La comarca del Rincón de Ademuz es rica en platos calóricos, de frío y campo, de carne en orza y guisos fuertes. Una ínsula de comida de secano en una comunidad autónoma que pertenece al Mediterráneo
En Bucarest. Polvo y sangre, el libro de la periodista Margo Rejmer, hay una metáfora que pinta a Rumanía de isla latina dentro de un océano eslavo. Algo así es el Rincón de Ademuz: una tierra que por política geográfica pertenece a la Comunidad Valenciana, pero que está rodeada por un mar de costumbres, gastronomía y carácter de secano. A un lado, la mancheguidad de Cuenca, al otro, la idiosincrasia de Teruel. Sergio del Molino en Lugares fuera de sitio: viaje por las fronteras insólitas de España escribe respecto al Rincón de Ademuz que «una hipótesis etimológica para Ademuz es ad daymús, que significa el escondrijo. Según esto, el Rincón de Ademuz sería un pleonasmo o matrioska lingüística: el rincón del escondrijo (…). Que es árabe y queda a desmano de todo, está claro. Es un buen lugar para huir. No está de camino a ninguna parte, casi nadie sabe ubicarlo ni qué es y pocos sospechan que se trata de un vergel feraz regado por el río Turia». Cierto es. La tierra rojiza se enreda con huertas, árboles frutales y rosas en las puertas de las viviendas que aún tienen moradores.
La comarca ocupa 370 kilómetros cuadrados. Hay siete municipios y no llega a los 2300 habitantes. En verano, como en toda la España rural, aparecen urbanitas para hacer que esta zona, que limita con la llamada Laponia española por su baja densidad de población, se convierta en una verbena. «Ademuz es el territorio-frontera perfecto, que combina la superposición de culturas peninsulares (en sus hoces chocan Aragón, València y Castilla)», sigue del Molino, quien remata el capítulo dedicado a esta comarca con un «Ademuz es como esos maquis jubilados que se tocan la cara con asombro sin entender qué diablos han hecho para merecer la atención de nadie».
Igual es por las gachas.
Las gachas de panizo no son patrimonio exclusivo del Rincón, pero sí que son la representación de la culinaria de interior, alejada de la ostentosidad del mar y con la mirada puesta en las calorías. El frío y el campo las exigen. Sus ingredientes esenciales son harina de maíz, agua y sal. Después cocerla harina en un caldero de cobre y trabajarla con un cucharón, viene la enjundia: productos cárnicos — pollo, conejo, costillas o hígado de cerdo—, una sofrito de tomate, pimientos y en ocasiones de penitencia, bacalao o sardinas en salazón. Ojo que también lleva ajoaceite, por completar.
La fórmula para preparar las gachas exige paciencia y buen brazo. Tradicionalmente se emplea un artefacto llamado “trébede” que sirve para poner en la lumbre el recipiente. Los más puretas utilizan un caldero de cobre de fondo curvo. La harina se remueve con un palo de madera, y ahí está la dificultad y los bíceps. La masa humeante se torna espesa por el almidón y se ha de remover hasta que adquiere un aspecto homogéneo. Una vez cocida, se sirve con la comparsa de frituras, carnes y vegetales.
Donde hay inviernos duros, hay embutido procedente del porcino. De las carnicerías que hay en el Rincón cuelgan ristras de longanizas, güeñas, chorizos, salchichones y morcillas de cebolla, de pan y de arroz. En los estantes de las mismas, hay conservas: la tradicional orza del frito, un método para conservar en aceite los productos de lo que se denomina "matagorrino", la matanza del cerdo de la que se extraen piezas de lomo y costillas, además de la materia para elaborar longanizas.
Los campos de arroz que están a 200 kilómetros son sustituidos por una fértil vega donde crecer hortalizas y frutales, pero el uso del cereal se mantiene y se junta con alubias, bacalao seco, pimentón y ajos para convertirse en un arroz empedrado. El crítico gastronómico Carlos Capel señalaba que «Y es que las alubias, el arroz, y en general las legumbres son patrimonio de la humanidad —sobre todo de la menos favorecida económicamente—».
Si en las casas se preparan pucheros y guisos, en los merenderos se asa carne y livianez de espíritu. Los Arenales en Ademuz, el Los Santos en el pueblo del mismo nombre, el Fuente de La Teja en Vallada —el primer merendero que se construyó en la comarca de El Rincón de Ademuz— y un largo etcétera de áreas recreativas, piscinas y bares en los que no falla la coletilla de “gran surtido en bocadillos y tapas”. También en platos combinados, las bento boxes de la España sueltecita que come altramuces en vez de edamame. Los merenderos se extienden a lo largo de las riberas del río Turia y sus afluentes, el Ebrón y el Bohilgues. En los meses de frío están apagados, pero en verano son el centro neurálgico de la vida social.
Además de la manzana esperiega, en la comarca tienen las variedades propias de la miguela, la normanda, la ricarda, la garcía y la comadre, pero es la primera la más conocida y reverenciada, tanto que hasta tiene un día grande: La fiesta de la manzana esperiega. Todos los años se celebra una feria de dos días en la que se hace lo propio de estos eventos: admirar manzanas, adentrarse en un pasacalles de puestos con artesanía, aparcar los niños en alguna actividad con animadores socioculturales que rozan la mayoría de edad y participar en la ruta destroy de la tapa.
La palabra “esperiega” no tiene una etimología clara. Por sinonimia y por estética, se la relaciona con las Hespérides, las ninfas protectoras de los árboles frutales según la mitología griega. En la tesis del doctor Gargallo Gil —Una encrucijada lingüística entre Aragón, Valencia y Castilla: El Rincón de Ademuz, título que si lo lees con voz de película basada en hechos reales de las cuatro de la tarde, anticipa la siesta densa— se señala que en la palabra para hacer la referencia a la variedad autóctona pesa la influencia de la palabra piedra. A ver, más recias que las golden o las royal están.
«Si los marjales son riqueza, lo son también los secanos». Esto es de Una hora de España de Azorín. El Rincón, respecto a València capital, está a menos de dos.