A los cocineros les corresponde identificar el momento en que una creación, por mucho éxito que tenga, ya ha dicho todo lo que tenía que decir ¿Cuándo es hora de que pasen a mejor vida?
A veces los platos se mueren, y otras hay que matarlos. Se los cargan sus propios creadores, un poco hartos ya de que se le suban a la chepa. De que sus clientes les pidan una y otra vez aquello tan rico que hicieron hace cinco años, pero que ya no les representa. “Tú que eres periodista, ¿verdad que no te imaginas escribiendo el mismo artículo toda la vida? –me pregunta a bocajarro Nacho Romero-. Pues a mí me pasa lo mismo. A día de hoy siguen asociándome con mi vieira con molleja, ¡y la verdad es que estoy hasta los cojones de hacerla!” (ríe). El chef de Kaymus acabó de entenderlo una noche durante un concierto de Mark Knopfler. “Me cabreé mucho porque no tocó ninguna canción de Dire Straits, pero luego comprendí que el hombre estaba harto de estar tocando todos sus clásicos y quería que escuchásemos sus temas nuevos. Me sentí identificado”.
He ahí la cuestión. La fecha de caducidad de un plato es fácil de determinar cuando aplicas el sentido común –a nadie se le ocurre ahora encajarte un cóctel de gambas con trocitos de lechuga iceberg- o cuando ya no cautivan a tus clientes. Pero luego están esas “odiosas” obras maestras que sabes que no puedes quitarte de encima si no quieres soliviantar a la parroquia. Le ocurre incluso a los cocineros más jóvenes y aguerridos, como Junior Franco. Su sambenito se llama Ceviche cartagenero y Erizo con crema de tuétano y maíz a la brasa. “Sé que me van a perseguir eternamente, porque se han convertido en mis iconos. A pesar de que soy demasiado inquieto y me canso muy rápido de mis propios platos” ¿Solución? Derivarlos a un restaurante subsidiario. Como hizo Dacosta con El Poblet, santuario de incunables como el Cubalibre de foie gras, La bruma o El bosque animado. Junior ha hecho algo parecido al trasladar los hits de Origen Clandestino a Paraíso Travel.
Raúl Resino, que ostenta una estrella Michelin en su restaurante de Benicarló, hace más concesiones. “Hay veces que veo platos mío de hace un año y me da hasta vergüenza, pero otros que llevan diez años se mantienen porque siguen dándome éxitos. Sé que la Crema de cigala con infusión de lemongrass y bulgur marino o el bisque de galera me van a acompañar a la tumba”. Resino considera que es bueno honrar a los clásicos aunque, matiza, “el cocinero no tiene que enamorarse de sus propios platos” hasta el punto de considerarlos obras perfectas e inamovibles. “Yo los mantengo en carta, pero los actualizo. No bajo la guardia. Seguimos probándolo cada día. Cambiamos de vez en cuando guarnición o la vajilla, cambiamos algún ingrediente… “.
Poco tiene que ver la María José Martínez de ahora con la que abrió Lienzo hace cuatro años como restaurante de tapas sofisticadas. Sin embargo, la Hamburguesa de calamares con alioli –“estaba buenísimo, eso es cierto”, y el Patito de caramelo “que hacíamos para llamar la atención” persigue a la cocinera murciana como un perro faldero. “Al principio, cuando cambiamos la carta buscando un concepto más sofisticado, tuve que dejar algunos de esos platos para salvaguardar mi clientela. Pero al final tienes que quitarlo, por simple coherencia”. “El otro día vino un cliente pidiendo un arroz seco con bacalao, tomate seco y garbanzos que había probado hace unas semanas. Pero ya no estaba. No es que me hubiera cansado de él, es que si no lo quito no puedo evolucionar”.
Miguel Ángel Mayor también se niega a ser cautivo de sus propios éxitos. De hecho, aprovecha nuestra llamada para desvelarnos que en la reapertura del restaurante Sucede habrán desaparecido todos sus platos ganadores, los que le condujeron a la estrella Michelin. El chef barcelonés suelta lastre para volar más alto. Ya no habrá Flor de ibiscus, ni la Fritura de sardina bañada en manitol, “a la que tengo mucho cariño”. Son renuncias necesarias. La monotonía, nos dice, es muy peligrosa en la cocina de vanguardia.