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Para amantes del papel y las instantáneas

Y la imagen se hizo libro: viaje al interior del Photobook Club de València

Fotos: KIKE TABERNER
11/03/2019 - 

VALÈNCIA. ¿Hay algún amante de las imágenes y el papel en la sala? De ser así, quizás le interese saber que un grupo de sospechosos habituales se reúnen en València para hablar sobre el formato que aúna sus dos pasiones: el fotolibro. Lo hacen bajo el paraguas del Photobook Club, una red con sedes en países como Francia, Alemania o Reino Unido y que lleva unos 6 años instalada en València. Y, por cierto, siempre están dispuestos a admitir a nuevos cómplices. Tamaños, formatos, colores, materiales… Estos volúmenes suponen la quintaesencia de la libertad creativa, todo tiene cabida en esta galaxia que emplea la mirada como herramienta narrativa. Y es que, las publicaciones que nos atañen van mucho más allá de un puñado de instantáneas encuadernadas: la clave aquí es hilvanar un relato visual en el que el diseño ejerce de anclaje básico. 

Cada nueva entrega del Club se centra en un tema distinto y abierto. Para participar, basta con inscribirse gratuitamente con antelación y llevar un libro de fotografía que se adapte al asunto seleccionado. Puede tratarse de libros que tengan en casa o que hayan tomado prestados de alguna biblioteca, por supuesto. Una vez reunidos, cada asistente presenta el volumen que lleva consigo y explica los motivos por los que lo ha escogido, qué relación tiene con la premisa planteada y qué le atrae de él. La noche, el paisaje, la familia o la materia han sido algunos de los conceptos abordados. También han celebrado sesiones como Cosecha Propia, dedicada en exclusiva a fotógrafos valencianos; Ópera Prima, enfocado en los primeros libros de cada autor; o una jornada sobre práctica analógica.

La ausencia de corsés temáticos se extiende a todas las claves del Photobook Club, pues no cuenta con una periodicidad fija y tampoco con una sede estable. Festinar, La Fotoescuela, la Imprenta CG, Carmencita Film Lab o el IVAM son algunos de los espacios culturales donde se han organizado estas sesiones. El encuentro más reciente, celebrado el pasado 5 de marzo, estuvo dedicado al recientemente fallecido Eloi Gimeno, uno de los diseñadores de fotolibros más relevantes en el panorama internacional. Así, en este homenaje todos obras presentadas habían contado con la colaboración de Gimeno y la reunión se centró en repasar su trayectoria y legado.

Tras conocer la existencia de proyectos similares en ciudades como París o Barcelona, Jorge Alamar decidió poner en marcha la iniciativa en València. El calendario marcaba que estábamos en 2013. “Me parecía una forma bonita de compartir mis intereses fotográficos”, explica. Para él, este soporte constituye “una excelente herramienta de trabajo autogestionado para los fotógrafos. Les permiten contar sus historias y materializar sus proyectos”. 

Presente en muchos de los proyectos visuales que marcan el ritmo actual de la ciudad, Alamar reconoce que “siempre ha habido buenos libros de fotografías, pero antes, muchas veces, se limitaban a una especie de catálogos institucionales de autores. En ellos, la parte de diseño y estética se cuidaba menos, eran un muestrario de obras: empleaban siempre el mismo tipo de papel, las imágenes estaban distribuidas con el mismo patrón… Resultaba muy rígido”. Entonces llegó la crisis y con ella, muchas entidades culturales suprimieron parte del presupuesto de estos volúmenes, “ahí la gente empezó a autoeditarse con tiradas pequeñas y a crear productos de crowdfunding. Eso hizo que surgieran productos mucho más cuidados y en los que trabajaban conjuntamente con otros creadores para que el diseño formara parte del propio concepto del libro”. “Ahora hay mucho menos miedo a arriesgar, hay mil opciones abiertas. Creo que hemos vivido una revolución muy importante”, resalta. ¿Sus títulos favoritos? The lines of my hand, del mítico Robert Frank; Autobiography, de Cristóbal Hara; y End of an age, de Paul Graham.

