El fenómeno que ya no es una amenaza a futuro. Ketchup o mostaza para un cogollo urbano desarraigado y camino de la irrelevancia
VALÈNCIA. Distopía con cosas. El plato patriótico por excelencia en los confines del corazón mismo de una ciudad orgullosísima de paella, es la hamburguesa fabricada con el marchamo fordista. Podríamos imaginar una Plaza del Ayuntamiento en la que, como la ardilla, se pudiera saltar de una hamburguesería franquiciada a otra sin pisar usos alternos. Podríamos, pero ya no hace falta imaginarlo, porque ya está aquí.
La representatividad cultural de un triángulo desde Marqués de Sotelo a la Plaza de la Reina pasando por Ayuntamiento y San Vicente, un cogollo coqueto llamado a encarnar los valores estéticos y funcionales de la urbe, se ha esfumado al punto de que las prometedoras visitas al balcón del consistorio parecen hoy una buena escapada de unos bajos en los que la inercia empuja al transeúnte a pasar en tránsito.
Buscaríamos las causas rápidas en el turismo y en lo malo que son los guiris, ¿pero qué hay de nosotros?, ¿qué hay de la incapacidad de las propias ciudades para gestionar sus deseos en aquellos espacios con mayor dosis de efecto embajada?
La última bala descerrajada, a unos metros de la Lonja, ha ofrecido una foto llena de ruido en la que Muez, una librería coqueta, proyecto personal, ferretería reconvertida y a la vez lugar de comida de temporada, veía a su vera la rivalidad de un TGB, destino de la hamburguesa veloz. La comparación personificada servía de metáfora fácil, indignaba a algunos ciudadanos comprometidos, dejaba indolentes a la mayoría, acostumbrados a ver, sin solución de continuidad, como los negocios reconocibles acaban fagocitados. La virulencia del hábito.
Si la distopía es ésta, la utopía hacía soñar con algunos bajos sencillos para la agrupación de creadores locales y foráneos, proyectos empresariales fundamentados en alguna esencia propia, alguna librería viva (más de una), algunas salas expositivas, habituales emblemas gastronómicos, o incluso, qué locura, una distribución apropiada que permitiera que echando a suertes tu destino no acabaras zampándote un café edulcoradísimo junto a una hamburguesa bien de queso fundido.
Montamos escandalera porque València se nos ha llenado de hamburgueserías, pero es en realidad el placebo extendido que nos hace estar ‘a salvo’ vayamos donde vayamos, una zona de aterrizaje seguro. Ah, y por supuesto, una amalgama de depreciación de los centros urbanos, de precarización, a largo plazo. Es previsible que también de depauperación del atractivo. Nos preguntaremos qué ocurrió, por qué dejaron de venir los turistas del dorado, y no alcanzaremos a ver la respuesta en los propios atajos que quisimos permitir.
Es la pérdida de la complejidad a favor de la sencillez. El centro de la ciutat como escenario previsible y más sencillo que nunca pierde su complejidad, es perfectamente descifrable. Es inmensamente menos auténtico. Nada hay de local en el fenómeno, más que la adopción de una incapacidad adereza de impotencia para hacer frente a un impulso que llega, irremediable, como una gota fría.
