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El arte de ir hecho un pincel: conversación con uno de los últimos sastres

Hace treinta años eran todavía un gremio fuerte, con más de 200 representantes en València. Hoy apenas quedan tres. Nacho Salvo es uno de ellos. Le visitamos en su taller de la calle Burriana

27/09/2018 - 

VALÈNCIA. Dice Gay Talese que su ideal del estilo se refleja de forma idéntica en su manera de vestir y en su escritura. “En los dos contextos soy meticuloso y obsesivo. Escribo como un sastre”. Para el periodista norteamericano, los trajes no se ponen y se quitan; se habitan. Algo parecido a Tom Wolfe, otro juntaletras con alma de dandi, para quien la elegancia en el vestir siempre ha sido la prolongación de un discurso. De hecho, la querencia por el blanco del autor de La hoguera de las vanidades tenía una intención metafórica: “Llevar un traje blanco es pavonearse de forma delicada, dando a entender que el que lo viste no quiere ensuciarse las manos. Es una proposición serena e imperturbable”.

Como hijo de sastre, Nacho Salvo fue el único niño de la clase que tomó la comunión con un modelito a medida. Él, igual que Talese, creció entre espejos de tres cuerpos, observando a su padre, siempre con el metro colgando del cuello y el acerico de alfileres ajustado a la muñeca. Manejando el pesado tijerón de acero alemán, que está diseñado para cortar los tejidos más nobles. Casi ingrávidos, con brillo y caída natural, imposibles de arrugar.

Foto: EVA MÁÑEZ

Hace treinta años, Vicente Salvo era uno de los más de 200 sastres que trabajaba en València. Por aquel entonces, encargar un traje a medida no era una costumbre exclusiva de ejecutivos, políticos y cuatro aristócratas. En la era previa al prêt-a-porter, formaban un gremio de artesanos boyante. El más antiguo de España.

A sus casi 50 años, Nacho es quizás el sastre más joven de València. Probablemente, también el último. “Quedamos Puebla, Jesús Murcia, yo, y poco más. Qué tristeza”, nos cuenta mientras marca con su tiza de sastre la americana de prueba de su amigo Jose, que también es cliente. Va a la caza del más mínimo desajuste, porque la reputación en este oficio depende de la habilidad para conseguir el acabado perfecto y las hechuras más precisas. Y que, nos recuerda, ni hay dos cuerpos iguales, ni nadie es simétrico. “Todos tenemos un hombro más bajo que el otro o una pierna más larga que la otra”.

Su perro –un teckel de pelo duro que responde, cómo no, al nombre de tailor- realza el espejismo de que estamos en una tienda del Londres de los años treinta, y no en el L’Eixample valenciano. Salvo, fundada en 1966, es el negocio más antiguo del distrito burgués por excelencia. Una foto enmarcada en la pared nos muestra a un Vicente Salvo jovencísimo, trabando entre telas detrás de la amplia y robusta mesa de madera que todavía preside el local. La sastrería colinda con otra reliquia comercial, un estrechísimo taller donde un artesano del metal fabrica piezas para coches antiguos y otras rarezas.

Nacho nos introduce a grandes rasgos en este mundo de las manufacturas a medida. “Primero tomo las medidas al cliente, luego éste elige la tela de algunos de los tres muestrarios que tengo. Solo tengo uno español, otro inglés y otro italiano. No hacen falta más porque son los mejores del mundo –dice con orgullo-. Son los mismos con los que trabajan los mejores sastres en Nueva York. La diferencia es que allí un traje cuesta 3.000 euros, y el mismo aquí lo tienes por 1.200”. “A continuación hago el patrón –prosigue-, lo corto y lo mando a coser a otro sastre. Él me entrega la prueba, yo se la pongo al cliente por si hay que hacer algún ajuste. Después desmonto la pieza entera, la afino y se la vuelvo a enviar al sastre para que la termine con el forro, los botones y las etiquetas. Es artesanía pura, todo se hace a mano. Incluso los ojales”.

A 100 euros de media el metro cuadrado, los tejidos con los que trabaja parecen tener propiedades sobrenaturales: “Mira esto, es lana pura. Con ella cualquier prenda sienta mejor, porque cuando el cuerpo le transmite calor, presta un poco y se va adaptando a tu cuerpo hasta que queda como un guante. Es un tejido al que hay que dejarlo descansar”, nos explica con indudable destreza comercial.

“Lo clásico es siempre lo elegante”

Este es uno de esos negocios old school en los que el cliente tiene la razón… casi siempre. “Yo hay cosas que no hago. Como poner una manga de cada color, como me pidieron una vez”. Nacho está convencido de que “lo clásico es lo elegante”. El traje inglés, con primer botón a la altura de la cintura, bolsillo de ticket y pantalón con pinza y bordillo. El romano, con chaqueta adaptada al cuerpo, un solo corte por detrás y pantalones amplios con bordillo de 20 centímetros de anchura que roza el zapato. El napolitano, con solapas estrechas en forma de lanza, chaqueta corta y entallada, pantalones bastante ajustados y a la altura del tobillo. El milanés, con hombros siguiendo la forma del cuerpo, chaqueta sin corte detrás y pantalones con una pinza. Salvo confiesa que se echa las manos a la cabeza cuando se cruza a alguien embutido en una chaqueta raquítica o con los bajos subidos por encima del tobillo.

Foto: EVA MÁÑEZ

En realidad, Nacho estudió arqueología subacúatica antes de volver al redil. Allí, su padre le acogió como aprendiz, una figura típica en los gremios de artesanos, pero aquí brilla por su ausencia. Es la prueba fehaciente de que hablamos de un oficio en vías de extinción. “En Francia si dices que vas a cerrar tu sastrería porque no es rentable, te quitan impuestos para que continúes, porque las empresas artesanas son parte del patrimonio cultural de un país. En España hay algunas ayudas, pero son muy escasas acceder a ellas es tan difícil. El papeleo burocrático es tal, que al final pasas de pedirlo ¿Por qué crees que ya casi no quedan negocios históricos por aquí? En Madrid quedan más, pero en València…”

Los sastres tienen mucha menos clientela, aunque también han visto desaparecer casi toda su competencia, de modo que por el momento se mantienen a flote. El perfil que se mantiene fiel a los trajes a medida es el de políticos, empresarios, hombres a punto de pasar por el altar y abogados –“confecciono muchas togas”-. La rutina profesional incluye desplazarse hasta sus despachos para tomar medidas, hacer las pruebas y entregar finalmente la pieza. Como en las películas. “En esos círculos saben distinguir a la legua una chaqueta de tienda de otra hecha a medida”, asegura Nacho. Su amigo Jose, empresario, lo corrobora: “A mí ningún hombre me había hecho jamás un comentario sobre mi ropa hasta que este [Nacho] empezó a hacerme los trajes. La diferencia es abismal. Si no cambia mucho tu cuerpo, te dura toda la vida”.

Foto: EVA MÁÑEZ 

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