Compartir (fotolibros) es vivir

Los amantes del fotolibro suelen albergar en algún rincón de su corazoncito a un coleccionista. Sin embargo, se enfrentan a un enemigo implacable: los dineros. “Los fotolibros son caros”, apunta rotundo Juan Reig, el actual coordinador de la iniciativa. Así que, si uno no cuenta con alforjas bien repletas de billetes, debe limitarse a adquirir unos pocos volúmenes muy seleccionados. El Photobook Club se presenta, pues, como un espacio para compartir esos codiciados volúmenes con el resto de asistentes y disfrutar en común de sus contenidos. “En algunas sesiones he visto piezas de unos 200 euros, que no me hubiera podido comprar u otros que están agotados”, apunta Reig, quien lamenta que en València la oferta de bibliotecas centradas únicamente en el universo fotográfico se limite a las instalaciones del IVAM”. “Sacar el tomo de casa y mostrárselo a otros es el motor que mantiene viva la iniciativa. No es muy distinto de quedar con amigos para ver una película”, coincide Alamar”.

Lo mejor del libro es la secuenciación, el proceso narrativo y el juego con los tamaños. Es muy difícil conseguir eso en una exposición o en una web. Yo no me cierro a ningún formato, pero el encanto del papel es insuperable. Mola poder tocarlo y olerlo”, indica el responsable del Club. A pesar del ambiente distendido, Reig señala que hay gente “a la que le cuesta participar porque les da vergüenza hablar en público o sienten que no tienen suficientes conocimientos”. Y aunque la iniciativa está abierta a cualquiera, la mayoría de parroquianos están vinculados al mundo de las instantáneas, el arte o el diseño. Por ahora, el fotolibro no parece haber conquistado las estanterías de los hogares no especializados…De momento, claro. “Hay poca cultura fotográfica en este país. Algunos amigos no sabían que existían libros solamente con fotos, flipan cuando se los enseño”. En su nómina de volúmenes extraordinarios sobresalen Utatane, de Rinko Kawauchi; Desperate Cars, de Sebastien Girard y Ostalgia, de Simona Rota

La artista visual y diseñadora Mati Martí lleva asistiendo a estas sesiones desde hace aproximadamente año y medio. “Siempre cierro mis proyectos en formato fotolibro, por lo que me siento muy identificada con estos encuentros”, explica. De las principales virtudes del Photobook Club destaca el espacio para “compartir con los demás” experiencias, gustos, pareceres, filias, fobias… La publicación encuadernada queda elevada al altar de joya visual, a oscuro objeto de deseo. Sus tapas, la ligera vibración al pasar las páginas, la tipografía que lo adereza…Cada detalle se convierte en un mundo propio. Aquí se viene a gozar en grupo de la alquimia que produce la mezcla de imágenes y papel. Placer colectivo a través de la vista y el tacto.

Para Martí, la idea de fotolibro se divide en dos grandes apartados: de un lado, el proyecto, el contenido del volumen; del otro, el contingente, el objeto-libro en sí mismo. “El diseño que se le da debe potenciar el proyecto, ser un valor añadido”, apunta Martí, cuyos trabajos se centran especialmente en los vínculos con el territorio. Para ella, un buen fotolibro es aquel que “arriesga e innova y en el que diseño y fotografía empastan en uno”. La experiencia de pasearse por una exposición dista mucho de lo que supone relacionarse de tú a tú con uno de estas publicaciones que tantas pasiones desatan. Como apunta Martí, en este segundo caso, se establece una relación “mucho más directa” con el producto. The earth is only a little dust under our feet, de Bego Antón; Vandalism, de John Divola; y TTP de Hayahisa Tomiyasu son tres de sus ejemplares favoritos.

Seguimos con Jorge Isla, investigador que actualmente está realizando su tesis doctoral sobre el cosmos del fotolibro. A pesar de ser un apasionado de estos volúmenes considera que no todas las historias pueden contarse a través de sus páginas: “hay proyectos que requieren otro tipo de soportes, como exposiciones o multimedia”. ¿Qué criterios definen a un buen fotolibro? La primera condición es obvia de toda obviedad: que las imágenes tengan calidad. Pero, además, es necesario que incluyan “una narrativa intrínseca tanto dentro de ellas como en la conexión de unas con otras. Funciona como un libro con texto: debe contar su propio relato y, si quitas una página, la historia no se entiende, se queda incompleta, no se trata de imágenes aisladas, deben ser un conjunto”.

