VALÈNCIA. Existe entre nosotros una especie humana que es especialmente proclive a visitar museos, ir a conciertos, acudir a experiencias (ejem) culturales. Pero que lo hace solo cuando viaja. Como si sacarle todo el partido a una ciudad fuera algo que se hace solo a domicilio. Tomar a tu ciudad como un entorno dormitorio, circunscrito a la producción. El ocio, todo el tiempo en otras partes. “Asistir a los eventos culturales programados en la ciudad y no esperar a viajar para hacerlo”, suele reclamar el activista cultural Sergio Membrillas (organizador de jornadas como las de Cuadernos Blablabla). Porque el ‘cultureta a domicilio’ consigue, con gran habilidad, fortalecer las redes de otros destinos, contribuir a su desarrollo cultural, mientras desatiende su entorno más directo, al igual que una ciudad que no cobra ninguna tasa turística a sus ciudadanos pero cuyos ciudadanos sí la pagan cuando van a otros lugares.
Adentrarnos en la relación entre cultura, turismo y urbanismo es un campo minado donde no hay manera de salir indemnes. Un proyecto de arquitectura y usos ambiciosos puede ser un arma de doble filo en entornos expuestos al pillaje inmobiliario. Uno de los ejemplos más vistosos tuvo lugar hace unos meses a raíz de la nueva biblioteca modernísima y supersónica (la Gabriel García Márquez) en el barrio barcelonés de Sant Martí. Los elogios a la instalación por parte de intelectuales urbanos como Eric Klinenberg provocaron la ira de parte del vecindario, que sentía el nuevo equipamiento como una amenaza a su equilibrio. Klinenberg dijo entonces: “Una cosa perturbadora sobre este momento en el urbanismo es que cada proyecto bello genera tanta ansiedad por la gentrificación como elogios por hacer las cosas mejor. Y más perturbador aún es saber que esas ansiedades están justificadas”.
Considerar que para mantener una cierta dignidad vecinal, y que no te echen de tu barrio, es necesario no pedir nada, no tener nada, no llamar la atención, no lograr grandes mejoras ‘no vaya a ser que’… es definitivamente el éxito de un modelo de ciudad que prescinde de los que ‘están’ para primar a los que solo ‘pasan’ por delante. Tránsito sobre comunidad. En ese hilo a propósito de la polémica de Klinenberg, La Vanguardia recogió el testimonio de un usuario reconociendo que “si nos ponen espacios públicos agradables con arquitectura bonita en los barrios es gentrificación y derroche. Lo mejor para nosotrxs es hacer nuestras vidas en sitios feos y genéricos por el bien del barrio”. El mismo periódico acuñó el término ‘gentriansiedad’ como el miedo que provoca que tu entorno más cercano “se ponga demasiado bonito, o peor, demasiado habitable”. En realidad es un intento de disparar a lo que es visible: el fondo de inversión superdepredador o la algoritmización inmobiliaria no toman cuerpo, no se pueden tocar.
En una dirección asociada, el desarrollo cultural o los propósitos artísticos vinculados a territorios concretos se ven acompañados cada vez más de cierto temor. “¿Y no has pensado que esta propuesta podría gentrificar el barrio?”, escuchamos con frecuencia quienes formamos parte de propuestas que toman parte sobre la ciudad. Una correlación falsaria que lleva a la misma conclusión que con la biblioteca de Sant Martí: el movimiento cultural como amenaza. Por tanto, mejor que no pase nada, que no se haga nada. Es una apropiación indebida de una responsabilidad que no corresponde. La ausencia de políticas públicas, la anticipación legislativa ante transformaciones críticas como las que tienen lugar en el mercado de la vivienda, no pueden camuflarse bajo la piel de la cultura. Hacerlo es asumir una derrota y transferir la responsabilidad a quien no la tiene.
Por el contrario hay vínculos en apariencia invisibles que la cultura genera que contribuyen a mejorar nuestra relación en el interior de una urbe cada día. Algunos protagonistas de esa vida cultural en València aportan algunas ‘buenas prácticas’ que consideran esenciales. Entre ellas, no ser usuario cultural solo cuando se viaja a otra ciudad. “Las ciudades que queremos y anhelamos se hacen participando en ellas”, señala Membrillas. Para Sara Portela (directora de Open House Valencia) es relevante “hacer voluntariado en un proyecto cultural: ayuda a sentirnos parte activa de la sociedad y conectar con otras personas con quien compartir intereses, al tiempo que contribuye a conocer mejor nuestra ciudad y nuestra identidad”.
Sara Mansanet (directora de La Cabina) indica la compra cultural en cercanía como una costumbre transformadora: “Que nuestro entorno sea habitable pasa también por colaborar en mantener el pequeño comercio de nuestros barrios. Practiquemos un consumo consciente”. En ese sentido Sergio Membrillas cree que “nos da pena que cierre aquella tienda tan agradable y especial, pero a la que solo fuimos a mirar, cuando en cambio en el reciente viaje a Londres nos trajimos la maleta llena de detalles de autocuidado cultural”.
“Siempre he pensado que acudir a la restauración local -añade Portela- ayuda a mantener la esencia y la personalidad, incluso a nivel arquitectónico, porque las cadenas suelen practicar el mismo interiorismo en línea con la marca a la que representan, independientemente de la ciudad”.
Apelando a la cultura cívica, Carlos Madrid (Cinema Jove) aporta dos consejos desde lo inmaterial hasta lo concreto. Por un lado, poner ‘en la conversación’ cultural a los autores cercanos. Como “sacar a relucir la última película de algún director valenciano que hayamos visto; hay cada vez más películas dirigidas por gente cercana que no tiene nada que envidiar a mucho cine europeo o americano”.
Sara Portela recomienda “acercar a niños y niñas a la cultura a través de los talleres infantiles que organizan los museos. Es una forma de cultivar el interés por el aprendizaje. Hay algunos sobre arquitectura y urbanismo, a través de juegos o maquetas, muy interesantes para introducir a la infancia en conceptos vinculados con la ciudad”.
La cultura no es un milagro crecepelos para mejorar una ciudad no todas sus voluntades son bienintencionadas. Pero tampoco puede ni debe ser un utensilio con el que camuflar intentos vacíos de mejora urbana. La mayoría de veces no basta con decorar un espacio público y pasar a otra cosa, sino que se requieren políticas públicas complejas, integradas, continuadas y ambiciosas que rebasen la altura del render.
Pepa L. Poquet y Pau Figueres denuncian, a través de una exposición en La Posta, la transformación de ciudad a producto turístico