Lolo es historia viva de la gastronomía española en Manhattan. En sus restaurantes, la paella clásica ha cedido el protagonismo al chorizo, los huevos o los guisantes, porque su prioridad es acercar el plato al público estadounidense
VALÈNCIA. Siempre he querido escribir unas Crónicas de la Paella en Nueva York, y aquí está la primera entrega. El viajero que pretenda adentrarse en la gastronomía de la bestia, tiene que estar dispuesto a dejarse fagocitar, porque solo mediante la abnegación se comprenden ciertas verdades. Y entre rascacielos, de nada sirve estirar de raíces. En una metrópolis con 8'5 millones de habitantes, cada cual tiene las suyas, y están tan enredadas las unas con las otras, que no hay quién deshaga la maraña. Hay que dejarse llevar, y aceptar la tapa de mejillones con chorizo. La paella, plato sinestésico de la cultura valenciana, y emblema de la gastronomía española en el mundo, ha tenido que hacer sus concesiones para llegar al público estadounidense. Tan solo a mí me extrañan las fotografías de arroces con huevos fritos por encima. Los que ya se desenvuelven con soltura en el subway y escriben a sus amigos por iMessage -aquí nadie usa WhatsApp- lo ven muy normal: "Ah, sí, las paellas de Socarrat". Y al final, todos los caminos me conducen a Lolo.
Con ustedes, uno de los grandes maestros de ceremonias de la gastronomía española en el show de la Gran Manzana, propietario de cuatro exitosos restaurantes -que se dice pronto en tamaña pista-. Hay un Socarrat Paella Bar en Midtown, Chelsea y Nolita; y luego está La Churrería, también en Mulberry. Lolo Manso es de todo, menos lo que anuncia el apellido, y el día en que le visitamos se empeñó en cocinar -no ni una ni dos- sino nueve paellas. Desde el principio, supe que me enfrentaba a un hostelero de raza, con el cuchillo entre los dientes. Abrió la puerta, me rodeó de personas con las que me quería conectar y arrancó su relato, digno de interiorizar.
Nacido en Valladolid. Sus padres tenían un chiringuito, por lo que creció detrás de una barra, pero como siempre ha sido de espíritu indómito, se sacó el carné de patrón de barco y se fue a viajar por el mundo. Con 24 años, desembarcó en Nueva York. Corrían mediados de los 80, y la oportunidad que le sobrevino fue como pinche, "pero le cogí el gustillo a la cocina, porque al final es un oficio muy creativo y satisfactorio". Un restaurante fue llevando al otro y, cuando en el año 92 se enamoró, el ancla estaba echada. Por entonces también puso en marcha su primer negocio, que se llamaba 'Alegría' y se encontraba en Brooklyn, con un socio latino y una carta entre medias de ambas culturas. "Fue entonces cuando comprendí que la cocina es ensamble, y que la fusión es riqueza. En esta ciudad, no funciona otra cosa", afirma. Y en 2001, saltó a La Nacional.
La Nacional merece un capítulo de por sí -y de hecho, lo tendrá-, porque no solo se trata de un centro cultural con cantina. La Spanish Benevolent Society nació en 1868, cuando un pequeño grupo de inmigrantes españoles decidió unirse en un modesto local, en el 151 de Bowery Street, para dar apoyo a otros recién llegados. Poco a poco, sería una colonia en ebullición en torno a la que se articularían otros comercios: la llamada Little Spain, por donde pasaron Lorca o Buñuel. "Cuando yo llegué allí, las cosas no habían cambiado demasiado. Uno entraba en esa casa y no estaba seguro de seguir en Manhattan. Te encontrabas con acentos de todas partes, incluso latinos. También estaban las miserias propias de los españoles, claro", recuerda Lolo. Se hizo con el alquiler del restaurante en el basement -"el precio era cómodo, unos $3.500 al mes"- y, durante una década, fue consolidando la fama de su cocina en Nueva York. "Fue por la paella", dice.
