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València a tota virolla  

València por las esquinas: el alegato contra la ciudad ordenada y regular

Por qué la esquina es vital como señal de ciudad diversa, frente a la especialización de los barrios nuevos que prometen aislar del encuentro repentino

29/01/2022 - 

VALÈNCIA. Demasiadas veces, cegados por el eufemismo de lo ordenado y planeado, hemos ubicado en las calles retranqueadas el foco de algo parecido a la peste. En los barrios de formas indefinidas y retorcidas, el origen del peligro. Por eso, las esquinas se convirtieron en la expresión de la sospecha. Si hay dos fulanos apostados en ella, algo traman. Abajo las murallas y viva la línea recta que no deja espacio para la ocultación. Puede que desde 1865 y el comienzo del derrumbe de los lindes, València, como tantas en su contexto, viva en esa alerta frente a la ciudad que hace esquinas. 

A la contra de todo ello, el elogio inmenso al vértice entre dos calles. Su importancia para explicar la ciudad mediterránea. Hace unos meses, al editar por Acantilado una selección de textos (Miradas sobre la ciudad) del Premio Nacional de Urbanismo Manuel de Solà-Morales, se exhumaba una de sus cartas más emblemáticas, escrita cuando inauguró, en Barcelona, la exposición ‘Ciudades, Esquinas’. La gran declaración de amor a “la ciudad mezclada y ambigua frente a la ciudad segregada o especializada”.

En pleno frenesí por los nuevos barrios publicitados como el futuro de la luz cegadora, la esquina es el antídoto contra ese porvenir que en lugar de provocar el encuentro inesperado, lo hace imposible, aislando y protocolizando todo aquello que ocurre en sus calles. Para que no exista sorpresa y la vida discurra programada según las instrucciones a Alexa.

Manuel de Solà-Morales, esquinero mayor, escribió: “Las ciudades, que, ciertamente, son sistemas complejos en continua transformación, se materializan en espacios de concentración unánime y participativa (la calle mayor, la gran plaza, la avenida, el parque central) más o menos patrocinada por el poder constituido. Pero, más a menudo, son fruto de la diferencia y de la fricción, del acuerdo forzado o fortuito, espacios que expresan tensión y conflicto latente…

Las esquinas de la ciudad nos muestran, con formas y situaciones diversas, esta condición de lugar de encuentro de superposición y conflicto. Las esquinas provocan la coincidencia de personas diferentes: la intersección física se halla tan presente como el intercambio social. (...) En la esquina coinciden diversidad de fachadas y de personas provocando su unión, innovación y estímulo. Así, la esquina resulta metáfora de la ciudad total, en tanto que constituye una síntesis a partir de la diversidad. Contra lo que el urbanismo erróneo suele pensar, no es la idea de orden la que define la ciudad, sino la idea de diferencia. Diferencia más coincidencia definen la esquina, y ésa es, asimismo, la definición de ciudad”.

Por alguna de estas cosas, cuidar y procurar los lugares de esquinas puede ser la vía más eficaz para sanear la espontaneidad urbana. Parece complicado combatir ese afán profiláctico por las ciudades burbujas (el deseo de reproducir, en mitad del barrio, el adosado con jardín y piscina comunitaria) atendiendo solo a las plazas, núcleos paradigmáticos que simulan el arte de la convivencia. Tomar la temperatura a las esquinas permite medir la vitalidad del lugar.

Foto: KIKE TABERNER.

No sé si València, que se dice ciudad de demasiadas cosas, lo es de las esquinas. Pero como urbe que nació enmadejada y fue deshaciendo sus nudos, colecciona esquinas más o menos formalizadas que son (o fueron) cruces de caminos que actúan como superconductores.

La esquina de la Pilareta, donde Moro Zeid con la calle Conquista, casi un frontispicio por donde las clòtxinas, como unas raíces desatadas, podrían levantar las aceras con la fuerza sísmica con la que se abrían entre su barra. La de Sant Jaume, entre Esparto y Caballeros, botica de aguas animadas, hecha trampantojo de la vida colectiva, canallita, casquivana. De cuando una esquina era un fuerte y no una postal. Y siguiendo en círculo, la de Central Bar, en el interior de la subciudad de mercaderes, conectora de aristas en busca del bocadillo del día; capaz de multiplicar por mucho la posibilidad de un encuentro inesperado, símbolo nuevo del cantó. O la del Bar el Kiosko, entre Drets y Ercilla, garantía de pinchar la burbuja unipersonal con los tentáculos del pulpo a la gallega, ambientado por los dibujos de chefs hechos muñeco Michelín. La de la casa del trencadís, entre Mistral y la Murta, convertida en cualquier cosa pero recubierta de los trocitos de un Benimaclet como caído al suelo, cuyos trozos se hubiesen pegado a toda prisa. Ah sí, y quedó atrás la de la Lonja, entre la calle homónima y sus escalones, mirando a Doctor Collado, capaz de detener el tiempo y forzar a València a compararse con su idea de esplendor; encontrándose a algún despistado del Segle d’Or. O la de Casa Montaña, Benlliure con Gallart, prodigiosa por su seguridad impávida frente a la sucesión de angustias, capaz de sobrevivir en una cuadrícula que pareció a punto de descoserse. La de Casa Calabuig, rastro, y solo eso, del rugir de la madrugada marinera, olor a salitre por la mañana; de paso, esquina de la conciliación que va al y desde el puerto.

Por muy neorrancio que se ponga el pronóstico, resulta terrible imaginar una ciudad de nuevos barrios que no pudiera admitir ninguna de estas esquinas. Barrios tan planificados que ahogan lo inesperado.

“Por un urbanismo de la ambigüedad, la sorpresa y la mezcla: más y más esquinas” (Manuel de Solà-Morales, 2004)

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