) a lo que sería hoy la plaza del Ayuntamiento, para acabar en la localización actual en la plaza Teodoro LLorente. Un lugar recoleto y, en principio, digno.
El problema no es el lugar donde actualmente se halla, sino que su presencia se ve interferida por toda clase de contaminación visual urbana, hasta el punto de hacerla invisible al residente y al visitante. En el año 1904 la Academia emitía su informe favorable al traslado: “La Academia propende a que el Monumento se emplace en un sitio definitivo y que reúna las condiciones de visualidad necesarias, de tal suerte que forme parte integrante de la decoración del punto escogido, constituyendo a ser posible, un conjunto artístico entre la estatua y sus alrededores”.
¿Quién cuelga un cuadro que aprecia en el salón de casa y seguidamente le coloca una lámpara de ostentosa pantalla delante, salvo que la obra artística no se más que un óleo perpetrado por su señora suegra en un arrebato de genialidad? ¿Porqué si eso no se nos ocurriría hacerlo en un museo, sí lo vemos como algo natural cuando el arte se halla en la calle? Ay, si don Mariano levantara la cabeza…
Dado el carácter expansivo, exhibicionista y barroco del valenciano (también tenía que tener sus cosas buenas), Valencia es una ciudad fabricada hacia afuera. No podríamos definirla como aquella de sobriedad calvinista y monotonía crómática, Más bien al contrario. Cuando al propietario le iban bien las cosas, lo acababan sabiendo sus vecinos. Se hacía notar en unos casos con un mayor acierto y en otras de forma más desdichada. Puertas, rejas, picaportes, cerámica, molduras de mil y una formas, fábrica en ladrillo, piedra o escultura entre otras disciplinas de la artesanía y del arte.
Un ejemplo que se me viene a la cabeza es la fachada en esquina del otrora Banco de Valencia en la calle de las barcas. Recuerdo que, el por otro lado excelente profesor, Joaquín Bérchez con quien tuvimos el privilegio de realizar dos recorridos matinales por la Valencia barroca, nos decía “tienen ustedes (él no es valenciano) la suerte de vivir en una ciudad en la que que si bien no posee un monumento reconocible como un icono internacional, sin embargo goza de estar plagada de magníficos ejemplos de todos los estilos artísticos desde la época romana hasta la actualidad”.
Una de las cualidades que dignifican esta ciudad desde el punto de vista artístico es que sus calles son reflejo, vestigio vivo de los talleres que han venido trabajando en los últimos quinientos años intramuros y en la región. Es un clásico afirmar que la costumbre nos hace no valorar lo que tenemos, pero por manida, la frase no está exenta de verdad. Recuerdo que en una ocasión una persona de fuera me dijo que una de las cosas que más le llamaba la atención de la ciudad eran las grandes puertas y el trabajo de carpintería. Sorprendió porque pensaba que era algo común de cualquier ciudad.
Valencia es una ciudad artísticamente disfrutable, sin embargo lo hacemos de forma muy incompleta. Y aquel que nos visita, también. El entorno urbano soporta una gran contaminación visual, en ocasiones insoportable. El barroquismo en las artes aplicadas se ha trasladado a la señalización, los carteles anunciadores e incluso muy mejorable uso de la decoración arbórea. Resulta una tarea casi imposible gozar de un monumento sin que nuestra visión se vea interrumpida por una interferencia ajena al mismo, efímera y distorsionadora del paisaje. Da la sensación de que no existen estudios previos de ubicación de elementos, desafortunadamente necesarios, como las señales indicativas, semáforos, contenedores o marquesinas de transporte y su diseño tampoco ayuda a contemplar una ciudad que podría ser mucho más disfrutable.
Todo ello nos aleja de un entorno que acabamos interpretándolo de forma equivocada. Incluso el empleo del arbolado no ha podido ser más poco afortunado. Me vienen a la cabeza ejemplos como el empleado en la acera de la fachada principal de la Lonja que impide su contemplación, o el que se sitúa delante de la catedral en la plaza de la Reina incluido un enorme abeto frente a la capilla del Santo Cáliz.
Cuando no es la distorsión visual, es lo inhóspito del camino. Un caso histórico de ello es y que refleja la falta de puesta en valor del patrimonio es el lamentable asunto del Museo de Bellas Artes San Pío V. No entraré en las vicisitudes “interiores” de la institución. Queremos que nuestra joya museística tenga una mayor afluencia, sea mejor conocida y a su vez se hace un esfuerzo fácilmente describible para que el camino al mismo sea una pequeña penitencia. Que no esperen quienes rigen su destino un cambio sustancial en el número de visitantes, y en la empatía de los ciudadanos si no se adoptan soluciones decididas y valientes. Por cierto, percátense a la hora de cruzar el puente de la Trinidad de las dos majestuosas esculturas de Ponzanelli que, a más de uno, le habrán pasado desapercibidas intentando no ser arrollados por un vehículo en las aceras de escasamente un metro del antiguo puente.
Si nuestra ciudad no es un museo al aire libre es porque todavía no se han llevado a cabo políticas globales e integrales para convertirla en ello. Pero tiene todos los mimbres para serlo. Ha existido una histórica falta de desidia en tener estas cuestiones en consideración, que en su momento se pudieron ver como escasamente práctica y que ahora empiezan a verse como un conjunto de políticas que redundan no solo en la calidad de vida, en la valoración de lo nuestro sino que redunda en una mayor apreciación de nuestros valores artísticos y lo que nos diferencia de otras ciudades y que cada vez es algo más relevante para los que nos visitan.
Nota: especial agradecimiento a Tono Giménez por la información y las fotografías que ilustran este artículo.