Nos asomamos al final de la temporada de este delicioso producto autóctono, que varias familias del Cabanyal-Canyamelar cultivan desde hace más de un siglo con un método completamente artesanal
Abandonamos la barca, y de un pequeño salto subimos a uno de los entramados de madera que flotan frente al muelle de la Xita del Puerto de València. Estamos en el vivero de estilo tradicional donde la familia Lacomba -conocida en el Cabanyal-Canyamelar como Los Bollo- cultiva clòtxinas desde hace cuatro generaciones. Es decir, desde aquellos tiempos en los que la friega de este molusco se hacía “a zapatazos”: una espardenya en cada mano, y a rascar. Cuenta Juan que cuando su bisabuelo, Ramón, se inició en el oficio, las clòtxinas eran más gordas y se seleccionaban con mucho cuidado. Se limpiaban una a una, quitando todos los caracolillos. Ahora ya no hay tiempo para fruslerías. La producción de este delicioso producto autóctono, que solo podemos disfrutar entre mayo y agosto, ha crecido sin pausa a lo largo de los años. Todo ello a pesar de que los productores tienen que lidiar actualmente con problemas que antes no existían, como la elevación de la temperatura del agua o la amenaza constante de las doradas, cuya principal afición es merendarse las clòtxinas que crecen amarradas a las cuerdas sumergidas en el agua.
Son las 9 de la mañana de un lunes de final de julio, fecha que señala las postrimerías de la temporada de la clòtxina valenciana. Ya saben, la de los meses sin “erre”. Hay otra fórmula costumbrista de medir el ciclo de vida de este molusco: “Empieza con la fiesta de la Virgen de los Desamparados y termina con la de la Virgen de agosto. La más rica de todo el año se recoge desde San Juan (24 de junio) hasta la Virgen del Carmen, el 17 de julio”, nos explica Amparo, hermana de Juan y clotxinera hasta el tuétano, como sus hijos. Manu, con trece años, tiene ya claro que cuando sea mayor quiere continuar la tradición familiar.
Del mismo modo que muchos pasábamos los domingos de nuestra infancia en la casa de campo de los abuelos, los hermanos Lacomba lo hacían en el vivero, que para ellos es como un “chalet en el mar”. Largas jornadas de correteos, chapuzones, paella y clòtxinas recién cogidas de la cuerda y cocinadas al vapor en el pequeño fogón de la caseta. “Tuvimos una infancia privilegiada, estar aquí tanto tiempo nos dio mucha sensación de libertad”, recuerda Amparo, a la que podemos encontrar habitualmente despachando en la pescadería del Mercado del Cabanyal que posee la familia desde hace más de cincuenta años. “Mi hermana Amparo y yo aprendimos a nadar en el vivero -relata Juan-. Nuestro padre nos ponía un corcho a la espalda, nos amarraba a una cuerda y nos lanzaba al agua”. Él aprendió el oficio de niño, acompañando a su padre cuando finalizaban las clases en el colegio. Las tardes terminaban yendo a pescar doradas y llisas, una afición que también han heredado sus sobrinos. Llama la atención la emoción intacta con la que Juan habla de sus mañanas en el vivero. Se levanta cada día a las cuatro de la mañana, y a las seis ya está dando el callo. Su momento preferido es el de coger el carro de encordar y colocar la semilla en las cuerdas. “Ver el amanecer mientras encordas te da una sensación de libertad que pocos oficios te ofrecen”.
En la actualidad, la Agrupación de Clochineros de València y Sagunto acoge 16 viveros, de los cuales solo siete son clásicos como este. El oficio de los calafateros, encargados de construir a mano estas “casetas de campo en el mar”, está en claro peligro de extinción. Desde los años setenta del siglo pasado, el cultivo de la clòtxina -y, en tiempos más recientes, de la ostra valenciana también- se realiza en bateas, que son estructuras similares a los viveros, pero modernizadas. Las plataformas no están construidas exclusivamente con madera, sino que descansan sobre una especie de gigantes flotadores neumáticos.
Las historias de las familias Lacomba, Lucía, Navarro, Aragonés y Peiró -todas ellas productoras de clòtxina y procedentes del barrio del Cabanyal-Canyamelar - protagonizan la Cartografía de la Clòtxina, una guía ilustrada por reconocidos dibujantes -Paco Roca, Lawerta, María Herreros, Ada Díez, y Mar Hernández- que ha editado Cerveza Turia para difundir entre el público la cultura de este producto estrella de la gastronomía valenciana. La guía se reparte gratuitamente a quienes adquieran una malla de 1 kilo de clòtxinas y un pack de cervezas en determinadas tiendas del barrio del Cabanyal cuya localización puede consultarse en esta web. A los Lacomba los ha dibujado Paco Roca con su candidez y su maestría habitual, poniendo imágenes a los recuerdos de infancia de Amparo y Juan.
En octubre, cuando baja la temperatura del agua del mar, llega el momento de sembrar. Este proceso de cultivo comienza con la rascada, que es como se denomina a la recogida de la semilla o criançó -las crías de la clòtxina- que se adhiere a rocas y espigones. En la actualidad, debido al aumento de la temperatura del agua, hay muy pocas semillas en las costas. Por ello han de emplearse las que genera el vivero cuando, durante el proceso de recolección, separa las clòtxinas listas para consumo de las que todavía son pequeñitas.
Una vez seleccionadas, la criançó se sujeta a las cuerdas con ayuda de unas mallas tupidas. A esta fase se la conoce como la encordà. Una vez llenas de semillas de clóchina, las cuerdas se introducen en el agua suspendidas de las maderas que conforman el entramado del vivero o tangonàs. Hasta que llega la temporada, las crías van engordando al alimentarse del fitoplancton presente en el agua. Nos cuenta Eugenio Chulià, “El Pipa” -clotxinero con los Lacomba desde hace décadas-, que el movimiento de las hélices de los grandes buques que pasan cerca del vivero les beneficia. “Al arrancar motores levantan un montón de plancton, que nos llega con las corrientes”.
El proceso de recolección es sencillo y muy artesanal. El rudimentario método de las zapatillas de esparto para el proceso de limpieza, se realiza actualmente con una máquina que recoge y remueve agua sin descanso. Después se mete en mallas de 1 ó 5 kilos por lo general, y de ahí a la depuradora, como paso final antes de llegar al mercado. Pero Juan nos advierte: “El secreto está en limpiar lo justo en el vivero. Si dejas que la máquina castigue demasiado la clòtxina, ésta pierde el agua de su interior y el producto final pierde calidad”. “Lo mismo pasa al cocinarlas -añade “El Pipa”-. Nada de quitar barbas y rascar caracoles. De la cuerda a la malla, y de la malla a la cazuela.”