EL LEGADO DE LA MARINA

Mare, parlem de cuina

Un restaurante en Benidoleig, una historia de herencia. Hablamos de madre y de hijo, de la riqueza culinaria de La Marina Alta, de la mesa que está entre el mar y la montaña

| 19/07/2019 | 7 min, 12 seg

VALÈNCIA. El sofoco de julio se cuela por las ventanillas, mientras el coche va agotando la carretera de montaña, cubierta por un manto verde y enfrentada a la costa azul. Nuestro destino es Benidoleig, un municipio de apenas 1.200 habitantes, que en la Marina Alta se conoce por las Cuevas de la Calavera. De camino, aprenderemos sobre esta tierra, esa que ofrece el producto, pero también guarece el recetario, de una comarca con una gastronomía única. Y al final del viaje, nos sentaremos a disfrutar en la mesa, dispuesta por nuestros anfitriones, que de momento andan atareados estirando el mantel en la plaza del pueblo. 

Hay ternura en ver como el hijo y la madre se afanan por servir los platos, a la sombra de un árbol, a pesar de que el pueblo se ha recluido en las casas para evitar el sudor. Vamos a comer enfrente del que será su restaurante, cuyas obras se han retrasado más de lo previsto, pero dejan ver los cimientos del pasado que darán vida al futuro: se llamará Mare.

Sí, Mare, parlem de cuina.

Cuenta la leyenda que la Marina Alta es una de las patrias donde mejor se come. Su legado tiene impronta valenciana, alicantina, mallorquina. Su paisaje es dual, entre el mar y la montaña, la costa y el interior. Esto ha repercutido en despensas repletas de producto, tanto de huerta como de mar, y en un recetario muy heterogéneo, que se practica en toda casa de vecino, uniendo a las generaciones a través de los fogones. No es casual que por sus municipios se repartan hasta siete estrellas Michelin, pero aquí hemos venido hablar de platos humildes. Como el arroz: arròs a banda, al forn, amb crosta. Cualquiera. 

También hay cocas saladas, de todos los sabores, incluso de mullador, una aleboración de sofrito de verduras. Embutidos de calidad, incluyendo la sobrada, por aquello de mirar a las Baleares. Figatells, pilotes de putxero. Y si nos vamos al mar, hablaremos del pulpo, que en Dénia y en Xàbia se deja secar al aire y se asa directamente sobre la llama del fuego; qué escándalo el polp sec con aceite de oliva. Seguimos con pescados en suquet, con el bull amb ceba o el espencat de capellanets. Muy buen pan, muy buenos quesos; y en cuanto al dulce, los pastissets y los bunyols. ¿Hasta dónde hace falta seguir para presumir de tesoro?

Vamos al Forn, con Miquel Gilabert y su madre, Josefina.

Están los panaderos, los de toda la vida, charlando con otros vecinos. Todos reunidos en el obrador, alrededor de un televisor de 20 pulgadas. En el mostrador apenas quedan dulces; en el interior aguardan una suerte de barras de pan gigantes, típicas de la zona. Hace calor, el horno está en marcha, pero dentro no hay masas, sino una bandeja de arroz al horno. “Aquí es muy típico que venga la gente de la zona, que deje la comida y que luego pase a recogerla”, nos cuenta Miquel, mientras alarga la pala para sacar su cazuela. Quien le pregunte a sus abuelos (quien tenga esa suerte) sabrá que esto sucedía en muchos sitios.

Solo que aquí se preserva.

Josefina recuerda la de veces que ha aprovechado este recurso en el bar, porque resulta que la mare y el pare se han pasado toda la vida detrás de la barra. Ahora se jubilan y ceden el testigo a su hijo, que les rinde homenaje en el nombre, al tiempo que está acometiendo una reforma integral del espacio. “Quiere poner paredes de cristal y esas cosas modernas”, dice ella. Miquel lo ve diferente, y se centra en lo que ha conservado, como una pared de piedra natural que a su abuelo le costó “más que el propio solar”. O la barra que da a la calle, en forma de esquina, donde siempre se han reunido los vecinos para xarrar

“¿Ves esos tres clavos? Los puso mi abuelo. Son para colgar embutido o pescado”, dice.