La intimidad que se produce entre libro y usuario es uno de los factores que explican el fervor por estos productos: “puedes mirarlo mil veces en casa, volver a él cuando te apetezca”. ¿Y qué pasa con el futuro? “El fotolibro nunca se va acabar, pero es hora de pensar en nuevos formatos”, apunta el investigador. Para él, un buen diseño en estas publicaciones es “aquel que no se percibe. Pasa lo mismo con el cine: si en una escena romántica ponen una luz fría hay algo que te chirría, no tiene sentido”. Sus obras imprescindibles son RIP, de Mohamed bourouissa; Karma, de óscar Monzón; y The Random Series, de Miguel Ángel Tornero.

El sentimiento de comunidad resulta clave. “Es difícil encontrar a gente con la que hablar de estos temas”, apunta la fotógrafa Blanca Sánfelix, integrante del colectivo Tapas Duras. “Al conversar sobre el libro que has elegido, puedes explicar cómo te impactó o que sentimientos te produce, no es simplemente abordar su contenido. A veces has interpretado un libro en un sentido y al ponerlo en común aparecen nuevos significados y puntos de vista”. Otro de los grandes atractivos de estos encuentros es la apertura a nuevos horizontes: “no solo hojeas obras que no te puedes costear, sino también descubres títulos que no conocías”, señala Sanfélix. Por su parte, Ricardo Gómez, asiduo al Club, resalta la complejidad, el salto al vacío que supone pasar “de hacer fotografías por tu cuenta a adaptarlas a un formato físico concreto”. Mediodía, de David Hornillos; Nemini Parco, de Jesús Monterde; Ein Spanier Zuviel, de Cristóbal Hara; y Valencia 1952, de Rober Frank, son algunos de sus predilectos.

Satinado o cartulina, esa es la cuestión

A la hora de sacar adelante un fotolibro hay unos 875 factores a tener en cuenta (factor arriba, factor abajo), desde el gramaje del papel empelado a si este cuenta con efecto brillo, es satinado, resulta mate o es cartulina… También las dimensiones de los márgenes, la tinta, la disposición de las imágenes, el tipo de encuadernación, el tamaño de las páginas y las cubiertas… Todo debe encajar para lograr que el volumen funcione, para que sea coherente y tenga sentido en sí mismo. “Todo ha de tener un sentido y estar pensando para que llegue al espectador de la mejor forma posible”, señala Alamar. “Debes tener muy claro lo que quieres que el lector sienta. Con cada material el tacto es diferente y los colores resaltan de una manera distinta…”, apunta Sanfélix. Entre sus títulos imprescindibles, cita Un universo pequeño, con imágenes de Antonio M Xoubanova y diseño del propio Eloi Gimeno; Paloma al aire, creado por Ricardo Cases; y “cualquiera de Martin Parr”.

Para Laura Donate, también del colectivo Tapas Duras, los fotolibros que le cortan la respiración son aquellos “que ahondan en un lenguaje más metafotográfico, conceptuales. Además, me gustan los que abordan temas cotidianos, no hace falta irse al otro lado del mundo para lograr un relato sorprente”. Además, el hecho de editar, publicar y distribuir estos tomos se presenta como una manera de prolongar la vida del proyecto fotográfico: una exposición permanecerá un tiempo siendo exhibida y quizás tarde mucho en volver a ver la luz en público; en cambio, el libro podrá llegar simultáneamente a centros de estudios, espacios culturales y domicilios de adictos al flash. “Una muestra tiene una caducidad y luego deja de ser accesible, el fotolibro ofrece una vida más longeva al trabajo realizado”, señala.

 Desde su punto de vista como diseñadora, Donate apunta a que es imprescindible lograr un equilibrio entre la composición de las imágenes y el propio diseño de la obra: “es peligroso que un proyecto se quede solamente en la forma y no ahonde en el concepto que busca transmitir, la fotografía no debe supeditarse al diseño”. Si solo pudiera salvar un volumen de una casa en llamas, Donate se inclinaría por Ray’s a laugh, de Richard Billingham. “Es un título muy difícil de encontrar”, apunta, satisfecha de contarlo entre sus posesiones. La imagen se convirtió en fotolibro y ahora con cada página nos invita a explorar otras vidas, otras formas de mirar y de estar en el mundo.

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