Los foodies han hablado: las recetas tradicionales vuelven a triunfar en Instagram. Así que las cartas de los restaurantes modernos ya calientan estómagos con platos salidos de la olla
VALENCIA. La era de las tostadas de aguacate ha terminado. La modernor valenciana ha dejado de hablar de huevos Benedict en el brunch para presumir de platos de lentejas a la hora de comer. La retroversión hacia el recetario tradicional es lo más de lo más. Ahora se lleva comer como si cocinara tu abuela, pero sin que lo haga ella, porque te encuentras en pleno centro de Valencia y es un miércoles cualquiera (además, uno de mucho frío). Es entonces cuando te sientas en la mesa de un flamante restaurante, decorado al estilo nórdico, con algún toque industrial, para pedir un plato de potaje all star.
Los cocineros ya pueden respirar aliviados. Es hora de poner en práctica todo su buen hacer ante los fogones, con carnes rehogadas, sofritos sabrosos y caldos de lentitud. Las cartas adoptan un nuevo estilo marcado por la honestidad que deja temblando los remilgos. En otros casos potencian lo que ya venían haciendo, pero no podía emplear como reclamo, pese a encontrarse entre lo mejor de su oferta. Porque los garbanzos ya no los piden únicamente los señores, ni las fabadas son cosas de padres, sino que es posible encontrarse a un veinteañero con una sopa castellana entre manos. Para muestra, tres botones. Estos son algunos de los restaurantes que han decidido hacer bandera de la cuchara.
Dicen que el secreto de un buen cocido, pese a lo rudo que pueda parecer, está en el mimo al prepararlo. La receta suele componerse de una sopa como entrante y una fuente de carne con verduras como principal, pero los hay que prefieren mezclarlo todo en un mismo plato. Sabedores de esta realidad, en Los Madriles Taberna se han apresurado a darle un formato moderno que contribuya a la logística: el canelón de carne y garbanzos que se sitúa en el centro del consomé. Antes se sirve una croqueta de cocido y después la carne deshuesada, con un golpe de horno que le confiere un sabor rustido. Es decir, una bacanal a tres tiempos, en la que el comensal puede repetir tantas veces como guste. Y el menú incluye postre.
“Es nuestro cocido, nuestra receta. Se compone de los productos característicos del madrileño, pero con la variedad de verduras y carnes del puchero valenciano, de la pilota”, explica José Vicente Gómez, gerente del negocio. En la cocina cuenta con el consejo de Rosa Felip, del restaurante LIiri de Mar, y el buen hacer de un equipo de trabajadores que siguen sus directrices a pies juntillas. El guiso se empieza a trabajar el día anterior, se deja cocer durante seis horas a fuego lento, reposa durante la noche y ya a la mañana siguiente se procede al despiece de las carnes. Los garbanzos, que se traen directamente de La Bañeza (León), también se pasan toda una velada a remojo. Lo dicho: una buena dosis de mimo.
Nunca Madrid y Valencia estuvieron tan cerca. La taberna actual fue durante 50 años un negocio familiar, con el mismo nombre, especializado en cocina casera castellana. Se traspasó en 2011, pero no renunció a su solera. Los nuevos dueños se encargaron de actualizar la decoración del local, incluso la música, pero la carta es continuista con la tradición. Bien encuentras un gazpacho manchego con pollo de corral, conejo y setas, que un marmitako de atún rojo; incluso un arroz a banda. “Las cenas son algo más informales, con tapas a compartir, sin olvidarnos del aperitivo y el vermut de tirador”, precisa. “Lo mas importante es trabajar el producto desde la humildad y la honradez”, admite Gómez. Y sí, el cocido se sirve de lunes a domingo, porque cualquier día es bueno para un homenaje.