Embutido, pues. Vamos a ir cortando la botifarra de Pedreguer sobre la tabla de madera. 

Las manos de la madre y del hijo se coordinan con naturalidad. Muchos conocen a Miquel como Suculentgilabert, el nombre de su perfil de Instagram, con cerca de 22.000 seguidores. Estudió Sociología en la Universitat de València, pero jamás ha perdido el cordón umbilical con la hostelería, que ha sabido llevar a su terreno en las redes. Sin olvidar dónde nació, dónde creció. “L’art de combinar ingredients humils per a convertir-los en gourmet”, se lee en su cuenta, y pretende hacer valer esta filosofía en la aventura que emprende. “La gente se ha cansado de ver sushi en las fotos, funcionan los platos de toda la vida", cree.

Tirar de raíces para que el árbol crezca fuerte. Nutrirse de la tierra, trabajar con productores locales, y servir alimentos de proximidad. La carxofa, el fetge de bou, Tonyina de Sorra… También vinos de Alicante, con la variedad de uva propia de la zona (que es la Moscatel de Alejandría), y preferiblemente de pequeñas bodegas, para apoyarse entre sí. Quiere hacer zona, "que venga la gente del pueblo, que vengan también de otros pueblos". Atraer al turista de la playa, que mire hacia la montaña más cercana, con tanto que ofrecer.

Ya sentados a la mesa, Gilabert nos cuenta cómo será la oferta de comidas en Mare. "Lo de toda la vida, pero con una presentación más actual”, resume. Se podrá pedir a la carta o probar el plato del día, además de picar algo en la barra. También instalará un apartado de paellas, que se harán a leña, por supuesto de naranjo. “Ya le he dicho que con el gas es más fácil, pero está empeñado en la leña, porque es joven y no sabe cuánta faena da eso", se queja Josefina. Y pese a todo, madre como es, se prestará a ayudarle, "pero solo al principio, que en un año me jubilo". Ticket medio de 20 euros; y con todo este empaque a correr.

Es la hora de comer, vamos a hacerlo como si ya existiera el restaurante, donde se servirán los platos de la mare. La ensaladilla rusa. "Ella hace la mayonesa y raya las yemas por encima; a mí se me ha ocurrido ponerlas antes con sal y con azúcar, pero el resto lo hago exactamente igual", explica Miquel. Corta el embutido y el queso, procedente de Callosa d'en Sarrià, donde alimentan a las vacas solo con naranjas. Nos presenta dos vinos de la zona: Les Freses, producido por Mara Bañó en la pequeña localidad de Jesús Pobre, y Nimi Tossal, de la variedad Moscatel. Joan es la tercera generación de viticultores del celler. 

Y luego vienen los capellenets, (ay, mare), que son diabólicos y deliciosos a partes iguales. Esos pescados abrasados por la llama del soplete, que se comen tal cual, torrando la raspa y las escamas, para preservar todo el sabor del mar y del fuego. 

La cazuela de arroz al horno ya nos estaba esperando. Vamos.

Todo muere, también la charla. La comida llega a su fin, con el estómago abotargado y el sudor en la frente. La digestión será lenta, pero qué bien, qué gusto. Comer en La Marina, comer de La Marina, y descubrir una tierra tan rica como esta. Un lugar que rinde tributo a la tradición y a las historias familiares. Casi a punto de marcharnos, Miquel y Josefina nos hablan de la abuela, ella que sabía hablar inglés, cuando nadie conocía el idioma. “En los años 20 se fue a hacer las Américas. Cuando regresó en el 33, le decían la Greta Garbo de Pedreguer”, cuenta Josefina. Miquel se ríe, y completa el relato. “Era pastelera, hacía tartas copiando los dibujos de lo que veía en las casas de las vecinas”. Familia. Origen. Madre.

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