VALÈNCIA. Ocurre a menudo que conocemos a una persona en un idioma y después, al escucharla hablar en otro, no la reconocemos del todo: creemos ver en ella dejes nuevos, rasgos de su personalidad desconocidos, movimientos instintivos distintos. Cambia su forma de codificar el mundo, y la persona al completo cambia, y no sería descabellado considerar que la persona en este segundo idioma pueda verse obligada a entender nuestra existencia desde una perspectiva ligeramente distinta, en el caso de los idiomas hermanos, o radicalmente alejada, en el de los menos emparentados. Ocurre a menudo que idealizamos la inteligencia de quien habla en inglés o en alemán y tendemos a tener en menor consideración intelectual a quien lo hace en alguna lengua africana, como por ejemplo, wólof, kanuri, yoruba, igbo, lingala, malgache, zulú o bambara. Ocurre a menudo que una comunidad como la china y sus costumbres nos parecen del todo extrañas hasta que por sorpresa un camarero hablando español con fluidez nos revela entre líneas que salvo por algún matiz de escasa importancia es perfectamente igual a nosotros. Así es el lenguaje y así y de incontables maneras más se encarga de encorsetar en estructuras las realidades para permitirnos movernos a través de ellas. Sin las habilidades comunicativas que nos posibilita el lenguaje, no habríamos llegado muy lejos.
Mediante el lenguaje hemos convertido en leyenda a algunos de nuestros congéneres, los hemos elevado hasta la categoría de seres cuasi mitológicos, nos hemos rendido a su fama y nos hemos puesto a sus pies. El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros. Una palabra tuya bastará para sanarme. La palabra ha erigido peligrosos artefactos sociales que nos han servido como excusa para destruirnos sin piedad en carnicerías a las que luego hemos puesto nombres épicos: las cruzadas, la batalla de las Termópilas, la guerra de los Cien Años, la ofensiva Brusilov. Luego con la palabra hemos registrado estos momentos, y la literatura ha hecho el resto. La palabra es el vehículo para la transmisión de las emociones más bellas, que suelen ser las más sencillas. La palabra saca de la oscuridad la abstracción matemática y los lenguajes informáticos nos permiten programar historias visuales que después se juegan en casas de todo el planeta. Algún día puede incluso que nosotros mismos hagamos el camino inverso y salgamos de nuestro corporeidad transformados en código. El lenguaje, según sabemos hasta ahora, “es nuestro Rubicón, y ninguna bestia se atreverá a cruzarlo”, como aseguraba el filólogo Max Müller. Ahora bien, ¿qué es el lenguaje? La pregunta es mucho más compleja de lo que parece, tanto que lingüistas tan universales como Noam Chomsky se han visto obligados a claudicar antes el misterio, tras años de búsqueda de un grial esquivo. Pero Tom Wolfe no era lingüista, y como él diría, tenía “lo que hay que tener” para ofrecer una respuesta a la gran pregunta.
Antes de despedirse el catorce de mayo de este año dos mil dieciocho en Nueva York con casi noventa años, Wolfe había dado por terminado su último libro, El reino del lenguaje (Anagrama, 2018, traducción de Benito Gómez Ibáñez), en el que se sube a la lona para ajustar cuentas nada más y nada menos que con Charles Darwin; cuando tras este primer round el naturalista inglés sale del cuadrilátero con la cara amoratada, los costados castigados sin compasión, el hígado reblandecido a trompadas y la entrepierna víctima de algún que otro golpe antirreglamentario, toma el relevo Chomsky, que no sale mejor parado: la acidez de Wolfe, que se refiere a él como Noam Carisma, disuelve el aura del filósofo con un veneno muy documentado que va repartiendo página a página hasta el mordisco final. El padre del Nuevo Periodismo comienza su ensayo reivindicando el papel del “papamoscas” Alfred Russel Wallace, quien padeciendo terribles fiebres en los confines del archipiélago Malayo dio con la solución al enigma del mecanismo que hace posible la evolución de las especies, la piedra filosofal que Darwin -al que Wolfe retrata como un aristócrata sin demasiadas luces pero con muy buenas relaciones- anhelaba, pero con la cual no terminaba de dar. Wallace, consciente de que necesitaba un altavoz para ser escuchado en los foros de una academia que no prestaba atención a la gente como él, envió sus conclusiones a Darwin, que según Wolfe hizo lo que un siglo y medio después seguimos haciendo: apropiarse del trabajo ajeno.
El resto es historia: Darwin es sinónimo de evolución y selección natural y a Wallace no lo conoce casi nadie fuera del ámbito científico. A Wolfe esto le vale para describir a un Darwin enfermo -o hipocondríaco- de la siguiente forma: “padecía lo que sus médicos decían que era dispepsia […] referida a una enfermedad imaginaria […] En el caso de Darwin, consistía en bruscos e incontrolables accesos de vómito acompañados de todo tipo de dolores en el intestino e hinchazón en el vientre, eructos, náuseas, arcadas, expulsión de gases, secreciones acuosas y odiosas efusiones, además de pestilentes flatulencias emitidas por alguno de los extremos de su tracto digestivo y asquerosos ruidos que restallaban grrrekkk por el otro”. Ya te vale, Tom Wolfe. La sangre del naturalista se la limpia con Chomsky y su brigada de acólitos listos para defender la verdad chomskyana contra viento y marea: al trabajo de oficina con aire acondicionado contrapone Wolfe el valor y la dedicación de otro Wallace, el lingüista Daniel L. Everett, autor del célebre No duermas, hay serpientes, que asestó un golpe letal a décadas de trabajo de Chomsky: su Gramática Universal no resistía la manera de comunicarse de una tribu en cuyo lenguaje no existen las referencias temporales, los números o las indicaciones por medio de señales, por poner solo unos ejemplos, y que Everett había estudiado a fondo viviendo entre ellos con su familia durante décadas también. Así como se ha cebado con los problemas intestinales de Darwin, Wolfe se mofa del activismo de Chomsky, llegando a insinuar -probablemente más que eso- que pactaba sus detenciones con la policía para poder estar a la hora de cenar en casa.
El libro concluye con una eufórica declaración de Wolfe: “¡Baam! Una luminosa noche caí en la cuenta. No fue como una revelación profunda, ni como el resultado de una especie de análisis, sino como algo tan absolutamente evidente que me negaba a creer que ningún sabio reconocido lo hubiera observado antes”. Qué es eso que Wolfe descubrió, mejor leerlo. Porque ahora Wolfe ya se ha acabado, pero tan importante es el lenguaje que en su reino, el gran escritor iconoclasta que fue puede seguir cuestionándolo todo y haciéndonos sonreír con su agresiva defensa de los héroes papamoscas: los hijos olvidados de la palabra.