En su tránsito de Ruzafa a La Paz, a Guillaume de Glories no se le olvidaron las fabes. El chef francés lleva casi una década haciendo algo muy novedoso, y a la vez demasiado necesario: cocina de calidad para todos los públicos. Allá donde ha llevado su Entrevins ha mantenido el recetario de cuchara. De hecho, de martes a domingo ofrece un menú del día, valorado en 20 euros, con platos de impronta clásica que se alternan cada semana. Ni siquiera se ha librado Birlibirloque. El local de la planta inferior mantiene un tono más informal que su gastronómico, pero todos los sábados a mediodía sirve cocido o gazpacho manchego, ambos incluidos en el menú de 15 euros. “Para nosotros los platos de cuchara son un pilar básico de la dieta mediterránea y nuestra cocina, siempre estarán”, avisa.
Dependiendo del momento, de la época, el comensal puede toparse con un puchero del Rincón de Ademuz, unos callos a la madrileña o un pote gallego con fabes de Lourenzá. No hay restricción localista. Las alubias son de múltiples variedades -a la riojana, en canela con sacramento, con manitas de cerdo-, y destaca especialmente la clásica fabada asturiana. La receta del chef, Alberto Lozano, incluye dejarlas reposar durante 12 horas. Luego se cuecen con tocino durante un mínimo de 45 minutos, aunque el compango es mucho mayor (8 chorizos y 8 morcillas ahumadas asturianas). Por si el estómago todavía no está suficientemente asustado, es importante anotar que se sirve con guindilla.
Las respuestas, dependiendo del perfil del comensal, son dispares. Siempre positivas, lo cual no deja de incidir en la tendencia. “Nuestra clientela se sorprende con recetas de las que habían oído hablar, pero que nunca probado. Hay otros clientes que se reconfortan con platos que solían comer de pequeños”, relata de Glories. Lleva siete años potenciando el guiso en su carta. Ellos ya tenían cucharas sobre la mesa antes de que estuviera de moda, y muy probablemente las tendrán después, e incluso a pesar. Su apuesta es por la cocina bien hecha, con independencia de la procedencia geográfica y generacional.
“Bullirà el mar com la cassola en forn, mudant color e l'estat natural…” Con los versos del poema Veles e Vents de Ausiàs March arranca la carta del restaurante Nou Avellanes. Puesta la declaración de intenciones sobre la mesa, vamos a por el resto del menú. La propuesta gastronómica es ágil y moderna, pero hunde las raíces en el recetario tradicional para reinterpretarlo con libertad. Así es como conviven platos tradicionales: el arrós amb fesols i naps, pero servido con boniato morado, o el arrós a banda, presentado en forma de brandada de merluza con espuma de ajo negro. Y en este camino, el comensal se acaba encontrando buñuelos de col y bacalao o falafel hecho con michirones.
“Pensamos en hacer un restaurante que reflejara ese entorno sociocultural mediterráneo, que se moderniza día a día, pero sin perder su pasado. Valencia es una de las ciudades abanderadas en este contraste”, explica Roger Castell, propietario del negocio situado en pleno centro histórico. Por tanto, recetas de siempre con un toque inesperado, y sobre todo mucho protagonismo del producto. Si bien a veces sigue la impronta de la terreta, como con el hummus de garrofó, otras se va más lejos, y aquí entran los calçots. La idea es enlazar cultura y comida, algo que también se fomenta a través de exposiciones, catas y maridajes de platos. “De eso se trata Nou Avellanes, de crear un espacio moderno”, añade.
El emblema es el puchero, al que se dedica todo un menú. Por 21 euros se puede llenar el buche para una semana. La receta, eso sí, requiere de cinco horas de cocción a fuego lento para que la carne adquiera melosidad y el agua se convierta en caldo. Tras este tránsito, la cazuela se deja reposar durante ocho horas. El servicio, por descontado, también va a tiempos, para dar aliento. Comienza con una croqueta de carnes de puchero y un hummus de sus garbanzos; los fideos se sustituyen por un saco de pasta de arroz relleno de ropavieja y regado de caldo y, por último las carnes se trocean en una fuente que bien podría ser un mosaico de colores. Al igual que en Los Madriles, todo pasa por un golpe de horno.
Por si a alguien le ha recordado el procedimiento al madrileño, ambos negocios están en conversaciones para formar un grupo gastronómico valenciano. Por tanto, a la cuchara le queda mucha vida, y encima vida nueva. Puede que incluso más que a los foodies.