Hoy es 8 de octubre
La artista panameña trae una selección de obras, algunas confeccionadas durante el confinamiento y otras anteriores. Todas ellas con la pasión como hilo conductor
VALÈNCIA. Olga Sinclair lleva pintando prácticamente desde que tiene uso de razón. Bajo la tutela de su progenitor, el padre del expresionismo abstracto en Panamá, Alfredo Sinclair, Olga fue empapándose de su obra, hasta el punto de cogerle el relevo como una de las artistas más importantes de Panamá. Para ella, pintar no se puede definir de mejor manera que con el concepto de pasión. En cada obra, en cada pincelada que traza sobre el lienzo, la pasión es detonante y resultado; causa y efecto.
Sinclair ha pasado por esta crisis confinada en Madrid, junto a su novio. Los efectos de la pandemia sobre Panamá la preocupan profundamente, y encerrada en Madrid, lejos del país donde nació y en un principio sin materiales para poder dar rienda suelta a su creatividad, ha acabado plasmando esa pasión en una colección plagada de contrastes de luz y oscuridad, e indudablemente, repleta de pasión.
La alegría de pintar ha sido presentada en el MuVIM durante la mañana del jueves. El Museu Valencià de la Il·lustració i de la Modernitat reabre sus salas después de casi un año en el que ha estado cerrado por reformas, para mejorar sus condiciones climáticas. Durante ese tiempo tan solo ha estado abierto el vestíbulo, y el confinamiento no ha hecho más que prolongar el cierre del museo. Ahora vuelve con la exposición de Olga Sinclair. A modo de presentación, el jefe de exposiciones del Museo, Amador Griñó, ha explicado que, “si bien la obra de Alfredo Sinclair es irremplazable, la de su hija llega como mínimo a su mismo nivel”. Ha destacado que la muestra “está llena de sinergias, movimiento y color”, y que la artista y la pasión que derrocha “conforman algo mágico”.
La exposición está compuesta por varias secciones. En un primer momento, a modo de reconocimiento, Olga Sinclair ha querido que aparezcan algunas de las obras expresionistas de su padre. El establecimiento del estado de alarma la pilló en su piso de Madrid, y ni siquiera le dio tiempo a pasar por su taller para abastecerse de todas las pinturas que le hubiera gustado tener durante el confinamiento. No obstante, como ella misma asevera, “el artista nunca puede estar tranquilo. Su propia condición le exige cambios, de ningún modo reposo”. Así, Sinclair no pudo dejar de expresar lo que una situación de tal calado le hacía sentir. Y es eso precisamente lo que da vida a uno de los fragmentos de La alegría de pintar. En su casa tenía algo de papel Fabriano (aquel que se suele usar para pintar acuarelas). Un día, después de cenar, le quedaba algo de vino en su copa y tuvo una idea: dispuso sobre el suelo algunos de los papeles Fabriano que tenía, y vertió el vino sobre ellos. Aquello abrió la veda. A la mañana siguiente hizo algo parecido con su taza de café con leche. Después lo hizo con la grasa que quedó en la sartén tras cocinar un cordero a la plancha. Luego utilizó un poco de Vetadine, las sobras de una manzanilla, un chorro de Fairy.
Cada una de las láminas es el vivo reflejo de la cotidianeidad de la pandemia, y todas ellas están adornadas de pequeños brochazos de color, la mejor manera que conoce Sinclair para depositar su pasión.
A continuación, la muestra ofrece una serie de obras que la artista pintó una vez iniciada la desescalada. Por fin pudo hacerse con sus utensilios de pintura, y a partir de ahí su obra cobra gran potencia y se llena de contrastes entre colores vivos y oscuros. Afirma que “el ser humano –no solo el artista- debe reinventarse continuamente, debe leer, investigar, crear... No quedarse cómodo”. El nombre de la muestra refleja la profunda alegría que siempre siente al pintar. Hace hincapié en eso: siempre. No hay obra alguna entre su repertorio que muestre un momento de tristeza, ni de dolor. Y si la hay, ella le otorga la perspectiva del optimismo, lo que pone en evidencia la capacidad de aprendizaje de la artista ante cualquier tipo de situación.
