VALÈNCIA. Observa su Affligem doble de barril con la mirada rebotando en la tensión superficial del líquido. La cerveza es belga, y el local, ahora, tampoco es irlandés. Al menos no del todo. La madera oscura y los reservados hablan en gaélico mientras en el hilo musical el pop británico da paso a grandes éxitos actuales con ritmo latino. Dale, papi. Johnny I hardly knew ye. En los televisores no hay rastro de críquet ni de rugby pero sí de fútbol, permanecen los tiradores húmedos y resplandecientes de Kilkenny, Murhpy's y Guiness y la luz crepuscular de una ciudad mediterránea sumida en el desconcierto del verano de septiembre se filtra a través de los cristales a espaldas de Manuel Martínez, de profesión sus labores, que tienen que ver principalmente con el audiovisual, las agencias y la formación, aunque también con la dirección escénica y la dramaturgia en un anillo interior de su corteza, registro de esos años antes de los años de hoy. El día que el Finnegan's of Dublin, el pub irlandés que Peter Finnegan fundó y mantuvo en la plaza de la Reina de València durante veinte años, cerró sus puertas una aciaga jornada a finales de mayo de dos mil quince, se oyó algún que otro alarido de banshee y la ciudad se volvió un poco más gris, un poco más anodina. Un poco más decorado.
Afortunadamente nadie tuvo la ocurrencia de starbucksizar el bellísimo local, y a los cinco meses fue reabierto conservando parte de su esencia, que a día de hoy aún le permite ser escenario de buenas historias. Esta en concreto comienza con el descubrimiento de París no se acaba nunca de Enrique Vila-Matas, y del propio autor, por parte de un becario de Buñol del Teatre Lliure de Barcelona, a quien desaconsejan esta lectura en un acto atroz de esnobismo que terminará por provocar el efecto opuesto al deseado: el becario al que se había pretendido humillar lee el libro en una única acometida hasta que llega el amanecer y con él la posibilidad de hacerse con un libro más del mismo autor, que ya se ha instalado en su pecho. Pasarán por sus manos Bartleby y compañía, El mal de Montano, Doctor Pasavento, Exploradores del abismo y Dietario voluble hasta que descubra que el clan de adoradores del Ulysses de James Joyce del que forma parte su querido Vila-Matas y que se hace llamar La Orden del Finnegans, se dispone a reunirse un quince de junio de dos mil diez, día previo al glorioso Bloomsday -en el que se festeja a Leopold Bloom, protagonista de Ulysses-, en el Instituto Cervantes de Dublín. Manuel había conocido la existencia de la Orden gracias a la lectura de Dublinesca durante el mes de marzo: “Sí, si no me equivoco, desde que él [Vila-Matas] está en Seix-Barral sus obras salen en marzo, así que debía ser por esa época. Cuando estaba en Anagrama salían en septiembre”.
El recorrido ritual de la Orden comienza con la celebración del Bloomsday en Dublín y concluye en la Torre Martello, punto de partida de la novela de Joyce, donde los integrantes recitan unos fragmentos del libro en un espectáculo digno de su lema, extraído de la conclusión del sexto capítulo de la novela, ese rotundo “Gracias. ¡Qué grandes estamos esta mañana!”. A continuación todos se dirigen al Pub Finnegan's of Dalkey, el Finnegan's original obra del Dan Finnegan, padre de Peter Finnegan, que quiso honrar el legado familiar creando el Finnegan's de València a imagen y semejanza del que da cobijo a Vila-Matas y al resto de caballeros. “Mucha gente cree que el nombre de la orden viene del Finnegan's Wake –dice Manuel–, pero la realidad es que es por el pub”. Cuenta también que el primer año que decidió ir al encuentro de la Orden, aprovechando la ocasión de la presentación de su primera obra en conjunto, una antología de relatos en la que participaron Eduardo Lago, Enrique Vila-Matas, Antonio Soler, Jordi Soler, Malcolm Otero y Jose Antonio Garriga Vela, encontró allí la ausencia de Lago y a un socio: otro perseguidor de la Orden, un policía nacional de Zaragoza a punto de ser padre que había acudido en solitario a la llamada del cónclave. Ambos siguieron a los caballeros del Finnegans hasta que estos decidieron optar por un poco más de intimidad y pasaron a su sala de juntas anual en un aparte del pub.
