Bocadillos, sardinas en lata, cordero asado, mariscadas de las de antes, turrón de Jijona, sangría, polvorones y sobre todo paella, mucha paella. Las películas de Luis García-Berlanga están repletas de referencias a la comida, o a la ausencia de ella.
El año Berlanga se clausuró en Valencia el pasado domingo, el mismo día que el cineasta hubiese cumplido 101 años –12 de junio–, tras doce meses de actos, exposiciones, ciclos, placas y una inexplicable y descafeinada mirada de soslayo de unos premios Goya que se celebraron en la ciudad natal del director. El año concluyó con una menú basado en algunos de los platos que aparecen en ‘Todos a la cárcel’ (por suerte, quedó fuera el marmitako al estilo de Iñaki). Los quesos que reclama el Padre Rebollo (José Luís López Vázquez), el marisco de Modesto (Manuel Aleixandre), el bocadillo de sobrasada de Antonio (José Sazatornil), la paella de pollo del Sr. Ministro que exige Quintanilla (José Sacristán) y los polvorones que aparecen en la película sirvieron de inspiración para que los alumnos y alumnas del Taller de Empleo del Ayuntamiento de Valencia especializados en hostelería le rindieran su particular homenaje en una comida a la que asistió parte de la familia. También García-Berlanga estuvo presente, a tamaño natural y en cartón pluma, con una de sus imágenes más icónicas.
El Berlanga de papel se coló en las fotos de la paella y también posó junto a los cocineros, cocineras y personal de sala encargados de preparar y servir el banquete -la mayoría, mujeres en riesgo de exclusión social, que durante un año se preparan para poder salir al mercado laboral del que llevan fuera mucho tiempo y así poder tener una oportunidad–. Al acabar la comida, José Luis García-Berlanga, hijo mayor, pidió un taxi de los grandes para poder llevarse a casa (o quizás al restaurante que abrió hace un par de años en Madrid) la réplica de su padre. Una escena que no habría desentonado en cualquiera de sus películas y que se puede definir con el adjetivo que lleva su nombre y que forma parte de nuestro diccionario desde 2020.
A Berlanga le gustaba comer, aunque como recuerda José Luis, “no sabía hacerse ni una tortilla. Era un señorito de su época y entonces los hombres no entraban en la cocina”. El director de cine utiliza la comida y la bebida en su filmografía para reflejar la situación social de los personajes. Según lo que haya sobre el plato y cómo el personaje se comporte ante las viandas, sabemos si estamos ante un clérigo o un terrateniente, un político o un desharrapado, alguien que ni siquiera en Nochebuena tiene nada para llevarse a la boca. También por la comida sabemos si pertenecían a un bando u otro de la guerra. Las sátiras que el director compone en su cine y que hicieron cabrear a derecha e izquierda se refuerzan con las alusiones permanentes a la gastronomía en general y al recetario valenciano en particular. La paella aparece en ‘Todos a la cárcel’ (donde un recluso exige menos libertad y más paella en un momento de la película), pero también en ‘Vivan los novios’, 'Tamaño natural", ‘La Vaquilla’ o ‘Nacional III’. No es ni mucho menos el único guiño a la cocina de la ciudad donde nació y creció. El turrón de Xixona, que tratan de promocionar en el I Salón Gastronómico la familia Planchadell y Calabuig es el desencadenante de la trama en ‘Moros y cristianos’, probablemente una de sus películas más flojas y donde más presente está la cuestión gastronómica.
Pero si la comida sirve para reforzar los rasgos de los personajes, en el cine de Berlanga existe otro ingrediente que sirve también de desencadenante: el hambre. El hambre es lo que impulsa al teniente Broseta (José Sacristán), al brigada Castro (Alfredo Landa) junto a otros tres soldados a cruzar las filas enemigas para tratar de apoderarse de la vaca –robarla, descuartizarla y asarla con patatas– que va a participar en los festejos que el bando nacional ha organizado para subir la moral de la tropa en la estupenda ‘La Vaquilla’. El hambre que hace olvidar a los soldados republicanos que están en el bando contrario: “Que le den por saco a la vaca. Yo me voy a comer”, dice Alfredo Landa al oler el cordero que les “cede” el marqués a los nacionales para la celebración. “¡A mí me llevaréis, pero los jamones se quedan en nuestra zona!”, exclama el aristócrata cuando los republicanos lo capturan y tratan de llevárselo como rehén evidenciando que el deseo por la comida no entiende de orígenes ni apellidos.
También el hambre y su reverso - el banquete- aparece en esa obra maestra del cine español llamada ‘Plácido’, donde ya los títulos de crédito adelantan lo que se va a narrar, con el pobre, la mesa, un plato con el pavo y esa mano omnipotente y omnipresente que representa al burgués que limpia su conciencia de las injusticias sociales sentando un pobre a su mesa en Navidad. “Lo que hace falta es que nos manden a una casa donde haya pavo”, le dice un pobre a otro al principio de la película; “¿para qué quiero pavo con estos dientes?”, le espeta el otro mientras se calientan en una hoguera junto a la vías. “Bueno, los dientes que tenía…”.
“A mí padre le gustaba mucho el producto, la picaeta, la gamba roja, la mojama, la mollicà que está ahora prohibida, unos salmonetes pequeños que se hacían enteros y se comían con cabeza…todo eso lo disfrutaba mucho” cuenta su hijo. Aunque su plato preferido era el rossejat que preparaba su mujer, María Jesús Manrique de Aragón, con los restos del cocido del día anterior. María Jesús, además de una excelente cocinera, dio clases durante años en la escuela de cocina Alambique. "Siendo soriana, hacía unos arroces excelentes", señala José Luis. El primero de los cuatros hijos del matrimonio, que durante años se dedicó al mundo del cine, abrió un restaurante en Madrid unas semanas antes de declararse la pandemia. "Siempre me ha gustado cocinar y he dado clase durante 20 años también en Alambique, pero solo de arroces. Mis amigos me preguntaban siempre dónde comer un arroz en Madrid como los de Valencia y me animaban a abrir el restaurante, hasta que les hice caso.", apunta. "Menos mal que sé cocinar, porque el mundo del cine es una carrera muy larga y muy ingrata". "Hago un caldo con morralla, con galera, con cangrejo... En Madrid nunca habían probado esos arroces...", afirma. Le pregunto qué restaurante actual le habría gustado frecuentar a su padre. "El mío, le había encantado (risas). Sí porque además tengo las cosas que a él le gustaban: pescaditos, clotxinas, esgarraet... pediría eso y luego un buen arroz".
Un arroz como el Calabuch, de Casa Jaime, elaborado con espardenyas y ortigas de mar bautizado en honor de la preciosa fábula que el director rodó en Peñíscola en 1956 y que el propio director bendijo después de probarlo. "Mira que me han hecho bustos, retratos, cuadros, cines... ¿pero una arroz? ¡Ahora sí que me recordarán hasta después de muerto!", cuentan que exclamó Berlanga después de llevarse a la boca la primera cucharada.
Dicen que la noche que murió había cenado tortilla de patata. No puedo imaginarme una última cena más apetecible.