La relación entre Valencia y la pizza ha sido siempre (seamos claros) bastante complicada. De juzgado de guardia, vaya. Hasta ahora.
Supongo ha sido la suma de dos desgracias. En primer lugar, la marabunta de pizzerías perreras que han poblado esta ciudad (especialmente la zona del Ensanche, vaya usted a saber por qué), locales mediocres para parejitas mediocres —él con su tatuaje tribal y ella con sus zarcillos de Tous, “cari”; donde servían, siguen sirviendo, pizzas mediocres, lambrusco y un tiramisú cuya condena son dos raciones Almax y una tarde frente al Sálvame, ¿siguen emitiendo Sálvame?.
El segundo problema: la pizza en sí. Es un plato tan demonizado, tan cargado de valores negativos que parece imposible remontar el vuelo gastronómico…¿Pizza? Comida basura ¿Pizza, decías? Telepizza, Tarradellas, congelados, noche de fútbol con papas y olivas y este “guilty pleasure” servido en caja cartón pero que vaya, el placer gastronómico es otra cosa. Pues mira: no.
En metrópolis como Londres o Madrid ya hemos visto como la pizza emergía del rincón de la cochambre a posicionarse, gracias al trabajo de artesanos enamorados del producto, en una opción gastronómica de primer orden. Y yo pienso, ¿por qué no? En realidad, una pizza bien elaborada tiene un recorrido enorme, tan sólo (se dice fácil, claro) se trata de recuperar la honestidad como ingrediente, tanto en la elaboración de la masa como en la calidad de productos. A partir de ahí, ¿qué límites hay?
Quizá la única excepción en Valencia ha sido, hasta hoy, el gran Carlo d'Anna, propietario de Trattoria Da Carlo —que aún mantiene su tradición de cocinar pizzas exclusivamente los lunes y sólo desde octubre a junio. Hablamos con Carlo de sus orígenes: octubre del noventa y tres, abrió como una pizzería más, cocina para llevar; pero un viaje a elBulli junto a Sento Aleixandre (y esto, creo, no lo había dicho hasta ahora) y una conversación con Adrià cambian toda su perspectiva del negocio; corría el año noventa y nueve. El poder de Ferran. Vuelve Carlo y en dos días cierra la pizzería y transforma el local bajo una premisa: calidad, cocina y producto: “¿No eres napolitano? haz la cocina que sientes, Carlo”.
¿Que tiene de especial la pizza de Carlo? Masa esponjosa de harina caputo (siciliana), bien fermentada a lo largo de cuarenta y ocho horas, sin levadura; albahaca fresca, tomates San Marzano desde Nápoles y horneada a 600º C; lo habitual es a 300. Treinta pizzas cada lunes, punto pelota.
Más culpables: Francesco Moccia y Victoria Tarasova del Ristorante Idon, guardianes del clasicismo napolitano a más no poder; y Ciao Bella en pleno barrio del Carmen. Pero si hay un culpable de posicionar a Valencia en el mapa de las pizzas que merecen un viaje, ése es Picsa. Picsa acaba de aterrizar en pleno centro (Moratín, 13) de la mano del sello Sudestada de Estanis Carenzo y Pablo Giudice; su propuesta está centrada en la reedición de la pizzería porteña y en la creación de un nuevo concepto de pizza que no existe en España, la argentina. Os lo resumo: ¡pizzas gordas! Pero vamos a lo serio: en Picsa todo gira en torno al horno de leña de encina (y esto se nota, amigos), productos del Mercado, carta de vinos respetable (esto es una novedad en una pizzería) y pizzas alejadas de los tópicos. Me gusta mucho la de papada de cerdo ibérico y alcachofas, la de pato confitado con higos y, mi favorita, la de paleta ibérica de Carrasco.
Es tiempo de pizza en Valencia. Un plato sencillo cuya esencia no puede ser más mediterránea: el placer. Compartir y disfrutar en torno a una mesa, con los tuyos; ahora, además, con calidad. Así sí.