El desconfinamiento, según explica, comenzó en Madrid con días nublados que le hacían evocar la tristeza de la pandemia. “Me iba a volver loca, yo soy puro Caribe”, afirma con una amplia sonrisa. “Necesitaba luz, así que empecé a pintar en amarillo intenso, como el sol de Panamá”. Por aquel motivo dio vida a Umbra, su obra compuesta por tres piezas, todas ellas de un fuerte amarillo. En la del medio el abstracismo se muestra evidente. “Cada una de las piezas funciona por sí sola –explica- pero si van unidas se puede apreciar que la del centro refleja la confusión del momento”. En medio, como dice, la confusión en la que todos, de una forma u otra, hemos estado inmersos los últimos meses. A los lados, por su parte, mayor serenidad, mayor predominancia del amarillo como hulo conductor, mayor certeza. “Estos cuadros me salvaron de la depresión del aislamiento”, cuenta.
En Arlequín con mascarilla aparece una mujer dada la vuelta. Tiene un turbante lleno de colores que mezclan la luz y la oscuridad, la seguridad en uno mismo y la incertidumbre, la alegría manchada de preocupación. El rostro de la mujer está cubierto por un brochazo negro a través del que se alcanzan a ver su nariz y su boca: una mascarilla, la evidencia explícita del fuerte contraste de emociones que se desencadena en su turbante.
Al otro lado de la sala, otra pieza compuesta por dos cuadros. Los rostros de una mujer y un hombre, ambos de color gris, trazados con el rigor que solo te concede la experiencia. Sobre sus cabezas un chorro de color: en la de él, naranja; en la de ella, azul. Explica que siempre se ha concebido el azul como un color de hombres y que, para ella, eso es una tontería. Con esas dos piezas, Sinclair ha querido representar la libertad, tanto de orientación como de género. Dice que cada uno debe poder hacer lo que le venga en gana, al menos en ese sentido.
Olga Sinclair nació en Panamá en 1957, e inició su carrera muy tempranamente. A los 16 años inauguró su primera exposición de manera colectiva con otros artistas, y a los 18 la primera en solitario. Cuenta que había mucha gente que no se creía que los cuadros de aquella muestra los hubiera pintado ella. “El tiempo lo dirá todo, ya verás”, le decía su padre. Ha vivido en seis lugares distintos del mundo: Panamá (donde adquirió aquella pasión reflejada en intensos colores), Amsterdam, Londres (donde se sumergió en la obra de Francis Bacon, que le otorgó esa energía y fuerza que contrasta con la oscuridad sobre el lienzo), Indonesia (donde estuvo durante 5 años que, según cuenta, sirvieron para que la obra de Gauguin dejara su huella sobre ella), Madrid y Florencia.
De esa manera, todos esos contrastes culturales han hecho que, según el jefe de exposiciones del MuVIM, Amador Griñó, Olga Sinclair sea “una artista muy caribeña, con una gran densidad europea latente en su obra”. Ella, al respecto, asegura que prefiere sin dudar “una vida con contrastes a una vida plana”. Sobre su obra, además, deja patente esa profunda pasión al afirmar que “cada cuadro que pinta es como un hijo para ella".
Sinclair cuenta que le encanta fiijarse en los aspectos espirituales de las cosas y que, después, trata de plasmarlos sobre el lienzo. Afirma que esta crisis ha sido un choque entre “la existencia del ser humano y la vida” y que la pandemia ha puesto sobre la mesa una cuestión muy importante: “¿hacia donde vamos?”. Ella piensa que nos dirigimos hacia otra dimensión. Destaca que si algo le apasiona del ser humano, eso es “saber que es un continuo experimento”. Dice que la crisis ha sacado de nosotros “en muchos casos lo mejor, y en otros lo peor”.
En el año 2010, la artista creó la Fundación Olga Sinclair, cuyo propósito es incentivar en los niños valores como el respeto y la tolerancia hacia los demás, a través de la expresión artística y el amor a la cultura. Y en relación a esto, durante la cuarentena, Sinclair ha pintado 300 mascarillas de las cuales ha recolectado un total de 13.000 euros, dinero que ha sido destinado en su totalidad a la fundación que lleva su nombre.