El director del Museo del Diseño de Londres, Deyan Sudjic, lo resumía con palabras pidiendo mármol en su último libro, El lenguaje de las ciudades, con una visión compendio de causas y consecuencias, sociales y económicas:
“Si se quieren recaudar fondos de todo el mundo para un proyecto constructivo en una ciudad, los elementos de la inversión tienen que ser comprendidos por gente que nunca ha estado allí. Esos elementos tienen que estar en una parte de la ciudad que los posibles inversores sean capaces de entender mediante su propia experiencia; tienen que ser comprensibles los inquilinos, los edificios y los tipos de usos. Un hotel de Hyatt o una calle con comercios que contenga desde una tienda de Burberry a una de Louis Vuitton transmite el mismo mensaje en todos los lugares del mundo. (...) Pueden parecer bastante urbanos, con sólidas fachadas de granito, fuentes públicas y una mezcla convincente de tiendas, apartamentos y oficinas, pero tienen la misma relación con un fragmento auténtico de la ciudad (que es necesariamente complejo, y no sencillo) que un Starbucks con un café italiano regentado por una familia. (...) El sistema Starbucks es un diseño bueno, en el sentido en que un fusil Kalashnikov es también un buen diseño. Es barato, fiable y a prueba de tontos. En términos de inversión en la ciudad, funciona… al menos inicialmente. Cuando se invierte en él, los rendimientos se dan en revalorización del capital, así como en arriendos para el que puso los fondos. Pero el dinero aplicado de esa manera hace que las ciudades funcionen un poco peor. Pierden parte de su diversidad, pierden autenticidad, y también parte de su extraordinaria capacidad para renovarse, reinventarse y regenerarse a sí mismas, como los atolones de coral moribundos en el océano Índico. Y a largo plazo, dejan en riesgo también al capital que se ha invertido en ellos”.
El lado perverso de la globalización urbana. El falso afán de aventura universal que amenaza con traer en realidad un salto de país en país para no moverse apenas de la misma área de protección.
La propietaria de Muez, Ruth Boeto, mira hacia las dos orillas tratando de explicar: “Sentimos que este tipo de locales hacen perder parte de la personalidad al barrio, no me gustan como clienta y tampoco como comerciante. Por otro lado, es un poco decepcionante esforzarte continuamente por tener productos de calidad, de proximidad, de pequeños productores y a precios razonables, y ver cómo las franquicias (que juegan totalmente a otra liga en lo que a proveedores se refieren) tienen más clientes que tú”.
Una transformación causando que gran parte de los negocios de la parte central de una ciudad apenas tengan raíz propia: “nos afecta -continúa Ruth Boeto- sobre todo a nivel de la imagen del barrio y su día a día. La posible pérdida de clientela creo que puede venir de que estas personas prefieran ir a otras zonas de Valencia donde no haya tantas franquicias”. El cambio pasa, concluye, con “ayudar a las pequeñas empresas, podría servir para evitar que la gran mayoría de los locales vacíos se llenen de franquicias, limitarlas por zona de la misma forma que en el Carmen se limitan las licencias de cafeterías”.
Miquel Minguet, director de València Original Tours, opina: “desde la perspectiva de mi trabajo hay dos tipos de clientes: los que solo con pisar tierra buscan desesperadamente un Starbucks para hacerse el mismo café que se hacen en su ciudad a diario, o los que buscan qué hay de diferente en la ciudad que quieren descubrir. Los primeros estarán encantados de encontrar sus marcas de hamburguesa favorita, pero para los segundos, y pienso que para muchos valencianos, ver una hamburguesería al lado del Micalet nos hace daño a los ojos”. “Es una paradoja que pudiendo presumir con orgullo de nuestra rica y variada gastronomía, sea expulsada de los espacios céntricos que es donde vienen a conocernos”.
El consultor urbano Chema Segovia ahondaba hace poco tiempoen los porqués de la atracción de un cierto segmento urbano hacia los nuevos establecimientos: “hay otra cosa que creo que desvelan este tipo de comercios que me parece también muy muy interesante, que es la falta de espacios que ofrece la ciudad para los adolescentes. Hay locales de los que hablamos (restaurantes, heladerías, tiendas de ropa...) que funcionan como espacios de referencia para los adolescentes. En ellos se encuentran, se divierten, se sientes seguros y autónomos, tienen un tipo de ocio que implica un consumo barato... Esta reflexión es menos habitual, pero a mí me fascina el ambiente que veo en esos locales. Es interesante porque la franja de edad entre los 13 y los 20 años, aproximadamente, ha sido una de las más desatendidas por nuestras ciudades, diría que más incluso que la infancia o la gente mayor”.
La próxima decisión podría tener que ver con elegir si queremos ketchup o mostaza para un cogollo urbano desarraigado y camino de la sencillez más irrelevante.