Pero si el año dos mil diez fue el año de la iniciación para Manuel, el dos mil once sería el de la confirmación: esta vez la peregrinación venía precedida de una temporada intensa en el plano emocional que por lo pronto pensaba sepultar en el Pub de los Enterradores: “ellos hablaban de que el día de antes del Bloomsday iban al Pub de los Enterradores. Yo fui el día antes al Pub de los Enterradores y allí no había nadie de la Orden. Resultó ser literatura pura y dura”.
La quema de Ray Loriga
“Este nuevo Bloomsday lo hice como ya lo había hecho –cuenta Manuel–: la primera parte del día estuve en Dublín haciendo el recorrido, fui al museo de James Joyce, cogí el metro, fui a comer a la zona de Sandycove, rebosante de música maravillosa y de gente vestida a la manera de mil novecientos cuatro, y ya a última hora de la tarde fui al museo. Subiendo a la Torre Martello, de pronto escucho voces castellanas. La Orden había pactado con la responsable del museo que este cerrase para ellos. Yo iba atento a ver a quién veía: nunca anunciaban a quién iban a nombrar caballero nuevo. Pero no había allí ningún caballero nuevo, como el año pasado lo había sido Marcos Giralt, autor del desgarrador documento sobre la paternidad que es Tiempo de vida y que de hecho no estaba este año porque le acababan de dar el Premio de Narrativa Breve Ribera del Duero por Cuatro cuentos de amor invertebrado, publicado por Páginas de Espuma, falta por la cual si bien no lo expulsaron, sí lo espumaron como caballero. Cuando la gerente subió a ahuyentar a los perseguidores de la Orden que andábamos por allí, todavía pude sacar alguna foto. Estaban ordenando a una mujer que iba vestida a la moda de mil novecientos cuatro”.
El recuerdo sigue y Manuel pone rumbo al Finnegan's de Dalkey donde espera encontrarse con los caballeros una vez concluido el homenaje. Sentado en un taburete ve aparecer a Eduardo Lago: “le dije, perdona que te moleste, el año pasado vine, todos tus compañeros me firmaron el libro menos tú porque no llegaste a la presentación en el Instituto Cervantes. Cuando saqué el libro de la Orden firmado por todos y además en Dublín, se emocionó y me lo dedicó; yo aproveché para ponerle delante también mi ejemplar de Llámame Brooklyn y decirle que estaba rendido a esa novela, y entonces él me preguntó si estaba solo allí. Le dije que sí, que ya había estado el año pasado y que había vuelto, a lo que el respondió invitándome a pasar con ellos, presentándome así: este es mi amigo Manuel, viene de Valencia, este es el segundo Bloomsday que hace por nosotros y trae este documento de la orden. Al año siguiente, en dos mil doce, Malcolm Otero Barral, al verme de nuevo dijo, ¡hostia, el secretario de la orden!
Sentado entre Jordi Soler y Vila-Matas me contaron que la mujer a la que habían ordenado se llamaba -creo recordar- Marcy Walls, carnicera de Dublín y sustituta improvisada de Ray Loriga, ya que este, propuesto como caballero de la orden por Enrique Vila-Matas, los había dejado tirados y no les cogía el teléfono ni respondía a los mensajes. En un momento determinado Vila-Matas, que había dibujado una silueta en una servilleta dijo: este es Ray Loriga. Sin darse cuenta se había manchado los dedos con tinta y cuando estas manchas se transfirieron al dibujo exclamó: ¿ves? Estos son los tatuajes, tras lo cual procedieron a quemar el fetiche, grabar la quema en vídeo con la Blackberry de Eduardo Lago y mandárselo por mail a Loriga”.
Llegados a este punto detenemos la conversación. Dejamos de grabar. Las últimas palabras se disuelven en la voz ronca del bar que vibra con minutos y resultados y peticiones al camarero. En el exterior un chaparrón de verano hace correr a los desprevenidos; desde el interior las gotas estallando y resbalando en los cristales de las ventanas interrumpen la coherencia geográfica por un instante: nuestro Finnegan's se superpone al de la Orden y en un reservado se aparece una imagen desdibujada de los caballeros escritores, apariciones artúricas, literarias majestades.