¿Estamos hablando de la primera paella auténtica entre rascacielos? "En realidad, el primero fue Solera, un restaurante donde estuve trabajando. Pero sí que me tiré a la piscina con el arroz al estilo español, porque aquí todo era arroz precocinado. No estaba seguro de que a la gente le fuera a gustar, pero un día, apareció el New York Times para hacer un artículo", rememora. Por supuesto, las tapas seguían siendo los puntales de la carta, porque en Nueva York no puede ser de otro modo, pero Manso se permitió florituras como servir la paella genuina y valenciana, de pollo y conejo, "que pronto tuvimos que retirar, porque a los estadounidenses no les gusta ni ver los huesos del pollo, ni comer conejo". Iría adaptando la receta, y al final, rompería con cualquier ortodoxia. En 2007, cuando empezó a buscar locales para montar su propio negocio de paella to go, ya sabía que las recetas iban a ser de todo menos clásicas. Socarrat nació en 2008.
Nos encontramos en el local de Chelsea, el primero, y por ende, el de mayor magnetismo. "Este sitio tiene algo mágico. Aquí hemos dado 120 cenas con apenas 20 sillas", afirma. La mesa larga del comedor es el corazón de la casa. "Fue una idea de la diseñadora, y un acierto. Si sientas a toda la gente junta, se dan situaciones muy interesantes", asegura. Ha disfrutado del éxito, ha presumido de tener cola en la puerta. Esto le ha permitido ir abriendo los otros establecimientos de Nolita (2010) y Midtwon (2012), "y no me he atrevido con más porque no soy un buen gestor de equipos". La pandemia les ha alcanzado, como a todos, pero lo de ser 'Paella Bar' y practicar el delivery es un matrimonio bien avenido. Durante la NYC Restaurant Week, estaban dando una media de 100 paellas al día que, al contrario que en España, se encargan más por las noches.
Antes de remover el fondo de la paella, con todos los debates sobre lo que es y lo que no es, lo que lleva y lo que no lleva, lo que forma parte de la tradición y lo que se destierra a 'otro tipo de arroces' -un saludo para Wikipaella-, unas cuantas cucharadas de realidad. Hasta Nueva York no llegan los debates sobre la leña, los a banda/senyorets, el limón o si la paella se debe servir al centro. Aquí, con suerte, saben lo que es el socarrat, y porque les gusta escuchar el relato. "A los clientes les gusta escuchar el porqué de las cosas, así que les explicamos el origen de nuestro nombre. Les decimos que es la capa crujiente que se crea al fondo del arroz y que, en València, es costumbre rascarla con la cuchara. Siempre que podemos, intentamos divulgar la cultura del plato, pero al final, un restaurante es un negocio y yo hago la comida más auténtica que puedo hacer", admite Lolo, quien reivindica como lema vital "pragmatismo, pero con ética".
En Socarrat hay una decena de arroces en la carta. Empezaron ofreciendo la paella valenciana, "pero ya no la tenemos, porque nadie la pedía". Así que encontramos desde el arroz de pescado y marisco -camarones, vieiras, berberechos, guisantes y pimientos-, al de carne y costillas -pollo, chorizo, guisantes y champiñones-, pasando por el arroz negro -pescado blanco, calamar, tinta, pimientos del piquillo y habas-, o el colorido arroz de la huerta -festival de berenjena, brócoli, coliflor, guisantes, garbanzos, tomates, alcachofas y pimientos-. También hay fideuà, 'de mar y montaña' -fideos finos, calamares, camarones, carne de pollo, coles de Bruselas y champiñón- y, así, llegamos a la pletórica y desconcertante Paella Socarrat: pollo de corral (para sorpresa de los americanos, con hueso), chorizo, camarones, pescado blanco, calamar, mejillón, berberechos, habas, pimientos y sofrito de tomate. ¡Boom! "Pues es mi preferida, y posiblemente la que más se pide, junto con la de costillas y el arroz negro", precisa, y el mundo me vuelve a dejar de piedra.
En relación al chorizo, ingrediente disruptivo, nuestro anfitrión tiene un argumento demoledor. "En casa mi hermana siempre lo hemos utilizado, y a mí me parece que deja un gusto buenísimo. La pregunta es: ¿por qué no?", y fin del debate filosófico. La verdad es que no existe ninguna contraréplica ante una argumento tan elemental. "Pues menos mal que no te hemos preparado la de huevo. Le ponemos bacon y la servimos a la hora del brunch", añade.
