Como este otoño se llevan las distopías, me ha dado por imaginar cómo será la comida del futuro. ¿Tomaremos cubitos post deconstruidos, píldoras de sabor concentrado que tardan horas en disolverse en nuestra boca?, ¿habremos alcanzado el paladeo mental, la comida virtual que no engorda?
¿Podrán reconstruirse a través de la memoria los sabores de infancia? ¿habremos descubierto algún nuevo sabor, que no es dulce, ni es salado, ni es amargo, ni es ácido, ni es picante, ni es umami, sino todo lo contrario?
A menudo creemos que el tiempo surge de nuestros pies, que a pesar de Copérnico y Galileo, el mundo gira alrededor de nosotros, que somos un sol, que así nos lo dijo nuestra mamá. Que la modernidad somos nosotros. Y nuestras circunstancias, venga. Que vamos a reinventar el mundo.
Y sin embargo, somos tan poquita cosa. Yo aún recuerdo, con pasmosa claridad, la sensación de niña al descubrir que estaba en un lugar llamado Valencia, que estaba en España, que estaba en el planeta Tierra, que estaba en una galaxia, que estaba en el universo, que estaba… ¿dónde?, ¿pero dónde acaba todo? , y si algo acaba, ¿qué empieza a continuación? El infinito me reventó en la cabeza, y creo que desde entonces prefiero las cosas pequeñas, los tapitas, los muchos bocados de un menú a los grandes platos únicos.
Además, a poco que nos fijemos descubriremos que el mundo tampoco ha cambiado tanto. ¿Crees que es moderno eso de tomarse unas cañas con los colegas? Que sepas que los egipcios, en el año 3.000 antes de Cristo ya lo hacían. ¿Y eso de comerse una hamburguesa? No hace mucho, unos arqueólogos descubrieron junto a una momia de 4.000 años de antigüedad, dos tortas de pan con un pastel de carne horneado en medio. Por si le entraba hambre al muerto en una de esas madrugada de la eternidad.
Nos parece que la cocina de autor la inventamos nosotros, pero sin restarle mérito a Adrià, la importancia de ser cocinero arranca en la antigüedad: los griegos ya oponían a Los siete sabios de Grecia, una lista de Los siete cocineros de Grecia, y aquel que inventaba un nuevo plato de éxito era distinguido con un 5 laureles, y gozaba todo el año de sus derechos de autor. Fueron chefs estrella de la época Egis de Rodas, el único que sabía asar perfectamente un pescado, Nereo de Chio, experto en el caldo de congrio, Cariades de Atenas, especialista en la ciencia culinaria, Lamprias, el creador de la salsa negra, Eutrymoll maestro en preparar lentejas, Aftonetes, el creador de la morcilla o Aristón, un mago de los nuevos guisos.
Y aun poco antes de que El Bulli 1846 se erigiera en el primer centro culinario I+D del mundo, aproximadamente unos dos mil años antes, a los cocineros les daba por investigar. La tortilla no fue fruto del azar sino de las investigaciones culinarias llevadas a cabo por uno de los grandes cocineros del mundo antiguo, Cigofilo, también conocido como el Maestro de los Huevos. No sólo ideó la tortilla -la de sangre de liebre fue uno de los platos más celebrados de la época- , sino también el huevo duro y el huevo pasado por agua. Ahí es nada.
Y si crees que los menús interminables son cosa de nuestro tiempo, que los 45 pases de Quique Dacosta marcaron una antes y un después, ojo al banquete ofrecido en honor a Carlos I de España: se sirvieron ni más ni menos que 72 platos.
Tampoco los foodies son cosa de Master chef. El romano Apicio es considerado el primer gourmet de la historia. Abogando por un epicureísmo desmedido, muy mal visto por los estoicos, gastó toda una fortuna en la que era su pasión. Nos ha dejado en su obra De re coquinaria algunas de sus recetas preferidas como las vulvas de cerda rellenas. Apetitoso, ¿eh? Ahí va la receta: para el relleno, picar la carne de cerdo con pimienta y comino pulverizado y añadir piñones y garum (el garumera una salsa a base de hierbas, vinagre y vísceras de pescado que no podía faltar en las recetas romanas), rellenar las vulvas bien limpias, cocerlas al agua con aceite, garum y finas hierbas.
O el pastel de rosas, ideal para una cena de gala: se toman las rosas y se separan los pétalos que se maceran con la salsa garum (recuerda, vísceras de pescado). Se clarifica este líquido y se reserva. Luego se toman cuatro sesos que se maceran con los granos de pimienta. A todo esto se le añade el zumo anterior y se mezcla con ocho huevos y una taza y media de vino y otra de aceite. Se fríe, se espolvorea con pimienta y se sirve adornado con pétalos de rosas. Sí, ya sé que estás salivando…
Desgraciadamente, Apicio terminó suicidándose tras comprobar que no podía seguir llevando un ritmo de vida que le permitiera disfrutar de estas delicias a diario. Marcial lo cuenta así: ya habías entregado, Apicio, sesenta millones de sestercios a tu estómago y te quedaban sólo diez millones más. Desesperado por no poder soportar esta amenaza de hambre y sed, te has bebido como último trago un vaso de veneno. Nunca, Apicio, mostraste más glotonería.
Y mientras, junto a estos excesos, la gente se moría de hambre, literalmente, sí, aunque parezca difícil de creer. Entonces, y en la Edad Media, y en la revolución francesa, y en la segunda guerra mundial, y en la España de la posguerra, había gente que moría de hambre. Exactamente como sucede ahora mismo en algunos lugares de África. Aunque parezca difícil de creer.
En fin, que no sé cómo será la comida que nos espera, no sé si todo cambia muy rápido o solo en apariencia, si al futuro y al pasado apenas los separa una delgada línea, una delgada línea que somos nosotros. Pero más que imaginar distopías, tal vez deberíamos empezar a vislumbrar un futuro en el que todos tuviéramos algo que echarnos a la boca. ¿Utopía?