Estamos en vísperas de la Navidad, dicho sea sin la debida precisión lingüística, sino considerando los numerosos días que la tradición ha decidido que transcurran antes de la Nochebuena bajo el signo de la fiesta y la celebración
Siendo esta época, al creer de las gentes, la más propicia y adecuada para lucir las joyas gastronómicas que nuestra capacidad nos permita o aconseje, convendremos en que los días centrales de las celebraciones nos sorprenden ya ahítos de muy abundantes comidas y libaciones, y por tanto con unos órganos y sentidos desgastados por el consumo inmoderado de un sinnúmero de ambrosías.
Y todo ello es debido a las múltiples celebraciones a que obliga nuestra sociedad, que considera necesario reunir –incluso contra viento y marea- a tirios y troyanos en la misma mesa, donde se inundarán de los especiales menús que a los oportunos efectos han concebido los responsables de los establecimientos de restauración.
De todas ellas es de destacar, por lo que lo que tiene de habitual a la vez que de singular, el banquete fraternal que se produce entre las gentes del trabajo, que se reúnen para celebrar un ágape que los reconcilie de los incidentes de la cohabitación. Esta tradición, que se generó al amparo del desarrollismo allá por los años ochenta, llegó a su plenitud cuando se produjo la eclosión de la economía y sus beneficios, ya que en aquellos momentos esplendorosos solía pagar la minuta la propia institución que los ocupaba, o su propietario, o el director, lo cual garantizaba en casi todos los casos degustar alimentos intocables para el común de los mortales.
Sumergirse, aunque fuese ocasionalmente, en los placeres del marisco fresco –inusual producto para las rentas bajas- o en los ya sofisticados platos de alguno de los nuevos restaurantes a los que eran invitados producía, sin duda, satisfacciones que hacían esperar la comida empresarial y navideña con inusitado interés, aunque bien lejano este de la pasión religiosa que se presumía impulsaba en aquellos señalados días la hermandad entre compañeros, jefes y subordinados.
Pero hoy todo ha cambiado: la crisis ha hecho mella en la economía y los beneficios, y también en aquellas benéficas costumbres, que han ido al traste en un instante. Los festejos han limitado su exuberancia, aunque mucho menos su número y habitualidad; cabría decir que la han dejado reducida a la mínima expresión, aquella que se puede satisfacer con los sueldos de los celebrantes del rito, que ahora abonan su cuota alícuota para pagar la comanda.
Y en razonable correspondencia las mesas se ven inundadas de humildes y sabrosas croquetas de pollo y aguerridas patatas con ajoaceite bajo ríos de cerveza, signo de que la fiesta, aunque revitalice la camaradería e hinche los estómagos dejándolos discapacitados para los días posteriores, no producirá como fruto la creación de nuevos y sutiles gastrónomos.