Para sorpresa del auditorio, el chef es valenciano. Héctor Cruselles no es ningún proscrito en el arte de los arroces, porque ha trabajado para Quique Dacosta y formó parte de Arrocería Duna. "Al principio te extrañas, pero luego te das cuenta de que es lo que el público demanda", explica. Está preparando nueve paellas en un tiempo récord, sin leña que valga -"aquí nadie tiene"- y con un golpe de horno. Ni el grosor ni el punto del arroz son aspectos a tener en cuenta al trabajar para el público de Nueva York -"de hecho, les gusta más crujiente y que la capa no sea fina", dice. La clave está en entender la hegemonía del condimento por encima de la base. Así lo constata Eduardo Blasco, otro valenciano, en este caso de las filas de los Arribas. Como responsable de sala, admite que se ahorra las liturgias a la hora de servir. "Alguna vez hemos dado la opción de poner la paella al centro, pero los clientes te dicen que prefieren el plato y el tenedor", comenta.
Comer en Socarrat es una experiencia -incluso el New York Times se sorprendió de la verbena-. Así lo vivimos en primera persona, en mitad de una ciudad pandémica, compartiendo nueve paellas en una sola mesa. Los arroces no tenían nada que ver con las liturgias de València, pero eran dignos y estaban ricos. Más crujientes, eso sí, y con unos sabores poco reconocibles para el comensal español, que suele preferir más cantidad de arroz. Preguntado por el mayor exotismo que ha vivido, Lolo refrenda la teoría: "Un cliente árabe nos pidió una paella sin arroz".
"Lo de que los españoles somos un pueblo muy singular no lo digo yo; ya lo decía Cela. Nunca nos hemos cuidado los unos a los otros. Lejos de apoyarnos, nos pisamos si podemos", así explica Lolo Manso al poco reconocimiento de la gastronomía española en una plaza tan singular como Nueva York, donde sí que se valoran los fogones de Italia o de Francia. Ha habido restaurantes de envergadura: Salinas, Txikito o Tertulia, menciona. "Pero en general, no nos hemos sabido vender Por eso, figuras como Ferran Adrià o José Andrés hacen una labor impagable", opina. Labor que, a menudo, pasa por adaptar el recetario patrio a los gustos locales, aunque algunas performances sean espeluznantes para el purista. "No puedes llegar a Estados Unidos con unos callos o unos caracoles, porque no les va a interesar. La estrategia es ir más suave y conquistar poco a poco. Antes era impensable servir las gambas con cabeza, y ahora se hace", señala.
La victoria cultural está muy vinculada con el nuevo perfil de comensal americano, más foodie y más viajado. "Muchos han estado España y se vuelven locos con las tapas. Por eso, de la carta no puedes sacar las croquetas, las bravas, la tortilla, el pan con tomate, un poquito de pulpo, los calamares a la plancha...", enumera. El jamón serrano es algo que gusta mucho, aunque ha sido difícil introducirlo en el país por la legislación sobre el tratamiento de las cárnicas. "También ha tenido que ver con la presión del lobby italiano, que no quería competencia para el prosciutto", cree él. En Socarrat, también sirve tablas de quesos y embutidos, o cazuelas de huevos rotos con jamón. Y como es poco prejuicioso y muy dado a la fusión, no tiene complejos en condimentar el pollo con chimichurri o el chorizo con paprika. Lo defiende sin fisuras: "He conocido a cocineros mexicanos que eran los mejores haciendo tapas españolas. Menos tonterías, que tengo 60 tacos".
Lolo Manso es el rey de la heterodoxia en materia gastronómica; ha quedado claro. Pero oye, gracias a él, muchos neoyorquinos han descubierto lo que es una paella -si es que el término conviene a la ocasión-. "Yo no quiero ser Ferran Adrià, yo soy un cocinerete que hace disfrutar a la gente en su restaurante", reivindica. Comida sencilla, buena y honesta; sin solomillos ni trufas. "Mi paella no es la mejor, tampoco la peor, pero es una paella de puta madre", concluye.