La fantasía es el motivo que rige esta última entrega de las lecturas para el verano, porque nada refresca tanto como la fantasía ni supone una aventura mayor que la que propone la imaginación de los demás
VALÈNCIA. El verano toca a su fin. Digan lo que digan las fechas oficiales que delimitan los cambios oficiales de estación, el verano muere con agosto tanto como el otoño asoma sus leñosos dedos montado en el mes de septiembre. El sabor estival del aire y de las cosas que el aire empapa comienza a diluirse en un nuevo abanico de sensaciones. El adiós se respira, de nuevo se diseñan planes que pocas veces se cumplirán, la maquinaria mental acusa el esfuerzo y chirría tratando de recuperar el ritmo para acoplarse a lo de siempre, a la velocidad terminal que nos hace avanzar y avanzar soñando con una estación en la que apearnos por no sabemos cuánto tiempo. Todo el tiempo posible. Una estación protegida por árboles frondosos, con aroma a madera vieja y a madera joven, a hojas húmedas, a gusanos horadando la tierra y propiciando emanaciones de los hongos del subsuelo, a ozono de tormenta eléctrica, a deposiciones de animales, a bayas maduras descomponiéndose, a río corriendo cerca, a todo eso que es natural y que penetra en nosotros a través de los sensores que nos ha ofrecido la evolución, y ya no nos quiere soltar. Liberarse del embrujo de la naturaleza supone un esfuerzo terrible, volver al asfalto estepario, un sacrificio aún mayor. El verano, con sus tardes interminables y su excusa ardiente para bajar el ritmo, nos recuerda que nuestro hogar es otro. Uno verde, y no gris.
Exhaustos por el esfuerzo de tener que reactivarnos tras las vacaciones, boqueamos en busca de ese tiempo lento y esos días-refugio en los que intuimos que estamos haciendo aquello a lo que en realidad nos deberíamos dedicar: contemplar, meditar, correr sin prisa. A la vuelta del trabajo, jornada intensiva todavía, olfateamos el piso buscando el rastro del verano, y entonces damos con algo; la fantasía reviste un libro con un brillo tenue: es El bosque profundo de Sofía Rhei (Madrid, 1978), publicado por Aristas Martínez. Sus cubiertas parecen hechas de corteza de árbol y las ilustraciones de otra época de Anna Ribot Urbita parecen una invitación a la espesura; al poco de empezar la lectura ya notamos el efecto balsámico de los frutos fantásticos que son estos relatos desgranados en los palos y figuras de una baraja hechicera: tres de umbrales, sota de fuentes, nueve de árboles, doncella de hogares. La anciana de las abejas. Un libro juego, un libro mano, como El castillo de los destinos cruzados de Italo Calvino. Relatos poblados por ideas extraordinarias con cuerpo de fábula atemporal, peces plateados en cuya fuga se escapa el alma, amputaciones literales, gargantas repletas de abejas, la magnífica factura del traje nuevo del emperador desnudo, la gente de los arcos, seres que emergen del río con los ojos cegados de negrura y la dentadura lista para el encuentro con el asesino que descansa en la orilla. El bosque de Rhei está sembrado de senderos pero no hay mapa que indique las paradas: cada lectura es una nueva tirada, y no hay principio ni final, sino un enjambre de hitos en forma de cuento e ilustración que pueden recorrerse tantas veces como se desee. Lo importante es prestar atención a los detalles y no abandonar nunca la intuición de cada página alberga mucho más de lo que dice albergar.
Un mundo rebosante de detalles contiene también la nueva novela de Guillem López (Castellón, 1975): su imaginación de alto voltaje alimenta unas descripciones tan creativas que la inmersión es casi instantánea y antes de que nos demos cuenta llevamos ochenta páginas leídas con frenesí. El último sueño, publicada por Minotauro, es pura droga literaria guillempunk, un reino saturado de hedores, un país excesivo compuesto de chasquidos, pistones, vaharadas de vapor, callejones hostiles y esclusas mohosas, un reino habitado por tribus de niños supervivientes, por híbridos entre la carne y la máquina suturados al límite, mantenido por energías arcanas, dirigido por gobiernos monstruosos infectando construcciones milenarias. Cualquier elemento que el autor deposita en el párrafo podría ser referido en una enciclopedia borgiana de mundos posibles: todo tiene su razón estética de ser. Y ser sale caro en el universo del autor de Castellón, en el que chicos y chicas juegan “a dados en los muelles, en una partida perdida de antemano porque la muerte es tramposa, y su apuesta, segura”. Representar la batalla por la vida en todo su descarnado esplendor es uno de los puntos fuertes de López, que no escatima nunca en sufrimientos pero que sabe hacer aflorar la belleza en el relato mediante, por ejemplo, la lágrima que mana del ojo inservible de medio rostro destrozado y que es recogida con delicadeza en un pañuelo. De la misma manera, siempre hay una descarga de esperanza en sus narraciones, menos rudas de lo que sugiere una lectura superficial: los niños de Guillem López, en toda su infinita vulnerabilidad, encarnan el ideal de la conquista.
La conquista acompaña a nuestra especie más que a ninguna. Más incluso que a la especie de homínidos alados que nos presenta Paco Camarena (Gandia, 1974) en Nocturno, novela que replantea nuestra relación con el mito vampírico y nos plantea un escenario y un conflicto que se disfruta desde las primeras páginas, perfectamente escogidas para morder al lector y no soltar la presa: Nocturno echa a volar con una huida sorprendente y unos titulares que anuncian una historia intensa, trabajada y bien construida a la que se le ha dedicado tiempo y pasión por el oficio. Todo un descubrimiento que merece llegar a las estanterías de quienes podemos beber y beber del cuello nutricio de este género, que nunca nos daremos por saciados.
Tres cápsulas fantásticas de Morfeo para capear el desenlace irremediable y fatal de las vacaciones refugiándonos en los paisajes de la ficción, de la ficción generada en la mente de nuestros congéneres, que a falta de evidencias científicas que demuestren lo contrario, es la última terra ignota, el espacio sideral, la última frontera.
Hasta aquí el verano y los libros factor cincuenta.