Por algunos platos no pasan los años

Olla de Requena, así de sencilla

La cuchara debió de inventarse un día de invierno, y el invierno, en los pueblos. Eso explica que sea en ellos donde mejor sabor tienen los platos de cuchara

12/03/2021 - 

Hay guisos que, por su sencillez, han sobrevivido a las nevadas históricas, a los desplomes del precio del petróleo y a los vuelos rojos de la perdiz. Hay pueblos a los que uno tendría que ir, al menos, una vez en la vida. También hay tramos de carreteras por las que uno pagaría por circular. El que va desde Requena a Los Isidros, en la N-322, pertenece a este grupo. El pasado 8 de marzo fui hasta allí para que la escritora Elena Casero y Vicente Andreu me mostraran cómo se prepara la olla de pueblo —la del suyo—. El viaje de ida fue hermoso, por aquello de conducir con la carretera para mí solo, por aquello de cruzar viñedos, avistar torcaces, seguir las curvas calizas de los barrancos o la espesura de los pinares, que es donde en un tiempo, se decía, descansaban las ardillas verdes que cruzaban la Península Ibérica.

A primera vista, el rostro de Vicente Andreu, el cocinero, parece el de un personaje bíblico. O el de un mago. Tiene el pelo de mago, sí, la barba de mago, las manos del tamaño de una de esas palomas blancas que siempre aparecen en cada función. “Vamos a hacer la famosa olla de pueblo u olla de Requena”, me dice como si fuese un ilusionista que se dirige a la persona que ha salido voluntaria de entre el público. Él y Elena están junto a la lumbre, donde ya ha empezado a bullir el agua y en la que ya bailan las judías y los huesos y otras partes del cerdo. El cerdo es mago, la carne de cerdo, mágica. Veo que en dos platos aparte aún reserva el nabicol y la penca. La receta se la dio Elena, a Elena se la pasó su madre, a su madre la abuela. Las mujeres han cocinado más ollas que todos los magos del mundo juntos. Los hombres han plantado pinos en el monte y, más tarde, los han cortado en troncos servibles para el hogar y, luego, las mujeres han puesto las ollas con agua a calentar y han plantado cara al hambre con este tipo de guisos en los que se aprovechaba lo poco que se tenía. De nuevo la sencillez. Esto no quita para que la magia siga en pie. Elena ha vivido casi toda su vida en València, “venía al pueblo a pasar los veranos y las fiestas, y no había preparado una olla hasta que nos vinimos a vivir a Los Isidros”.

Beatriz Lozano —quien junto a su marido e hijo— regenta la Carnicería el Baquero (según el papel para envolver los productos que venden y las bolsas que utilizan en su negocio), me cuenta a la puerta de su establecimiento, que el origen de este plato hay que buscarlo en la olla gitana, “a la que no se le ponía más que algo de rancio para que diera sabor. Era una comida de diario, de gente humilde. Después se mejoró con la carne de cerdo”. Beatriz lleva puesta una bata blanca y manguitos a juego, limpios como los chorros del oro, lo mismo que el mostrador de la tienda. 

En la Carnicería el Vaquero (así lo pone en el rótulo de la calle), la especialidad son los embutidos, “cocemos con leña la cebolla y también las morcillas”. Le pido que me diga el color con el que asociaría este plato y me dice que es el verde, “es mi favorito”. Le pido que me hable de su primer recuerdo y llega hasta cuando su madre controlaba el puchero de barro frente al fuego. “Se trata de una comida que se hacía en casa, era más práctico ya que ahí se tenían a mano los ingredientes”, me confirma al preguntarle si los hombres, cuando marchaban a trabajar a la viña, también lo guisaban. Nombra el tocino, la oreja, la morcilla, el corbet, los huesos salados —que me suenan, un poco, a los apodos de los miembros de una cuadrilla de campo—. Y me dice, satisfecha, que a su hijo también le gusta cocinarlo.


Según la madre de Elena y la madre de la madre de Elena, se cocina así: con oreja, morro, morcilla (“no hay que utilizar ni una gota de aceite”), costilla, corbet (“los huesos de cerdo que sean salados preferiblemente, de manera que no hay que añadir ni una pizca de sal”), tocino y papada (“es una opción personal”), un hueso de jamón, alubias pintas (“que quedan más mantecosa”), el cardo (penca) y el nabicol. Pones las alubias y la carne en la olla y las cubres de agua. Cuando ya lleva media cocción, aproximadamente una hora y media, añades las verduras. Vicente le añade patatas, “ya que antiguamente se solía poner en todos los platos y, además, va a facilitar que el caldo salga más espeso”. Con las verduras en marcha, y a fuego medio, se deja cocer treinta minutos, momento en el que se baja a fuego muy lento durante otros 15 minutos más, “para que se concentren los sabores. Cuando lo apagues que repose ahí media hora”. Un par de secretos: que la leña sea de olivo y almendro, y que en el último tramo de la preparación, se suba y rebaje el ímpetu del fuego varias veces, para jugar con la velocidad de cocción, “de esa manera conseguimos que el caldo se trabe mejor”.


Durante ese tiempo en el que reposa el guiso, damos un paseo por la aldea. Lo hacemos despacio, porque no hay nada en las calles que les imprima velocidad. Las dos o tres mujeres con las que nos cruzamos nos saludan. Solo nos topamos con un coche, “mira ese chico es el dj del pueblo, cuando son las fiestas él se encarga de la música”, comenta Elena.

Es hora de comer. Antes, el cocinero se fuma un cigarrillo. Aspira rápido, una calada de un segundo y fuera, otra y fuera, una más, de un segundo y fuera. Sus manos mágicas conservan algunas marcas del trabajo en el campo: cortes, pinchazos, una tirita. Tienen un huerto por el que se pasean los corzos y los jabalís a comerse las cerezas y los melocotones, “por eso he tenido que poner alguna valla metálica”, me dice. Nos sentamos a la mesa. Sacan la botella de cassalla y el vino tinto. Vicente da una cucharada. “Açò està impressionant”, dice. Afirmo. Habría que crear un club de amigos de la olla de pueblo de Vicente y Elena. Hay para repetir. Repetimos. Charlamos de cuando tuvo que conducir un taxi y de cuando trabajó en una imprenta gráfica. Charlamos de los hijos, con calma. De literatura, como si fuésemos aves que acaban de aprender a hablar. Alguien toma un poco de ron en la sobremesa. El viaje de vuelta es hermoso. Apunten este pueblo: Los Isidros. Está a punto de llover. Las nubes en esta época del año son plateadas, como las cucharas invernales.